No hace muchos años que en mi aldea, perdida en un cabo de la costa de Galicia, como en las que había alrededor, las puertas de las casas permanecían abiertas -de par en par o un poco entornadas- durante todo el día. Por ellas asomaban vecinos, pescantinas, afiladores, lecheras, los que iban de «puerta en […]
No hace muchos años que en mi aldea, perdida en un cabo de la costa de Galicia, como en las que había alrededor, las puertas de las casas permanecían abiertas -de par en par o un poco entornadas- durante todo el día. Por ellas asomaban vecinos, pescantinas, afiladores, lecheras, los que iban de «puerta en puerta» y todos aquellos con los que establecíamos una relación en la vida cotidiana. Dependiendo de la confianza unos cruzaban el umbral sin preguntar y otros arrimaban la cabeza y reclamaban la atención de los de dentro. Con un simple «Ei!» o uno «Hay alguien?» era suficiente.
El alquitrán aun no inundara las callejuelas, y cada casa evitaba el polvo cementando un trozo de tierra delante de la fachada, que servía también para pasar los ratos de ocio conversando con los vecinos, sentados al sol en los «talleiros», unos bancos de piedra que todas las casas tenían adosados a ambos lados de la puerta, apéndices de la construcción y de las relaciones humanas. A esa especie de era social, a veces vallada formando un «corral», le llamaban «rambla», y llevaba el apellido de los de la casa: la rambla de tía Pepa, la rambla del Armental… De alguna manera la calle formaba parte de la vida de las casas.
No sé cuándo ni por qué, pero con el tiempo todos fuimos cerrando las puertas. Primero las entornamos de más, luego las arrimamos de todo y por fin las cerramos, y con cerradura. Las ramblas y los talleiros fueron desapareciendo al tiempo que el progreso llegó con alcantarillas, aceras y asfalto. Primero nos vendieron higiene, luego orden y por último, miedo. Y así, cada uno a su manera, a causa del miedo todos echamos el cierre, dejamos de hablar entre nosotros, abandonamos la mutua colaboración para avanzar como colectividad, individualizamos nuestra existencia, cultivamos el egoísmo, y de la sociedad que fuimos sólo quedó el nombre, pues dejamos de ver nuestros vecinos como socios de nuestras vidas.
El mencionado cierre vital se extendió no sé cómo por el mundo entero, y del encierro intravecinal pasamos al encierro intraplanetario, a proyectar muros por doquier, sin saber muy bien si valen para encarcelarnos a nosotros mismos o para emparedar a los de fuera, que casi siempre están abajo. Ahora sabemos que la idolatrada caída del muro de Berlín no fue más que el preludio de una construcción mayor, mucho más ambiciosa, la del muro del neoliberalismo y del miedo, que nos hace ver a nuestros vecinos de planeta como enemigos, como bien dice el profesor Boaventura de Sousa Santos.
Me pregunto si esos muros de la vergüenza que los autoproclamados dueños del orden mundial levantaron, levantan y quieren levantar -747 km entre Israel y Palestina; 814 km entre Arabia Saudita e Irak; 1.100 km entre Estados Unidos y México; 2.720 entre Marruecos y el Sáhara; Ceuta y Melilla, etc.- no serán la obra cumbre de los que un día decidieron dominar el mundo sembrando el miedo, de los miserables que nos obligaron a cerrar las puertas.
* Manoel Santos <[email protected]> es biólogo y escritor. Director del portal alternativo en lengua gallega altermundo.org <http://altermundo.org>.