El día de ayer, 22 de abril, se cumplieron 135 años del natalicio del insigne hijo de Simbirsk, en la rivera del Volga. Todo un océano de acontecimientos se han producido desde entonces. Entre otros muchos, el ascenso y desplome del poder soviético cuya impronta marcó de manera indeleble al siglo XX, llamado por algunos, […]
El día de ayer, 22 de abril, se cumplieron 135 años del natalicio del insigne hijo de Simbirsk, en la rivera del Volga. Todo un océano de acontecimientos se han producido desde entonces. Entre otros muchos, el ascenso y desplome del poder soviético cuya impronta marcó de manera indeleble al siglo XX, llamado por algunos, no sin razón, siglo de las revoluciones sociales.
No cabe la menor duda de que el dirigente bolchevique abriría desmesuradamente sus ojos si pudiera contemplar el paisaje político, social y ecológico de este mundo nuestro de inicios del siglo XXI. Efectivamente, el revolucionario ruso se sorprendería de lo nuevo que hay sobre la superficie terrestre, sus avances tecnológicos, el potencial de las armas desarrolladas por los países imperialistas, la perfección técnica y el radio de influencia alcanzado por los medios de comunicación incluídos el teléfono celular, la televisión y el internet, el desolador recuento de daños ecológicos, las enfermedades que ponen en riesgo la salud y vida de los habitantes del planeta, los modernos medios de transporte que prácticamente proveen -aunque sea para una minoría- el don de la oblicuidad, los matices que adquieren las modernas guerras coloniales.
Pero con toda seguridad se puede afirmar que si el jefe de la revolución que puso en jaque a los imperialismos de toda cepa pudiera despertar de su letargo embalsamado se preguntaría con toda razón sobre los intrincados vericuetos que han puesto a su querida humanidad en el camino del colapso. Quedaría atónito al enterarse de cómo el socialismo tomó matices tan contrarios al proyecto original de Octubre de 1917 y seguramente se volvería a morir de saber que la corriente liquidadora en el seno del PCUS tomó las riendas del poder estatal soviético, entregando en bandeja de plata la patria socialista a los cuervos rapaces del occidente capitalista. Ni que decir de su eventual reacción ante la más reciente ofensiva neo-colonial de la administración imperial contra los pueblos del mundo.
Sin embargo, a pesar de su aparente silencio, el viejo jefe bolchevique, bastante aburrido de tan largas vacaciones obligatorias, nos llama desde su mausoleo de la plaza roja de Moscú a no perder la esperanza, nos llama a no ceder al chantaje, nos llama a luchar, a resistir, apela a la unidad más amplia y a la valentía de los pueblos porque como todos sabemos, aún es tiempo de enderezar el barco, aún es tiempo de un mundo verdaderamente racional. Solo hace falta aguzar el oído para escuchar su grito sonoro.
Los amos y señores del mundo querrían que la memoria de la humanidad extirpara para siempre el pensamiento y la vida del dirigente soviético. No es casual que recientemente se rodara una película con el sugerente título «Good bye Lenin», cuya secuencia final, entre otras muchas triquiñuelas ideológicas, hace aparecer una estatua del jefe marxista cortado por las piernas y volando por los aires hacia un destino preferentemente sin retorno.
Muy al contrario y por encima de las dolorosas desilusiones de final del siglo pasado y de las astronómicas campañas difamatorias, los pueblos del mundo reservan un lugar especial en sus corazones al implacable comunista. Baste recordar las intensas y multitudinarias manifestaciones del pueblo ruso para impedir que el cuerpo de Vladimir Ilich Ulianov fuese puesto definitivamente bajo tierra por iniciativa de los modernos gobernantes rusos. El campamento popular que en el Chile de 1971 adoptara orgullosamente su nombre y la escuelita que en la isla de Cuba hace lo propio.
Algunos dirán que se trata de reminiscencias anquilosadas del pasado, otros que se trata de una terapia intensiva a los maltrechos metarrelatos. Francamente habría que preguntarles si, como en otros muchos casos, no se aplica un doble rasero al discurso histórico, de parte de quienes piensan que recordar a Lenin es una nostalgia totalitaria (sic) y en cambio abundan sobre las atinadas razones que tuvo el cardenal Ratzinger para acudir a la dinastía de los Benedictos en la elección de su nuevo nombre.
Nosotros, los de siempre, en este 135 aniversario de su nacimiento decimos a Lenin «Hasta siempre compañero».