Se trata de más de un centenar de textos escritos en su mayoría durante el exilio: confluyen allí la política, sus padres, su hermana desaparecida, su niñez y sus amores perdidos: «Me parecían demasiado íntimos, pero me convencieron de que tenía que sacarlos».
Víctor Heredia tiene un problema: no sabe qué nombre ponerle a su próximo disco. Primero pensó en Cenizas de ayer, una entre las diez canciones que ya están, pero no. Después se le ocurrió otro: La fiesta terminó, «¡Peor! -piensa él en voz alta, y lanza una carcajada que impregna de ecos todos los rincones de su casa-. ¿Cómo que la fiesta terminó?, si recién está empezando», sigue, y se autoconvence. El significante no es el que es (ambos hablan de amores perdidos, claro), sino el que sería (como caería) en un país que si a algo huele hoy es exactamente a lo contrario de un fin de fiesta. «Qué problema… ninguno tiene que ver con este contexto político de victoria y felicidad.»
-¿Entonces?
-Tal vez le ponga Patria del alma, el nombre de otro de los temas.
Como fuera o quede, el cantautor de los dos exilios no tuvo el mismo problema para nombrar su quinto libro. Aquellos soldaditos de plomo (Longseller), su primer libro de poesía luego de la saga novelera (Alguien aquí conmigo, Rincón del diablo, Mera vida y el ensayo La canción verdadera), acaba de salir al mercado y sí expresa una intención en sintonía con el contexto. «Acá no hubo pleito… es una canción que la gente conoce mucho y de todas las que entraron acompañando mis poemas, quizá sea la más sencilla, la que cada vez que la canto la gente se emociona, porque habla de la recuperación de una simbología que en nuestra generación era muy importante y que fue degradada por la dictadura, pero que de a poco, con el acompañamiento de las fuerzas armadas en el proceso democrático, se va acomodando», reseña él. Y enfoca, ahora sí, en el presente. En lo que cabe contar hoy. Aquellos soldaditos de plomo consta de un puñado de poemas (108 en total) escritos en su mayoría durante el exilio al que lo empujó la dictadura. «A diferencia de mis novelas, no fue algo demasiado pensado. La verdad es que sentía que nunca los tenía que editar, pero me insistieron y bueno… acá está. Es un rejunte de poemas que yo tenía perdidos por ahí y que algunos amigos que saben de su existencia me dijeron ¿por qué no los editamos?», enmarca.
-¿Razones de la resistencia?
-Me parecían muy íntimos. Yo suelto esas cosas que me parece que hay que soltar, y otras me las guardo… estuve a punto de desistir de semejante tarea cuando releí algunas de ellas: había demasiadas lágrimas como para compartirlas con desconocidos, pero me dijeron que no podían quedar oscuros, sin alas, y desistí.
Lo que Víctor guardó mientras pudo son trazos de su vida sintetizados a tracción de rapsoda. Pasajes duros, «nacidos de sublimes catarsis», según escribe en el prólogo, que lo reubican en sus dos exilios concretos (Madrid y Roma). Y en otros más difusos, del alma: su madre, su padre, su hermana desaparecida, su niñez, sus viajes, sus amores perdidos… un cúmulo de huellas emotivas, al cabo, que terminan logrando (visto como unidad) un tal vez involuntario ensayo autobiográfico. «La condición que puse para editar el libro fue que incluyeran aquellos poemas que fueron pasados a canciones», aclara. Más allá del que da nombre al poemario, Víctor habla de temas incluidos en varios mojones de su más reciente devenir discográfico. De «Mariposa de Bagdad», «Te esperaré», «Lo cierto» o «La guitarra», por nombrar algunos. «Muchos de ellos por ahí no tienen el mérito de un poema, su jerarquía literaria, digamos, porque cuando vas a hacer una canción con poesía, de golpe te podés tomar la licencia de manejar los tiempos verbales, sustantivar de otra manera, buscar la rima para que esa rítmica te ayude con la melodía… en fin, se mezclaron con los otros y salió el paquete. Los juntamos en etapas como para definir el sentido que hizo que los escribiera: infancia, amor, amigos, política, etcétera; la excusa fue que la gente conozca una parte de lo que yo escribo, que no fue musicalizada.»
-¿Por qué muchos de los poemas no fueron transformados en canciones?
-Porque no tenían ninguna posibilidad (risas). Prefería dejarlos tal cual estaban, porque me parecían más expresivos desde el punto de vista emotivo. Además, los que les puse música sufren la necesidad de tener una rítmica, y eso altera totalmente la esencia de lo que quiero decir.
-Es intenso cuando describe a su padre como un tipo duro, incapaz del beso y el abrazo, pero como un guía. La primera guitarra la recibió de él…
-Como la mayoría de los viejos de esa generación… para hablar en la mesa tenías que pedir permiso. Era contador, hacía contabilidad para algunos frigoríficos, se levantaba a las cinco de la mañana y volvía a las nueve de la noche. Era un duro, un tipo del que no ibas a recibir un cariño físico jamás… estaba prohibido. Con una mirada te decía todo: tenías que tener los codos apretados contra el cuerpo para comer, y en donde te equivocabas te levantabas de la mesa y te ibas, y ni pensar en intentar algún tipo de defensa. Pero después era un tipo extraordinario, un compañero para mi aprendizaje. Creo que le debo haber roto tanto las pelotas preguntándole qué querían decir determinadas palabras, porque yo leía cosas que eran demasiado para mi intelecto… leía a Gorki, a Dostoievski, que estaban en su biblioteca y me pasaba todo el tiempo preguntándole el significado de términos que desconocía. Un día se me apareció con un diccionario y me dijo «en lugar de buscar cada palabra, escribí lo que vos creés que es, y después fijate».
-Puntapié inicial ideal para el Heredia escritor. ¿Y para el músico?
-Cuando le dije que quería estudiar piano no había ninguna posibilidad económica de que tuviera uno en casa, entonces él inventó un teclado de madera que era igual a un piano. Le puso las blancas, las negras y obviamente era mudo, pero me servía para practicar lecciones. Es otra cosa que aportó, porque yo cantaba en solfeo hasta que se dio cuenta de que eso era aburridísimo y me trajo la guitarra, el mejor regalo que me pudieron haber hecho en toda la vida.
-¿Le provocó algún tipo de nostalgia desempolvar aquellos escritos, más allá del factor catártico?
-Supongo que alguien, cuando añora, no lo hace sobre una realidad concreta. Uno vuelve con la memoria a aquellos lugares en los que siente que tiene otro tipo de refugio, o alguna deuda (risas). Cuando uno vuelve muy atrás es porque hay alguna deuda, del tipo que fuere. Claro que aparece cierta nostalgia.
-Podría ser Cristina, su hermana desaparecida, «Tu nombre como cruces, como clavos y espadas (…) ese nombre que guardo como el sueño y las alas», un nombre sintomático, hoy.
-Es un hecho casual que se llamen igual, pero si lo uno a la memoria militante de ese ser entrañable que fue mi hermana, o si escucho cuando cantan «Avanti Morocha», se me mezclan los dos rostros… mi hermana era una luchadora tremenda. Ahora inauguran una escuela en Moreno con su nombre.
-¿Era más grande que usted?
-No, más chica, dos años menos. La secuestraron muy jovencita, pero es maravilloso porque ese nombre hoy está ligado a muchas cosas.
«Cristina», como la mayoría de los poemas de Aquellos soldaditos de plomo, fue escrito durante las dos veces que Víctor tuvo que exiliarse. La primera (1978) en Madrid. Y la segunda, dos años después, en Roma. De ahí que muchos de ellos estén signados por sentires de desarraigo y melancolía. «Están escritos en momentos duros, sí. Algunos en el estudio de grabación en el que viví, en el barrio Tribunales de Madrid, porque era lo más barato que había. La verdad es que me tendría que haber ido antes, pero no pude porque mi hermana desapareció en junio del ’76 e iniciamos una búsqueda infructuosa con mis viejos, y en el ínterin me caían amenazas de todo tipo. Aguanté hasta que me llegó una noticia seria de parte de la compañía discográfica. Me dijeron que la cosa se había puesto difícil y que era aconsejable que me fuera. Me fui en un ambiente espeso.»
-Mucha depresión…
-Totalmente. Tuve que dejar a mi vieja sola, porque mi viejo había fallecido, y fue complejo. Una vez en Madrid, Serrat me quiso dar una mano, consiguió que editaran dos discos míos a través del sello que publicaba los suyos en Barcelona, uno de ellos era Paso del Rey, creo, y cuando me dijeron que me quedara para acompañar la salida, me volví.
-Una decisión kamikaze.
-Pero no aguantaba. Yo quería estar acá y averiguar qué pasaba con mi hermana, y mi vieja estaba sola. Entré, no pasó nada, hasta que alguien tomó el dato y empezaron a amenazarme de nuevo: «Andate que te vamos a matar», y esas cosas. Recuerdo que unos amigos de Rosario me habían refugiado en el departamento de un jugador de Central, y estuve como tres meses de exilio interno sin poder salir de ahí. Me traían la comida y cada vez que escuchaba el ascensor pensaba que era para mí.
-Paranoico como Pablo, el personaje que toma Antonio Dal Masetto para hurgar las épocas del Mundial ’78 en Hay unos tipos abajo.
-Tal cual, pero después, extrañamente, conseguí mezclarme en algo que ni siquiera podía catalogar. No era indigno ni nada, era lo que tenía en la mano: trabajaba con algún cómico para buscar el peso. Escondíamos el nombre para poder trabajar y laburaba en los café concerts. Tenía la sensación de que a medida que insistía se iba aflojando, pero en 1980 me cayeron cuatro o cinco amenazas más, muy fuertes, y con noticias de amigos: «Negro, estás al horno con papas». Entonces, otra vez ayudado por la compañía, porque no tenía un peso, me fui. Pasé por Madrid e inmediatamente me fui a Roma.
-Silvio Rodríguez, el prologuista del libro, escribe que a usted lo marcaron «por defender al débil y poner verbo a su esperanza».
-Le escribí y le dije «tengo un libro, ¿te animás a prologarlo?» Silvio lo dudó… no se sentía con capacidad como para hacer un prólogo. Es más, si me pidieran uno a mí no sabría qué escribir (risas), pero le insistí y le salió sensible, sí.
-Volviendo al Heredia musical, ¿para cuándo Patria del alma?
-(Risas.) No sé aún, tal vez para el año que viene, pero hay ciertos inconvenientes. Como lo voy a grabar en mi sello, me implica una erogación de dinero difícil de recuperar. El mercado, ya lo sabemos, está tronado.
-Obliga a un reacomodamiento, después de haber construido una discografía bajo parámetros totalmente diferentes.
-Te bajan 1500 canciones en diez segundos… yo hago un disco, y a los dos segundos lo tiene todo el mundo por Internet. Es muy difícil moverse económicamente en este contexto.
-¿Pensó alternativas?
-Hemos pensado algunas… una podría ser adjuntarlo a la entrada del teatro, por lo menos para recuperar la inversión económica, porque estamos perdiendo por todos lados. Antes uno grababa un disco y las compañías incluso te daban un adelanto a cuenta de las ventas, hoy te piden plata y quieren asociarse con vos en los conciertos para solventar los discos.
-De ahí que muchos músicos prefieran invertir más tiempo en shows que en discos. Buena parte de las visitas extranjeras tienen que ver con eso.
-Está bueno que vengan todos, nutre, pero lo insólito es que nosotros no tengamos un paraguas de protección en ese sentido. México lo tiene y, aunque no modifique mucho la situación, al menos se les paga un sueldo reparador a los músicos nacionales. También deberíamos tener más pantalla, o la posibilidad de que las nuevas generaciones por lo menos se enteren de que hay miles de músicos que no aparecen pero existen.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/17-23608-2011-11-24.html