En Lituania, hasta que llegaron los nazis, pasaban cosas como ésta: cuando en algún diario de la capital no recordaban dónde había aparecido algún artículo, llamaban a un joven de veinte años que vivía en un pueblo de 22 familias y 98 habitantes, y él les daba la respuesta. Lo llamaban a la oficina de […]
En Lituania, hasta que llegaron los nazis, pasaban cosas como ésta: cuando en algún diario de la capital no recordaban dónde había aparecido algún artículo, llamaban a un joven de veinte años que vivía en un pueblo de 22 familias y 98 habitantes, y él les daba la respuesta. Lo llamaban a la oficina de correo del pueblo, él dejaba lo que estaba haciendo, atendía el teléfono, les daba la respuesta (la sabía siempre) y volvía a lo suyo. El joven se llamaba Jonas Mekas, había empezado leyendo todos los libros y diarios viejos que había en su granja, y en las granjas vecinas, y en todas las casas del pueblo, y después siguió ampliando su radio de influencia con una táctica infalible: iba al correo de cada pueblo, relojeaba a los que recibían paquetes con libros o revistas y los encaraba ahí mismo para pedirles si le dejarían leer ese material cuando ellos lo hubieran terminado. A los veinte años había leído prácticamente todo lo que se había escrito en lituano. Además había publicado sus primeros poemas y de tanto en tanto bardeaba al pequeño mundo literario lituano atacando su provincianismo. Pero igual lo llamaban de la capital cada vez que necesitaban algo y él sabía siempre la respuesta, y las cosas habrían seguido así, con el joven Mekas bardeando al pequeño mundo literario lituano y escribiendo sus poemas y atendiendo llamados desde la capital en aquella aldea de 98 habitantes, hasta que lo agarraron los nazis y lo mandaron a conocer mundo.
Lo que le pasó entonces a Jonas Mekas les pasó a otros ocho millones de europeos: aquellos que sobrevivieron a los lager y, después de la rendición del Reich, pasaron a boyar por los campos de desplazados porque no tenían adónde volver. Jonas iba con su hermano Adolfas, tuvieron la suerte de que no los separaran. Pero no los quería nadie: de Lituania les decían que no volvieran porque iban a ir a parar a prisión y ningún país mostraba especial interés en recibir a dos lituanos que no servían para nada salvo para devorar libros. Los campos de desplazados se iban vaciando y cerrando, los hermanos Mekas eran trasladados de un campo a otro, cinco años estuvieron viviendo en barracas y haciendo el trabajo que nadie más quería hacer, en la Alemania en ruinas de posguerra, esperando que algún país los recibiera. En los infinitos traslados de esos cinco años, cada vez que se reportaban en un nuevo lugar y les revisaban sus escasos bultos, enfrentaban la misma pregunta: ¿Y sus pertenencias? «No tenemos pertenencias, sólo tenemos libros», contestaban los hermanos. Porque no habían parado de leer en ningún momento de todos esos años, lo que cayera en sus manos («Nos permiten ir a la ciudad», escribe en la primavera de 1945, «curioseamos en las librerías improvisadas en las calles, todo está en venta para poder conseguir comida, por supuesto no tenemos dinero para comprar nada, pero no deja de sorprenderme todo lo que se puede absorber de un libro con sólo tenerlo entre las manos»). Tampoco habían parado de escribir: uno de esos bultos eran un manuscrito de Jonas, un diario que venía llevando desde 1944. En una de esas páginas había escrito: «Un diario es un lazo con uno mismo cuando se pierden todos los lazos, cuando todas las cosas en que uno creía se desquiciaron».
Todas las cosas en las que creía Jonas Mekas se habían desquiciado en esos años. Hacia 1949 daba a Europa por perdida, quería sacársela de encima tanto como Europa quería librarse de los descastados como él, y no tenía mayores esperanzas en los Estados Unidos cuando llegó con su hermano a Nueva York, donde comió mierda otros cinco años más, en infames líneas de montaje de una fábrica, hasta que logró juntar los dólares para comprarse su primera cámara Bollex, con la que se convertiría en el patriarca del cine avant-garde norteamericano. Mekas es hoy un venerable anciano que va a cumplir noventa: en su ciudad sigue viajando en subte y haciendo con dos mangos sus películas caseras; en Europa y Japón lo homenajean como el último mohicano de una pandilla que va de John Cassavetes a Andy Warhol; en Lituania entienden su cine menos aun que en Nueva York, pero lo consideran un poetastro más en el exilio, por los libritos que Mekas paga de su bolsillo y en los cuales reúne cada tanto sus poemas en lituano.
El dice que ha hecho básicamente lo mismo toda su vida: en su pueblo, en los campos y en el Nuevo Mundo; leyendo, escribiendo y filmando. Sólo se trataba de registrar cuanto pasara delante de sus ojos y estar disponible después para atender el llamado de quienes hubieran olvidado, aunque ya no quede vivo ninguno de los colegas que llamaban desde la capital a la oficina de correo de su pueblo. El título de una de sus películas resume su vida y su credo artístico en ocho palabras: «Mientras avanzaba azarosamente vi fugaces destellos de belleza». En aquel diario que escribió durante los cinco años que pasó en los campos y los primeros cinco años en Nueva York (que lleva por título Sin lugar adónde ir y que termina el mismo día en que compró la Bollex y empezó a filmar), Mekas dice: «Intentamos esconderlo de cualquier modo pero siempre aparece, el lirismo». Antes de siquiera imaginar lo que sucedería en su vida cuando aquella Bollex cayera en sus manos, escribió: «El cazador que quiere acertarle al ciervo no le dispara directamente, sino que apunta un poquito más adelante. Lo mismo ocurre con la vida humana: tenemos que apuntar al momento siguiente para retratarla».
Cuando los Mekas ya vivían en Nueva York, un matrimonio de viejos lituanos se presentó en medio de la noche en el infame departamento que ocupaban los hermanos en el Bowery. Eran las tres de la mañana, los viejos venían directo del aeropuerto, habían volado desde Buenos Aires, donde desembocaron después de la guerra. Habían logrado averiguar que un Jonas Mekas vivía en esa dirección, por eso estaban allí: porque se apellidaban Mekas y tenían un hijo llamado Jonas que se había perdido durante la guerra. «Cuando les abrimos se quedaron parados mirándonos, y no- sotros los miramos a ellos, y ellos lloraron, y nosotros lloramos también porque no éramos el hijo que ellos ansiaban encontrar.» La última anotación que había hecho Mekas en su diario antes de que los aliados lo liberaran de los campos de trabajo para internarlo en los campos de desplazados decía: «Había un hombre que se lo pasaba buscando una melodía que había oído hacía mucho tiempo. Hasta que un día la encontró. Era sólo una nota, un tono, que había oído muchas veces: era el sonido de su propio llanto cuando dormía».
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-182493-2011-12-02.html