La fascinación del alemán Wim Wenders hacia Estados Unidos es muy antigua, también creativa. Reconoce con gratitud que su subconsciente está colonizado por esa cultura, siente como algo propio su música, su literatura y su cine, es más que transparente su adicción a contar historias que se desarrollan en ese país. Lo malo del anglófilo […]
La fascinación del alemán Wim Wenders hacia Estados Unidos es muy antigua, también creativa. Reconoce con gratitud que su subconsciente está colonizado por esa cultura, siente como algo propio su música, su literatura y su cine, es más que transparente su adicción a contar historias que se desarrollan en ese país. Lo malo del anglófilo Wenders es que lleva demasiado tiempo sin nada interesante que decir, haciéndose pajas mentales con personajes y argumentos más torturantes que torturados, diseñando ejercicios de estilo con pretensiones de metafísica, haciéndonos añorar al director que engendró películas tan hermosas e insólitas como Alicia en las ciudades, En el curso del tiempo, El amigo americano y París-Texas.
Con estos antecedentes, me inspira desconfianza y una notable pereza asomarme a cada nuevo experimento de un artista progresivamente seco, tengo la sensación de que encontrarme con algunas imágenes expresivas y potentes no me va a compensar el insoportable rollo místico que me soltará su creador.
En el arranque de su última película, Land of plenty, compruebo que su poderío visual sigue inalterable, fotografiando con arte las calles más deprimentes y suburbiales que dan refugio a los parias en la ciudad de Los Angeles. Por ellas se mueve un fanático tirando a grotesco que recuerda con nostalgia la guerra de Vietnam, y que ha sido contratado por una empresa de seguridad privada para que husmee, localice y persiga a todos los mendigos con aspecto de musulmanes, por si existe en ellos la tentación de emular a las terroríficas y kamikazes huestes de Bin Laden.
Este admirador de Rambo, que lleva hasta el patetismo su obsesión con la seguridad nacional y la xenofobia, conocerá a una sobrina idealista que después de haber dado tumbos militantes por los focos más problemáticos del mundo ha regresado a su país para desarrollar su vocación de misionera y ayudar a los desheredados.
La esquizofrénica relación entre esa militante en la antiglobalización y el obtuso paramilitar de su tío, las experiencias que compartirán tras el asesinato de un vagabundo paquistaní, sorprenden inicialmente, luego se estancan y se vuelven repetitivas, alcanzan cierto tono emotivo en un final ambientado de la Zona Cero de Nueva York y con la seductora voz de Leonard Cohen en plan elegíaco. Existe afán moralizador por parte de Wenders e involuntaria blandenguería, pero el retrato que logra su penetrante cámara de las carreteras, moteles, paisajes desérticos, submundos, neones y sombras, amaneceres y crepúsculos, desprende magia e hipnotismo, el sello de un fotógrafo admirable que sabe captar los matices de un país muy complejo.Es una película grata de ver y prescindible de oír.
El director italiano Gianni Amelio también describe una relación afectiva nada convencional en La llave de casa. La de un niño subnormal y deficiente físico, con el torturado padre que le abandonó al nacer. El reencuentro viene marcado por el compartido viaje y estancia en una clínica alemana, en la que la ciencia más sofisticada intentará atenuar la tragedia de personita tan desvalida.
El niño que protagoniza esta película no es actor, no interpreta, es el personaje, lo cual implica un enorme riesgo por parte del director. Pero Amelio logra crear verosimilitud y ternura entre estas dos personas que a pesar de los pesares aprenden a conocerse, a soportarse y a quererse.
Los espectadores atravesamos idénticos estados de ánimo que ese adulto que decidió tardíamente afrontar su responsabilidad como padre en la dura supervivencia de su hijo, de un tullido físico y mental. Participamos de su desconcierto, de sus temores, de sus ilusiones, de su aprendizaje de códigos y de comportamientos que desconocemos los que hemos tenido la suerte de disponer de nuestras facultades, de ser normales.