Junto al notorio incremento de las ganancias que reportan farmacias, laboratorios privados y recetadores en línea, se suman los negocios de funerarias y cementerios privados. Y aunque nuestros amigos y familiares estén espiritualmente en el más allá, la deuda de un ataúd, bóveda o fosa está materialmente acá.
La pandemia no sólo ha traído catástrofes personales, familiares y sociales. Miles de ciudadanos están padeciendo en carne propia los síntomas del coronavirus. Esto implica un estrés psicológico que se mezcla con (in)explicables decisiones personales acompañado de costosos tratamientos médicos y farmacéuticos. En efecto, no es ningún enigma saber que muchísimas personas prefieren quedarse en casa en calidad de “sanas” y también de “enfermas”, pues existe la sensación de únicamente ir a un hospital en casos extremos. Una paradoja que representa a la institución más importante para salvar vidas como una antesala al más allá.
Pero tampoco existe un tratamiento científico comprobado a nivel mundial contra el coronavirus. Tomar antibióticos o antiparasitarios “contra” el coronavirus es contemplado desde otros hemisferios como un acto de extrema irresponsabilidad médica que, sin embargo, radica también en la libre determinación individual para hacer de nuestro propio cuerpo lo que nos venga en gana. (Auto)medicarse –o envenenarse– se puede explicar desde la desesperanza. Un angustiante sentimiento humano que se agudiza con el incremento del desempleo y la pobreza, porque padecer coronavirus requiere fundamentalmente de dinero. Desde una simple infusión hasta las pastillas tienen un costo en la escuálida economía familiar, sin contar con los reiterados exámenes de laboratorio, así como radiografías o tomografías que, extrañamente, se practican y concentran en las mismas y pocas manos o negocios.
Junto al notorio incremento de las ganancias que reportan farmacias, laboratorios privados y recetadores en línea, se suman los negocios dedicados a la otra cara de la moneda: las funerarias y cementerios privados. Y aunque nuestros amigos y familiares estén espiritualmente en el más allá, la deuda de un ataúd, bóveda o fosa está materialmente acá. Una pesada carga económica que está siendo “naturalizada” sin ejercer la menor crítica jurídica, fiscal y económica. Si bien estos negocios se consideran como legítimos, el “inexplicable” incremento de sus ganancias se debe sin duda a la catástrofe social del coronavirus. Esta funesta plusvalía debe ser fiscalizada, dado que la ingente demanda de clientes no responde a los tiempos de normalidad. El principio ético y jurídico fundamental es el siguiente: “nadie debe beneficiarse de la anormalidad”.
Estamos a puertas de recordar, celebrar y llorar el “día de los difuntos”, que hoy más que nunca son mucho más. Dondequiera que estén reclaman paz para quienes sentimos su duelo, el mismo que ha sido convertido –mercantilizado– en deuda. Sin embargo, no es un tiempo para enriquecerse del llanto de nadie. Aquí no sólo hay un llamado para condonar cualquier deuda, sino principalmente la exigencia pública para que cualquier Estado de Derecho ejerza una mínima función social de la tierra. Comencemos entonces por expropiar los cementerios.