Buena película, «Titanic», de Cameron, no es solo una historia de amor. Es la historia del fin de una época. Era un mundo el que se sumergía junto con el enorme buque, lo dice uno de los personajes cuando el hundimiento es un hecho: «El mundo que conocimos ya no existe«. Que hoy, transcurridos más de cien años, se vuelva sobre ese acontecimiento para vincularlo con nuestro presente tiene su razón de ser.
El mundo desaparecido junto con el Titanic era un mundo confiado en que el desarrollo de la tecnología al servicio de un sistema económico, el capitalismo, permitiría arribar a un puerto donde la seguridad y la bonanza serían patrimonio de todos o en el que, por lo menos, todos podrían aspirar a ellas. En el mismo barco, aunque distanciados, la riqueza satisfecha de sí misma y los que muy poco o nada tienen, pero conservan la esperanza de una vida mejor. La nave no era tan segura como se pretendía («Ni Dios podría hundirlo») y el factor humano contribuye al trágico desenlace (el Capitán, tentado por la imagen de un glorioso retiro, le imprime la máxima velocidad, desoye advertencias…).
Entonces, lo acontecido con el Titanic tiene las características de una auténtica herida narcisista, un golpe infligido al ego del hombre que poseedor de una tecnología que lo haría sentirse todopoderoso, de pronto advierte que su poder tiene límites.
Son tres las grandes heridas narcisistas: el descubrimiento de que la Tierra, el hogar del hombre, no es el centro del universo (Copérnico), el de que la humana es solo una especie entre otras (Darwin) y el de que el hombre no tiene el dominio de su psiquis (Freud). Con humor, este último es citado por la protagonista, Rose, durante una comida. La cita de Freud, así como la de Picasso, permiten situar la historia en un momento de radical cuestionamiento a los cánones científicos y artísticos. Otro tanto con los que regulan la vida en determinado grupo social, que por debajo de su hipocresía muestra claros signos de descomposición. Un mundo que se acerca a su fin, como lo demuestra el estallido, un par de años después, de la llamada Primera Guerra Mundial, que hizo saltar todo por los aires.
El enorme buque, su descomunal tamaño y el lujo que se desplegaba a bordo, ¿qué significaban?, ¿de dónde el impulso que llevó a su fabricación?, ¿por qué la tragedia?, ¿cuál es el motivo por el cual volvemos sobre ella?. Es como si algo permaneciera oculto, como si una lección esperase aún ser develada… Repasamos a Rodolfo Kusch en «América profunda»: «La distancia que media entre una piedra pulimentada y una máquina a vapor es técnicamente inmensa, pero vitalmente muy pequeña«.
A manera de prótesis que vino a reparar la imposibilidad de obtener la seguridad de la subsistencia que la naturaleza no otorga, el hombre recurrió al utensilio. De modo que el miedo subyace en ese objeto más o menos tosco, el miedo a perder la cosecha, el miedo al hambre y a la muerte. Y Kusch también: «No importa el tamaño del utensilio. Cuando ya se convierte en objeto y cuanto más grande y complicado sea, tanto mayor será la dimensión de ese miedo«. Cuando el prometido de Rose dice que «ni Dios podría hundirlo» ¿qué otra cosa está haciendo, sino conjurar el miedo?.
El miedo, ese lado oscuro que nos acompaña como la sombra: el miedo a morir, el miedo a perder la fortuna. El miedo, y no otra cosa, está en la base de nuestra civilización protética que ha destrozado la posibilidad del buen vivir y convivir entre nosotros y con la naturaleza. Porque el empleo del utensilio supuso la agresión al mundo con el propio miedo, porque la naturaleza ha sido reemplazada por el «patio de los objetos» en que se ha convertido la ciudad (Kusch), porque los sucedáneos de las verdades de la simple vida: técnica (imperdible, la lectura de «La inteligencia artificial o el desafío del siglo», Éric Sadin), cultura, economía, también ellas objetos, pero ideales, del «patio de los objetos», no son suficientes para aplacar el miedo.
Por el contrario, ¿quién no lo experimenta hoy, pero incrementado? El cambio climático acelerado por la actividad humana provoca sequías e inundaciones de magnitud pocas veces vista que castigan grandes regiones del planeta; las economías en crisis, las guerras y los genocidios tornan precarias (por no decir superfluas) o suprimen las vidas de muchos miles de seres humanos; multitudes de migrantes, ejércitos de desempleados, son también parte de una realidad imposible de ocultar: que el hombre, en su afán de poblar «el patio de los objetos» para ocultar su miedo, para «mentir sobre la plenitud y el poderío humanos», arrasó con bienes comunes que alberga la naturaleza privando de ellos a millones y contaminando la tierra, el agua y el aire.
La actual crisis ecológica, económica, social y política tiene como responsable la acción predadora del hombre que ha enterrado, bajo el revoltijo del patio de los objetos, la posibilidad de preguntarse por el sentido de su existencia. Peor aún: se ha transformado en una seria amenaza para la propia supervivencia, la de la especie humana.
Hace un par de años, la ONU advirtió: «Más de un millón de especies animales y vegetales, están amenazadas por la extinción»; uno de los investigadores que expuso las causas -la pérdida de hábitats, el cambio climático, las especies invasoras o su sobreexplotación-, James Lovelock, afirmó no obstante que la vida en la Tierra no está en entredicho porque ella ha sobrevivido crisis climáticas peores: lo que está en peligro es la civilización humana, porque la Tierra la percibe como una amenaza.
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