Si él ve lo que veo yo en la foto, no la debe estar pasando bien. Pasó por tantas, es cierto, pero como esta nunca. Adelante, en primera línea y junto a las vallas, decenas de reporteros apiñados confirman que se trata de un personaje público de alta relevancia periodística. Algunos metros detrás, un par […]
Si él ve lo que veo yo en la foto, no la debe estar pasando bien. Pasó por tantas, es cierto, pero como esta nunca. Adelante, en primera línea y junto a las vallas, decenas de reporteros apiñados confirman que se trata de un personaje público de alta relevancia periodística. Algunos metros detrás, un par de aviones en plataforma y entre ellos uno muy pequeño del que se acaba de bajar después de 12 horas sin siquiera estirar las piernas. Llegó a México volando sobre aguas internacionales porque los presidentes de Ecuador y Perú le negaron el espacio aéreo y la carga de combustible. Su primera noche tras el golpe durmió en el piso con unas mantas y la segunda, en este avión en el que ni siquiera entran las maletas. Sigo con la foto. Desde su perspectiva, detrás del atril y muy a la distancia, debe estar viendo un paisaje que no es el suyo.
Una vez lo tuve cerca y le miré los zapatos. Estaban con el polvo del que camina. Es humano, dije. Zapatos como los que le veo puestos ahora en la foto, asomando bajo el pantalón negro y una chomba que hasta descolorida parece. O seré yo, que por estos días me cuesta ver los colores. Otra vez le estreché la mano y lo sentí campesino, indio, como él mismo lo recordó cada uno de los casi 5.000 días que gobernó. Un día lo escuché contar que pasó su niñez y su infancia comiendo maíz. Tortilla de maíz, guisos en base a maíz, tortas de maíz, caramelos de maíz y así.
Ya sé que el análisis debe ser frío antes que visceral; que corresponde desmenuzar los factores políticos, sociales, económicos, internos y externos, para entender el contexto del golpe de Estado en Bolivia. Ya sé que un cronista no debe escribir con las vísceras ni desde las entrañas («aunque sucede de vez en cuando», me dijo un día un gran periodista). Pero miro esta foto y mientras escribo, recuerdo. No sé si alguna vez tomó vacaciones. Sí sé que desde las cinco y pico de la mañana desfilaban sus ministros por el Palacio de Gobierno que ahora ocupa un fascista al que nadie eligió.
Si él ve lo que veo yo en la foto, al lado lo tiene al «hermano Álvaro», que lo mira con orgullo y con las manos en los bolsillos. El intelectual al que los fascistas le quemaron la biblioteca; el académico que llevó consigo a México un pedazo de tierra boliviana que prometió devolver más pronto que tarde. Álvaro, su compañero inseparable que un día, antes de asumir el Gobierno, le aconsejó que se cuidara, porque a mí -le dijo García Linera- «me reemplaza cualquiera pero a ti no te reemplazará nadie».
Ya como presidente, empezó a hablar de la dignidad de las personas. Sí, de la dignidad de los indios y los campesinos. Esos que, de a miles, vi desfilar por la ladera de los cerros para ir a votar a uno de los suyos. La primera vez que lo entrevisté, junto a otros periodistas, me llamó la atención cómo sudaba y su voz temblaba por los nervios de enfrentar un grabador y una cámara de TV. Es humano, dije. Luego se le fue pasando, a tal punto que le habló de igual a igual a los principales líderes del mundo, pero siempre con humildad. Convivió con los opositores que quisieron matarlo más de una vez pero que nunca dejaron de hacer negocios con sus políticas económicas basadas en una fuerte presencia del Estado. Raro dictador que no persiguió a quienes quisieron derrocarlo. Acordó con la OEA que, en definitiva, efectuaría el primer disparo para ponerle fin a su Gobierno. Nunca le declaró la guerra a nadie pero cierto día expulsó al embajador de Estados Unidos porque Washington lo acusaba de cultivar la droga que ellos consumen en el norte.
Vuelvo. En primer plano, pero casi fuera de la foto, asoma un brazo del canciller de México, el mismo que un rato antes recibió a Evo con varios abrazos, le palmeó la espalda y le tocó la cara como hubiésemos querido hacer muchos de nosotros. Ahí están los dos, en una tierra históricamente generosa que no es la suya, 12 horas después de haber dejado su país, llorando y siendo llorados. Endiosar a los líderes daña los procesos colectivos, pero se me ocurre que para los tiempos que corren, Evo y Álvaro son imprescindibles.
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