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Los riesgos de la democracia

Fuentes: Espacio Público

A comienzos del presente siglo el eminente sociólogo Anthony Giddens en su libro Un mundo desbocado expresaba la paradoja de que mientras en el mundo la marea a favor de la democracia era incontenible, en la mayor parte de los países democráticos los niveles de confianza en los políticos habían caído en los últimos años. […]

A comienzos del presente siglo el eminente sociólogo Anthony Giddens en su libro Un mundo desbocado expresaba la paradoja de que mientras en el mundo la marea a favor de la democracia era incontenible, en la mayor parte de los países democráticos los niveles de confianza en los políticos habían caído en los últimos años. Señalaba cómo especialmente las generaciones más jóvenes estaban perdiendo interés en la política parlamentaria. Rechazaban el monopolio de la información, se incrementaba su sensibilidad ante la corrupción, percibían que la política parlamentaria se alejaba de los cambios que demandaba la gente y desconfiaban cada vez más de los políticos que se mostraban incapaces de controlar las fuerzas económicas que mueven el mundo. Giddens concluía que para mantener activos la democracia y los gobiernos lo que se necesitaba era una profundización de la democracia, una democratización de la democracia.

Los movimientos populares que tuvieron lugar en esa década parecían confirmar este pronóstico, pero tras la crisis económica y sus secuelas, entre ellas las políticas de austeridad, han aumentado los problemas para la democracia tanto en el ámbito de la política como de la economía.

La pérdida de confianza en las élites económicas y políticas se ha incrementado. Se está produciendo una identificación del establishment con los organismos multinacionales, empresas transnacionales y flujos financieros, incapaces hasta el momento de embridar la economía y responder a las necesidades sociales más urgentes. Este panorama se interpreta no pocas veces como una amenaza para la autonomía del Estado-nación. Pero el rechazo al establishment y la reclamación de mayor soberanía para las naciones no va necesariamente unido a demandas de democracia política y económica. De hecho, en algunas naciones europeas, la reclamación de una mayor soberanía va acompañada por el aumento de actitudes antipluralistas y xenófobas y, al mismo tiempo, tolerantes con gobiernos cada vez más autoritarios y con políticas neoliberales.

En otras versiones, se produce un repliegue nacional político y económico al tiempo que se socavan algunos pilares de la democracia liberal. Es el caso del Reino Unido. A raíz de los desacuerdos en torno al Brexit ha ido surgiendo una idea de democracia que había estado ausente de la tradición política británica: se rebaja el papel del Parlamento e incluso se extiende en algunos sectores la hostilidad hacia el mismo. El recurso a referéndums no tiene por qué ser sinónimo de una profundización de la democracia, más aún cuando estos van acompañados de escandalosas operaciones de desinformación y de un rechazo del parlamentarismo.

Fuera del escenario europeo se vislumbran tendencias hacia la derechización política pero se producen también rebeliones contra políticas económicas injustas. Quizá hayamos entrado en un nuevo ciclo de movilizaciones como las que se produjeron a finales de la primera década de este siglo. Es el caso de los últimos acontecimientos de Chile. Sin embargo, algunos atinados analistas ponen de relieve cómo junto al movimiento de protesta, a raíz de una situación de flagrante injusticia social, se observa una crisis de legitimidad de las instituciones. Probablemente el gobierno chileno dé respuestas económicas inmediatas para apaciguar el conflicto pero, sostienen estos observadores, uno de los problemas de fondo en este escenario, es la ausencia de mediaciones, de voces legitimadas ante la sociedad, porque cada vez se cree menos en las promesas de los políticos. Podemos estar ante un caso de democracia sin representación política. Las rebeliones per se no garantizan avances democráticos, en general abren puertas a muchas alternativas.

El panorama inquieta sin duda a las élites políticas y económicas y a la población en general. La complacencia de la coexistencia constructiva entre capitalismo y democracia que se prolongó durante décadas y se reforzó con el hundimiento de la Unión Soviética, se ha quebrado. Hoy se plantea la necesidad de reformar el capitalismo. Unos lo llaman capitalismo progresista, otros socialismo participativo, y unos terceros, democracia económica. Se sabe lo que no funciona pero no está tan claro lo que se demanda. La urgencia no proviene sólo de dar solución a los problemas de desigualdad, pobreza y crisis medio ambiental que está generando el sistema actual, sino también de resolver el problema de la recuperación de la confianza en las instituciones democráticas. Ante esta situación de incertidumbre se vislumbran algunos riesgos. Voy a limitarme a citar tres de ellos:

1 ) Que la voluntad democrática no vaya acompañada de un fortalecimiento de las Instituciones en las que se encarna. Una de ellas es el Estado de derecho, que recoge la existencia de principios y garantías, que tienen como principal referencia unos derechos fundamentales, que actúan a la vez como límite del poder y como restricción de la voluntad de la mayoría. Mantener la coexistencia entre la voluntad democrática y el Estado de derecho reviste la mayor importancia. Algo parecido sucede con el Parlamento. Es difícil concebir hoy un régimen democrático sin una institución parlamentaria creíble y representativa. Como ejercicio de arqueología política cabe recordar que uno de los factores que pusieron punto final a la República de Weimar fue la quiebra del parlamentarismo. El movimiento nazi no tomó como blanco la crítica a la Constitución -ésta sobrevivió a la toma de poder de Hitler- sino que centró sus críticas en la «inutilidad de la actividad parlamentaria», incapaz de dar solución a las disputas políticas y a las acuciantes necesidades sociales. Los juristas nazis identificaban la dimensión plebiscitaria de los procesos electivos como la «verdadera democracia», al tiempo que renegaban de las instituciones que daban cuerpo a la democracia republicana.

2) Que las medidas económicas se sustraigan a la voluntad democrática del país. La derecha neoliberal pone el acento en la desregulación de la economía, en supeditarla al poder financiero global, en definitiva, a las necesidades del mercado. En la medida en que esta perspectiva triunfe la pobreza de la gobernanza democrática está servida. Es el camino de la erosión de la política y la certificación de su impotencia. Frente a la omnipotencia de los mercados, se hace necesario -como propone Mariana Mazzucato- abandonar la falsa dicotomía de los gobiernos frente al mercado y pensar más claramente acerca del mercado que queremos y del papel que las inversiones públicas pueden jugar en este cometido.

3) Que la pérdida de confianza en las mediaciones políticas para incidir en las políticas económicas mueva a la gente al desánimo y a concentrarse como único recurso en pequeños ámbitos del tejido social donde es posible ejercitar la voluntad democrática y aplicar la democracia a la economía. Sería imposible afirmar la democracia económica sin la combinación de una mirada de gran angular que contemple los cambios de la relación entre la política y la economía a nivel nacional e internacional y el compromiso de ir habilitando parcelas de democracia política y económica a nivel local.

Como apunte final cabe señalar que el sistema democrático no es una conquista irreversible. Puede ganar calidad pero también puede perderla e incluso puede derivar en la pérdida de la propia democracia. Algunas veces cunde la idea de que la democracia sigue un curso de perfeccionamiento ininterrumpido como si el paso de los años le comunicara de manera natural mayor madurez y corrección. No es esa su historia. Crowford Brough Macpherson examinaba en su obra La democracia liberal y su época, la secuencia de tipos de democracia que han tenido lugar en el mundo moderno: la democracia como protección frente a la opresión del gobierno; la democracia como desarrollo de los individuos, que aportaba una dimensión moral; la democracia como equilibrio, que abandonaba la dimensión moral y reconocía la competencia entre las élites; y el propio autor, reivindicaba por último la democracia participativa, que a su entender no acababa de abrirse paso. En otras palabras, Macpherson revelaba con esta tipología el hecho de que la democracia experimenta avances y retrocesos, que no obedece a una evolución lineal, y que será en definitiva el resultado de lo que los ciudadanos y ciudadanas quieran y puedan hacer.