He leído o escuchado en estos días, y supuestamente desde la izquierda, fuertes críticas en relación a aquellos que no votan. La argumentación va dirigida tanto contra los sujetos que no se acercan a las urnas como a favor de que objetivamente sería saludable la votación para, así, trasformar nuestra pobre realidad sociopolítica. De los […]
He leído o escuchado en estos días, y supuestamente desde la izquierda, fuertes críticas en relación a aquellos que no votan. La argumentación va dirigida tanto contra los sujetos que no se acercan a las urnas como a favor de que objetivamente sería saludable la votación para, así, trasformar nuestra pobre realidad sociopolítica. De los primeros se dice que se escudan en la comodidad y la indiferencia. Se trataría de un impuro purismo, de un ficticio progresismo, de una falta, en fin, de compromiso que no hace sino allanar el campo, ya bastante llano, a la derecha. Y desde un punto de vista objetivo, la participación sería necesaria si no queremos que todo siga igual y manden, a sus anchas y sin oposición, los de siempre. Como no solo me abstengo sino que trato de convencer a todo el que puedo de que tampoco vote, me gustaría exponer, con brevedad, cuales son las razones de mi postura.
Antes de nada, desearía que quienes incitan a votar concretaran a qué partido político habría que hacerlo. En caso contrario, la afirmación es completamente vacía. O, peor aún, se convierte en una simple autoalimentación del sistema, sea este aceptable o inaceptable. Y si se responde que es obvio que algunos partidos políticos son más dignos de ser votados que otros, en modo alguno lo negaré. Diferencias existen y están a la vista. Pero la cuestión no es esa. El hecho de que se den diferencias no afecta a la sustancia de un sistema que se mantiene inamovible. Más aún, el acto de votar puede hacer que perdure sin que se modifique su estructura seudodemocrática. Además, una actitud moralmente respetable pide que cada individuo sea realmente libre y sus acciones estén guiadas por principios sólidos y no por slogans. Si ningún programa le motiva y si no hay razón para dar un cheque en blanco, lo que tiene hacer es ser consecuente y no caer en la deleznable «sumisión voluntaria». En cualquier caso, quien vote, y tiene todo el derecho de este mundo y del otro, debe reconocer que su decisión es pragmática, posibilista y reformista; y no una palanca que mueve hacia la revolución.
Respecto a la comodidad o indiferencia de los que se quedan en casa sin depositar el voto, no me cabe duda de que en muchos casos es cierto que existe comodidad o indiferencia. Hay quien da la espalda a los demás, mira alrededor con desprecio o simplemente sin ver. O que se tapa los ojos, de modo falsamente exquisito, ante el horror del mundo. Pero otro tanto podría decirse de muchos de los que votan. Depositan la papeleta por inercia, porque les han lavado el cerebro, por miedo, por el infantil ritual de lo que llaman «deber ciudadano» o por imbecilidad. Por eso, y es lo menos que se puede decir, habría que distinguir la abstención pasiva de la abstención activa. Es esta última la que deseo defender y lo haré en varios pasos.
En primer lugar, considero que estamos dentro de unos poderes económicos que casi todo lo deciden. Los partidos políticos se convierten en la larga mano que favorece los intereses de los que mueven los hilos. Y los medios de comunicación funcionan como el bálsamo que cura todas las heridas o los correveidiles que ayudan a que se trague la mentira más mezquina. Siendo este el panorama, insertarse en el sistema es, de una manera o de otra, hacer que el poder en cuestión se perpetúe. Si alguien deseara que desapareciera el ajedrez, los dioses no lo quieran, sería absurdo limitarse a mover los peones. En segundo lugar, no me considero un miembro que se inscribe dentro de la Constitución Española. Son muchas las razones pero basten estas. Se hizo a la «trágala», más como chantaje que como opción, es ridículamente monárquica, nacionalista en su peor sentido y niega el elemental derecho a la autodeterminación. Y, en tercer lugar, la democracia española no solo es raquítica sino que está organizada para que todo funcione como una noria. Un partido se pasa el testigo a otro de forma que todo siga igual por los siglos de los siglos. La noria da vueltas y vueltas sin que se vean ni ahora ni en el futuro transformaciones reales.
Podría continuar, pero he seleccionado algunas de las razones de por qué no hay que votar. El terreno en el que actuar es el social. Es ahí en donde hay que buscar la alternativa que nos importe, el lugar en donde plantar la semilla de una política que sea radicalmente distinta a la actual. Lo político sí, la política no. Ni tan puros que sin manos ni tan sucias que todo sea suciedad. Como una última objeción se me podría decir que es compatible ir mejorando lo existente desde dentro sin perder el pie de fuera. Sin duda. Solo que por experiencia creo que el pie de fuera acaba desapareciendo. Pero, nobleza obliga, pienso que mis argumentos son mejores que aquellos a los que me opongo. No pienso que son, obviamente, similares a dogmas. Y pienso también que si tuviera que votar lo haría por algún partido de izquierda con el que comparto más de una idea y más de un amigo. De momento, sin embargo, estoy convencido de que es mejor no votar. Que es más fructífera la abstención activa. Por cierto, la que más teme el Poder.
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