Amén de que este interrogante deba enjuiciarse como una frivolidad temeraria y cínica, sobre todo ante la más que probable inminencia de una catástrofe humana en nuestras latitudes, no puedo evitar enarbolarlo, al mismo tiempo, casi como una consigna, como un escudo de protección, como mi propia arma de destrucción de la masiva e invasiva […]
Amén de que este interrogante deba enjuiciarse como una frivolidad temeraria y cínica, sobre todo ante la más que probable inminencia de una catástrofe humana en nuestras latitudes, no puedo evitar enarbolarlo, al mismo tiempo, casi como una consigna, como un escudo de protección, como mi propia arma de destrucción de la masiva e invasiva atmósfera de extenuación sin esperanza a la que parecemos condenados.
A los que, como yo, no han conocido todavía ese trance último de la necesidad, aquel en el que toda huella de lo humano haya de esfumarse definitivamente, ese momento trágico en el que nos precipitemos ya sin remisión a un devenir animal (degradación que justifica como sabemos cualquier proyecto civilizatorio), no se nos debería olvidar, entiendo, que su ausencia misma no es sino la certificación de su dominio. Que ya fuimos desde siempre disciplinados bajo su amenaza y que para muchos, posiblemente la mayoría, la sombra del hambre o de la carencia radical, cuando no su presencia violenta, ha sido tristemente la verdadera horma de nuestras maltrechas voluntades.
De modo que ante el noble gesto de la expropiación a grandes superficies protagonizado por los compañeros del SAT, justificado en sus propias palabras como un gesto simbólico fundamentalmente, no he podido dejar de preguntarme sobre qué puede ser eso mismo simbolizado en la acción del colectivo y que parece restarle carga punible al tiempo que le suma legitimidad.
Si la potencia simbólica del acto procuraba hacer visible un virtual escenario de barbarie generalizada, indeseable desde cualquier punto y cuya emergencia, sin embargo, parece ya incontenible, a modo de anticipación dramática de un infausto porvenir al que deberíamos resistirnos, tanto ética como políticamente, entiendo que se deslizaría con ello una suerte de acuerdo tácito, por muy de mínimos que sea, con el antes señalado régimen de la amenaza invisible, con el que, por tanto y muy a mi pesar, no puedo convenir.
Cuando un desposeído, digamos yo mismo, coge sin mediación alguna lo que necesita, mi lectura simbólica sería más bien la siguiente: Que frente al estado de esclavitud y carencia sistemática para el que hemos sido educados, es deseable, posible y ejecutable, por encima de todos los riesgos, un mundo de bienes disponibles y al alcance de una humanidad que no ha de exponer un ápice de dignidad en la empresa de su propia supervivencia. O dicho de otra manera, que la supervivencia misma, como imperativo, debería siempre estar contenida en el otro lado de la linde que presuntamente separa lo animal de lo humano. Con esto, además, no creo estar tranzando ninguna quimera ideológica, al menos ninguna muy alejada de la que la propia clase burguesa soñara sólo para sí misma.
De modo que en el gesto del carro de alimentos expropiado, en el que debo decir que me reconozco íntegramente, no veo, pues, el símbolo de una desesperación última que amenaza con resquebrajar, si nada lo remedia, nuestro muy debilitado orden civilizatorio, sino, al contrario, el gesto vigoroso y ejemplar, como digo, de una humanidad por fin repuesta del largo sueño dogmático de pan y paz asalariada al que nos condenó la socialdemocracia europea.
Lejos, pues, de ser un acto extremo pero preventivo, indeseable en su raíz pero inevitable, según hemos podido oír de boca de sus propios portavoces, se trata, a mi juicio, de un gesto poco menos que fundante, inaugural, una bocanada de aire limpio en esta atmósfera viciada de pesadumbre y constricción, una puerta recién abierta por la que parece haber entrado, de nuevo, la vieja pero siempre nueva memoria de lo que decimos ser y no somos: hombres y mujeres, libres e iguales.
«Nosotros», si es que por fin este pronombre efectivamente nombra algo, no hemos de pagar para poder seguir sólo viviendo, porque lo nuestro, precisamente, no tiene nada que ver con vivir sin más, al precio que sea. Aquel viejo argumento que el bueno de Sócrates esgrimiera, henchido de soberbia y despreciando el innoble gesto de la defensa, delante de los que iban a ser sus verdugos.
En cierta medida como estamos también «nosotros» ahora, habituados al chantaje y al secuestro sistemático de toda convicción y de toda autonomía delante del tribunal del hambre, ante el cual, acaso hasta el propio Sócrates biopolitizado hubiera tenido que claudicar.
Por eso advierto la necesidad de un desafío integral a las reglas del juego, a esa masoquista compra de nuestra vida al precio de nuestra muerte cotidiana. Pues han sido «ellos» los primeros en romperlas y empezar a jugar al juego mucho más simple de dejarnos morir. Ante su miseria y mezquindad, probemos el orgullo y la nobleza del que va a coger (expropiar, sustraer, robar) todo aquello que necesite para ocuparse de lleno en las obras de su libertad.
El hambre no puede matar hombres, el hambre mata a las víctimas del hombre y de su perversa capacidad de deshumanización. Por eso a «nosotros», a todos aquellos felizmente convocados y reconocidos en la acción de nuestros compañeros del sat, acaso nos compete no dar ahora un solo paso atrás, pues sabemos con creces que esos carros van colmados de una dignidad tal, que no hay ayuno ni recorte venidero que la pueda aniquilar.
El hambre no nos va a matar, seguro, como tampoco nos ha hecho vivir nunca la sombra de su amenaza. Es hora quizás de mirarle de una vez a la cara y gritar ¡basta!
¡Enhorabuena, camaradas!
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