Nota de edición de Salvador López Arnal y Jordi Mir
El siguiente texto apareció en la revista mientras tanto, nº 47, de noviembre-diciembre de 1991, pp. 3-4. Ha sido incorporado recientemente a Francisco Fernández Buey, 1917. Variaciones sobre la revolución de Octubre, su historia y sus consecuencias, Vilassar de Dalt (Barcelona), El Viejo Topo, 2017, pp.167-168.
El escrito está fechado, en buena y consistente lógica, el 7 de noviembre de 1991. La Unión Soviética había dejado de existir tras los sucesos de agosto de ese mismo año. El capitalismo se imponía en Rusia y en las naciones hasta entonces amigas. Eran numerosas las voces que consideran muerta no sólo la URSS sino el legado de la revolución de Octubre y la propia cosmovisión comunista. La revisión (total) se imponía. Había que tener coraje, mucho coraje político e intelectual, mucha mirada histórica (desde abajo) y convicciones sólidas para seguir defendiendo lo que merecía ser defendido. Críticamente, no ciegamente.
Un año antes, en 1990, Fernández Buey explicaba lo esencial de aquellos días de octubre-noviembre de 1917 que estremecieron al mundo en los términos siguientes. En estos términos:
Aquella innatural creación de campesinos y soldados desesperados, teorizada y dirigida por marxistas y populistas revolucionarios, que habían entendido a Marx mucho mejor que todos los profesores y académicos de la Europa occidental juntos, no pudo superar sus defectos de partida. Empezó a morir de falta de democracia, como previera Rosa Luxemburg; continuó muriendo de burocratismo, como pronosticó Trotski; acabó consumida por el exceso estatalista, como sospecharon los otros. Mientras tanto, la socialdemocracia había entrado ya en crisis mucho antes.
Era una muerte anunciada, otra más, señalaba FFB. Pero, como solía ocurrir, el paciente había muerto de lo que no se esperaba y cuando no se esperaba. Convenía hacer memoria de lo dicho y sucedido.
Repasemos, por favor, lo que decíamos unos y otros, marxistas críticos, hace un par de años. O, si se prefiere, lo que decían gentes que hoy [1991] están en el poder en la Europa del Este, gentes como Dubcek o Havel, o como el propio Gorbachov. Unos y otros poníamos el acento en la revolución política, en la democratización que sienta las bases del auténtico socialismo, en la participación de las masas que barre a los burócratas. Y, sin embargo, ha sido en lo esencial una revolución pasiva en casi todas partes. Y, además, una «revolución» que por el momento no quiere ni oír pronunciar el nombre de socialismo (en Checoslovaquia, en Polonia, en Hungría, en la RDA; pronto en la URSS).
Transformismo, otro concepto gramsciano muy usado por él, de políticos e intelectuales y destacado «culto al mercado supuestamente libre» se imponían sobre los ideales democráticos, libertarios y socialistas».
De manera que, concluía el autor, «la satisfacción por el relativo acierto en el pronóstico queda velada, ensombrecida», por la sospecha en unos casos y por la comprobación positiva en otros, «de que la nueva fase histórica que empieza en 1990 va a hacer difícil a los hombres que sigan luchando por la emancipación conservar el nombre de comunistas».
El fantasma volvía a recorrer el mundo. El fantasma recorre el mundo de nuevo.
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Sin ninguna duda, éste va a ser el peor año del siglo para recordar la revolución rusa de octubre de 1917. Los hombres tienen una inveterada tendencia a reinterpretar una y otra vez los acontecimientos del pasado en función de lo que manda en el presente. También en esta ocasión ha ocurrido eso: los lodos que anegaron la URSS durante el verano de 1991 se ven ahora por muchos como una consecuencia directa de aquella polvoreda. La soberbia socialdemócrata del ya lo decíamos nosotros compite estos días con la jeremiada de los que pretenden borrar las propias huellas y con el oportunismo de aquellos otros que dejan caer vergonzosamente el nombre de comunistas. Por primera vez desde 1917 empieza a hablarse con simpatía de los Romanov incluso en ambientes que se llaman liberales. Es la prolongación natural de las conmemoraciones innaturales de la revolución francesa, en las que Mitterrand embelleció a los monarcas de 1789 para romper definitivamente con los jacobinos e ir preparando la Santa Alianza de este final de siglo.
Fue Alexis de Tocqueville, el gran teórico de la democracia moderna, quien escribió:
Cuando se las mira de frente, las revoluciones deslumbran y sólo vemos sombras. Para llegar a ver sus luces hay que mirar más allá: hay que saber qué había antes de que la revolución llegara.
La advertencia se refería, obviamente, a la revolución francesa; pero vale igual hoy en día para la valoración rusa de 1917.
Las luces de aquellos días que conmovieron al mundo siguen resaltando sobre las sombras del terror y de la guerra civil cuando miramos con detenimiento el estado en que volvían de la primera guerra mundial cientos de miles de campesinos hambrientos, ávidos no sólo de pan sino también de una esperanza, de una palabra nueva. Para muchos esa palabra nueva fue: soviet. Esto explica que muchas cosas de las que pasaron el 7 de noviembre de 1917. Olvidar que detrás de aquella revolución estuvieron la guerra y el hambre generados por el zarismo, quedarse en la discusión sobre las formas de entonces o pretender que aquel mundo hubiera cambiado aplicando técnicas democráticas de intervención política que ahora empezamos a conocer, es una presuntuosidad monstruosa, mero verbalismo de gentes hartas que no han tenido que sufrir en propia carne la violencia del absolutismo, la humillación del pobre campesino sin tierra, las durísimas condiciones de trabajo del proletariado industrial.
De aquellas sombras brotaron estas luces, las luces de la revolución de octubre. Pero de esas otras luces brotaron otras sombras. Algunas de ellas en seguida fueron visibles: los soviets de verdad estaban liquidados en 1923. Otras, sospechosamente inocuas, como si fueran chinescas: ya el viejo Lenin advertía a los suyos de la brutalidad de Stalin; y acertó al menos en dos puntos que habrían de resultar sustanciales: la insensibilidad de los problemas nacionales en el más complejo de los estados multinacionales del mundo de 1924.
A pesar de todo, Lenin no alcanzó a ver la peor de las sombras: el asesinato de la mayoría de los compañeros revolucionarios de 1917. Para hacerse una idea de lo que debió ser aquella alargada sombra vale con un recuerdo: Svetlana Stalin tardó años en enterarse (a través de un periódico extranjero) de que su madre, la primera mujer de Stalin, se suicidó a consecuencia de que su marido la trataba como «un bruto animal»; durante todo ese tiempo creyó que su madre había muerto de un ataque de apendicitis, versión oficial (y familiar) del asunto. Otro ejemplo de que es, efectivamente, posible ignorarlo todo. Y no sólo en política. En lo más íntimo.
1991, cuando aquella experiencia histórica que se abrió en 1917 toca a su fin, es un buen momento para recordar la gran fecha reflexionando sobre las luces y las sombras de uno de los grandes acontecimientos del siglo. Renovar la tradición comunista, volver a cargarse de razones en esta ya milenaria lucha contra la desigualdad social, de la que la revolución de 1917 fue un hito inolvidable, así lo exige.
Porque el arrepentimiento sigue siendo, en estos tiempos, un doble error; pero el borrar las huellas del terror estalinista en nada ayuda a los jóvenes que, en las desigualdades del mundo de hoy, quieran recoger, como otros lo hicieron hace 74 años, al viejo testigo.