El caso es que me había puesto a escribir un artículo sobre la democracia realmente inexistente, la supuesta representatividad como mecanismo seductor sustitutivo y el secuestro de la voluntad popular para un sector significativo de la ciudadanía vasca merced a manifiestas perversidades (ajenas) y determinados errores (propios), cuando escucho en la radio que en el […]
El caso es que me había puesto a escribir un artículo sobre la democracia realmente inexistente, la supuesta representatividad como mecanismo seductor sustitutivo y el secuestro de la voluntad popular para un sector significativo de la ciudadanía vasca merced a manifiestas perversidades (ajenas) y determinados errores (propios), cuando escucho en la radio que en el noreste de Africa, en la isla canaria de Lanzarote, dieciocho niños y niñas junto a otras siete personas adultas se han ahogado al volcar su patera a veinte metros de la costa. Son cosas que me pasan, no lo sé, quizá cuestión de seguir un tratamiento intensivo contra determinadas patologías indefinibles pero ocurre que una vez más dí un golpe brusco y seco sobre la mesa, cerré los puños y el ordenador y volví a llorar como un pobre y desamparado hombre de estos tiempos. Veinticinco emigrantes magrebíes han dejado sus cuerpos en el mar mientras sus sueños siguen viajando hacia la playa. No hay nombres ni apellidos. Ni siquiera existen más allá de una breve y fría noticia que los sumerge en las gélidas y prolongadas aguas del anonimato perpetuo. Sé que no es así. Que se llaman, es un decir y una necesidad, Khalil (buen amigo), Zuhayr (luminoso), Human (generoso), Badr (luna llena), Essâm (resguardo), Fâris (jinete), Fu`ad (corazón), Halim (paciente), Hussein (pequeña belleza), Kadin (confidente), Sâleh (ìntegro), Tayyeb (bueno), Wâhed (único), Shakir (agradecido), Atef (simpático), Ubayd (fiel), Bâsim (sonriente), Sirâj (lámpara), Anuk (dulce), Mâkin (fuerte), Uthmân (compañero del profeta), Zoraida (responsable), Talâl (agradable), Bishr (alegría) y Yamila (bella). Y sé también que siguen su viaje porque no venían del mar sino de la pobreza de las cuencas de Orán y Guleimín, de los aromas y olores propios de Tánger y El Aaiún, de los abrazos de despedida de su madre y sus hermanas en el valle del Sebou y en Tinduf, de las puestas de sol en Tata o en Zagora y del adiós al amor que les espera en Assa o en Tarfaya.
Escucho también que los cuerpos estaban casi todos juntos, como buscándose entre sí. Que los treinta y dos argonautas africanos en busca del vellocino de oro pero menos, habían recorrido ciento cuarenta kilómetros en cuarenta horas y que los radares del llamado Servicio Integral de Vigilancia Exterior no detectaron su presencia. Mecanismos de control y protección. Pero no para ellos sino para los habitantes de un Norte amurallado, siempre alerta ante las eternas invasiones bárbaras. Esta vez no han hecho falta los cupos de detención de «sin papeles», los racismos reales, los late show de tele 5, los cursos acelerados de educación para la convivencia o las homilías redentoras de la Conferencia Episcopal. Veinticinco cadáveres con nombres, vivencias, sueños y geografías, nosotros lo sabemos, descansan ahora en un depósito lejos de carnavales y cuaresmas. Nunca conocerán los parabienes de Occidente, sus listas del paro, sus habitaciones-patera o sus comisarías 24 horas. Ya no serán futbolistas, ni abrirán locutorios o comercios sin carne de cerdo con yuca y frutos secos. Ni siquiera podrán conocer las calles de una Europa irreal tantas veces evocadas en las tardes de cuadrilla y ramadán. Se acabaron los rezos, los bailes, los besos, las sonrisas y los mitos. Se ahogaron para siempre los juegos en la kasbah, las ilusiones de otro mundo imaginado y las remesas familiares que nunca fueron. Veinticinco espejos rotos después de pagar a precio de crucero un viaje a la nada sin retorno. No hay duelo, ni campanadas a medianoche. La noticia no es portada, el scoop del espectáculo tiene siempre prioridades esponsorizadas. Veinticinco cadáveres, dieciocho niños y niñas solistas, interpretan en este minuto otro adagio en tempo triste, tercer movimiento de la eterna sinfonía de la miseria. Algún día, creedme, habrá que hacer pagar a quien corresponda todas las normas criminales y discriminatorias (aprobadas «democráticamente») que en el mundo han sido. Mientras tanto, dejadme que os baje la lámpara un poquito más. Suerte y galopad.
Joseba Macías es Sociólogo y Periodista. Profesor de la EHU-UPV.