Leo que en cada cigarrillo dejamos los fumadores una hora de vida, a veces dos, que cierta clase de comida llamada «basura» que, casualmente, coincide con mi dieta, acorta en ocho años la vida del original y de la copia, y ya calculo y anticipo expectativas y analizo los sondeos de opinión y de omisión […]
Leo que en cada cigarrillo dejamos los fumadores una hora de vida, a veces dos, que cierta clase de comida llamada «basura» que, casualmente, coincide con mi dieta, acorta en ocho años la vida del original y de la copia, y ya calculo y anticipo expectativas y analizo los sondeos de opinión y de omisión y… ¡Me he quedado sin años! ¡Los he perdido todos!
Y eso que, todavía, no he empezado a descontarme los dos años de vida que pierdo cada vez que un delincuente es celebrado como padre de la patria y elevado al Parnaso de la Honra, y tres más si escapa inmune, y cuatro si ni siquiera tiene que escapar.
Y no hay año de vida, por más vida que tenga, capaz de resistirse a un porcentaje, porque las inevitables estadísticas me llevan un año de vida, un mes de cólera y un día de arrepentimiento.
Y el que mata «por el amor de una mujer» también me mata a mí, pongamos cinco años, aunque sólo sea para poder seguir con vida y morirme un poco más en la desesperanza que arrastra la miseria de tantos que cada vez son más.
Y al menos se me mueren diez años cada vez que las urnas confirman la impotencia general que uno, a estas alturas, casi ya pensaría es parte de nuestra naturaleza si no fuera porque creerlo me privaría de un año más adicional.
Y agréguele otra hora de vida que se nos muere por cada hora de retraso, por cada voluntad falsificada, por cada fraude homologado, por cada licenciado analfabeto, por cada yola naufragada, por cada derrame de confianzas, por cada intercambio de disparos… y siete vidas que tuviera nunca darían abasto para tantos años de vida que nos matan.
Y que conste que ni siquiera he querido restar los años que uno muere dando vueltas por el mundo.
Los veinte que se van tras el Imperio cada vez que su incumbente tiene en gana revalidar la pena capital al enemigo, sin concesiones a una posible apelación; cada vez que se propone salvar los árboles del voraz incendio a golpes de hacha y sierra. Y otros dos años que me acortan las cortes, siempre nobles, que nacen de hemofílicos glóbulos azules y sin uno buscarlo o pretenderlo, cuando pude ser un simple ciudadano, acabo convertido en un triste lacayo.
Y otro año más que pierdo, y si no lo digo serían dos, que se gira a la cuenta del mayor impresentable, descendiente directo del «Gran Perillán» y cretino presidente de un patético Estado que amenaza cobrarme aún más años de vida.
Súmele otros cuatro años a los restantes cómicos del medio, más seis meses de penalización por no haber escrito «payasos»; y otro año de vida que se me muere cada vez que Sharon ahonda la herida o Menem abre la boca; y otros tres, úlcera incluida, cuando asistes a la canalla manipulación de la verdad; y cinco años a la cuenta vaticana en la certeza de que nunca podrían devolverme todos los espantos con que me bautizaron y con que comulgué mientras carecí de uso de razón.
Y si ya no me quedan más años que enterrar porque me los han llevado todos cada vez que la hipócrita virtud de tantos inmorales se hace verbo y el verbo se hace carne y habita, para colmo, entre nosotros; cada vez que me asestan un abrazo o me endosan la mano o me fingen un beso, entónces… ¿quién está viviendo en mi lugar?
Pero ocurre que sí, que junto a mí viven también, para mi suerte, todos aquellos seres entrañables que me compensan en los años que me brindan, los que pierdo en la vorágine diaria.
Y me voy a atrever a mencionar algunos, aunque sólo sea para que mi hija Irene tenga constancia escrita de lo mucho que yo también la quiero y que no siempre sé expresar.
Escribir también me reporta algunos años más de vida; y cada vez que me subo a un escenario y me convierto en Dios o en Rey de España, cada carcajada me supone, al menos, un año de vida adicional; años que multiplican los poemas que trajino y publico, pero que nunca suman tantos como los que me aporta la Bubuka, cada vez que me llama «Koldito», o la carta de Belén donde me cuenta que allá, en su obligado encierro francés, andan mis columnas circulando de celda en celda y algunas hasta de cárcel en cárcel.
Y aprovecho para destacar los años que he ganado gracias a todos los benditos amigos y amigas que la vida me ha ido regalando, la familia que reparto aquí y allá, y tantos otros entrañables abrazos que sólo porque están es que yo sigo.
Ellos son quienes me compensan con más años de vida los años que me matan los demás.
Y súmeseles Fidel Castro, Los Beatles, John Lennon, la familia Simpsom, Salvador Allende, Pink Floyd, Eduardo Galeano, Oliverio Girondo, Chaplin, Groucho y los hermanos Marx, Les Luthiers, Lluis Llach, Serrat, Silvio y Pablo, Beethoven, Patxi Larraínzar, Bob Dylan, Joe Cocker, Zitarrosa, Los Olimareños, Mozart, Cortázar, Oneti, Neruda, Pachelbel, Vivaldi, y todos los amores que con su sola presencia compensan con creces los años que perdemos a manos de tantos sivergüenzas, para que yo pueda seguir acumulando tantos años de vida que, seguro estoy, el día que un burocrático error acabe suprimiendo mi nombre de la lista de los amanecidos, yo voy a seguir viviendo, aunque sólo sea por el placer de no perderme tan bella compañía.