En la década de 1980, Chantal Mouffe escribió con Ernesto Laclau Hegemonía y estrategia socialista1, que se convirtió en un clásico y un instrumento para las izquierdas que, en el contexto del agotamiento del socialismo real y de las apuestas revolucionarias de los años 70, buscaban apostar a la democracia pero sin abandonar los proyectos […]
En la década de 1980, Chantal Mouffe escribió con Ernesto Laclau Hegemonía y estrategia socialista1, que se convirtió en un clásico y un instrumento para las izquierdas que, en el contexto del agotamiento del socialismo real y de las apuestas revolucionarias de los años 70, buscaban apostar a la democracia pero sin abandonar los proyectos de cambio social. Y desde entonces, la autora belga viene abogando por una visión «agonista» de la política que recupera el conflicto -frente a las visiones pospolíticas-, aunque en el marco de una democracia que no deja de ser «liberal» pero se radicaliza mediante un conjunto de reformas2. En los últimos tiempos, su apuesta sigue las huellas de Laclau hacia la construcción de populismos de izquierda como forma de enfrentar la posibilidad de que las «demandas democráticas» del pueblo sean articuladas por los populismos de derecha. Y sobre este tema versa esta entrevista, en la que analiza parte de la actual coyuntura europea y latinoamericana.
En los últimos tiempos, el populismo de izquierda vive una etapa de dificultades. Podemos no pasa por un buen momento, tampoco Francia Insumisa. Sobre Jeremy Corbyn, aún no sabemos cómo le va a ir. ¿Cómo explica que en un «momento populista», como usted lo ha definido, los populismos de izquierda, en vez de avanzar, retrocedan? ¿Cuáles considera que son las razones que obstaculizan que el populismo llamado de izquierda sea genuinamente una opción de poder en Europa?
No hay la menor duda de que la situación actual no es particularmente buena para el populismo de izquierda. Pero en realidad, lo que me parece más interesante es que por lo menos se haya dado el nacimiento de un populismo de izquierda, porque durante bastante tiempo de lo que yo llamo el «momento populista», todas las resistencias a la posdemocracia venían de la derecha. Solo muy recientemente hemos visto el nacimiento de un populismo de izquierda, con fuerzas, en efecto, como Podemos, Francia Insumisa y el laborismo de Jeremy Corbyn.
Para mí el populismo es, como lo concibe Ernesto Laclau, una estrategia de construcción de la frontera política. Finalmente hay de parte de la izquierda una reacción en contra de lo que en En torno a lo político llamo la «pospolítica»3, es decir, la negación de cualquier frontera en la política. Desde que Tony Blair resignificó la socialdemocracia como «tercera vía», se abandonó la idea de que había que enfrentarse al neoliberalismo. Ahí se generalizó la tesis de que no había alternativa a ese modelo y que había que aceptarlo sin más. A lo sumo, los socialdemócratas podían manejar la economía de manera algo más humana, con un poco de redistribución. La izquierda entre comillas (como le dicen en España) no consideraba que tenía que ofrecer una estrategia de ruptura en contra del neoliberalismo. Eso duró hasta principio de los años 2011-2012. Era el momento en el que la distinción izquierda-derecha se había empezado a debilitar. A partir de ahí, por fin ese modelo ha sido puesto en cuestión por algunos partidos que se ubican en la izquierda.
Su pregunta pone el eje en el lado negativo, yo más bien veo el lado positivo de que al fin hayan surgido movimientos progresistas que ponen en cuestión la «pospolítica». Lo que necesitamos es una estrategia de izquierda que restablezca la frontera política de una manera populista. Por cierto, la frontera política existe también de parte del marxismo, de la izquierda radical, pero ellos consideran que esa frontera tiene que ser construida según el clivaje proletariado/burguesía. Hasta hace muy poquito teníamos dos perspectivas: la socialdemócrata o de centroizquierda, en la cual no hay frontera y se puede como mucho hacer algunas pequeñas reformas por aquí y por allá, y al otro lado una estrategia revolucionaria, y no había nada que presentara una alternativa real que no implicase acabar con el régimen liberal-pluralista.
Lo que me parece muy positivo es que en los últimos años se haya reconocido la necesidad de una estrategia de «reformismo radical», que dice que sí es posible cambiar las cosas sin poner en entredicho el sistema de manera revolucionaria y que sí se pueden ofrecer alternativas a la globalización neoliberal. Que esos partidos no hayan llegado todavía al poder me parece normal. Yo nunca tomé muy en serio esa idea de Podemos del «asalto al cielo». En parte se entiende ese entusiasmo: cuando se armó Podemos y tuvo éxito en las elecciones europeas en 2014, toda la prensa española decía que si había nuevas elecciones generales anticipadas, ellos iban a ganar, y se les subió un poco a la cabeza todo eso. Evidentemente no funciona así.
¿Por qué cree que se equivocaron en ese punto?
Se confundió la estrategia populista con una estrategia de guerra de movimiento. Para mí, la estrategia populista es siempre una estrategia de guerra de posición. Sé que hubo mucha gente en Podemos, como por ejemplo Juan Carlos Monedero, que dijo que como no se llegó al poder, la estrategia populista no funcionó. El tema es que la estrategia populista nunca implica hacer una guerra de movimiento. Si uno acepta que la estrategia populista -y con eso quiero decir establecer una frontera no sobre la base de la dicotomía burguesía/proletariado o capital/trabajo, sino pueblo/oligarquía o establishment- es una guerra de posición, se entienden mejor las dificultades en esos tres casos y se entiende que no se trata de un fracaso. En una guerra de posición siempre hay momentos de avance y momentos de retroceso, y yo no creo que de alguna manera se vaya a poder regresar a una concepción anterior, ya sea la socialdemócrata tradicional o la revolucionaria.
La cuestión es llevarla adelante. Si no se logra desarrollar un proyecto sobre esa base, no veo ninguna otra posibilidad de generar alternativas. Estamos en un momento clave. Estamos viviendo una crisis de la hegemonía neoliberal. Tal vez no estemos todavía al borde de una crisis económica, pero la idea de que el neoliberalismo es la solución ha perdido credibilidad. La crisis de 2008 ha desencadenado ese proceso. Hasta entonces, la globalización neoliberal era considerada como nuestro destino, y el capitalismo anglosajón, como la respuesta definitiva (véase Francis Fukuyama, etc.). Esa coyuntura ya no existe. Pero esa crisis de la hegemonía neoliberal puede abrir la vía a dos soluciones: o al populismo de derecha, a formas más autoritarias, o, a través de un populismo de izquierda, a la posibilidad de una recuperación radical de la democracia. No estamos frente a una victoria ineluctable del populismo de derecha. Pero la posibilidad de que esa crisis conduzca a gobiernos más autoritarios es concreta y ya lo estamos viendo. La única esperanza es seguir articulando todas las resistencias en una dirección de democracia radical. Eso no es un proceso fácil porque uno de los obstáculos es que el sistema neoliberal intenta demonizar a las alternativas populistas de izquierda, presentándolas como antidemocráticas, extremistas, etc. En el caso de Francia, por ejemplo, las críticas de los medios mainstream son mucho más fuertes hacia Jean-Luc Mélenchon que hacia Marine Le Pen. Por otra parte, Emmanuel Macron sabe que es mejor tener como adversaria a Le Pen, porque contra ella puede hacer el «gran frente republicano».
El populismo de derecha, ya lo ha dicho, avanza con el viento en popa. En Italia, en Estados Unidos, en Hungría. ¿Podemos decir que el populismo de derecha tiene alguna ventaja intrínseca? ¿Tiene tal vez una menor atadura a una militancia que, en el caso de la izquierda, es más exigente?
Sí, creo que definitivamente un populismo de izquierda tiene más exigencias que un populismo de derecha. Un populismo de izquierda no puede ofrecer soluciones demagógicas. Cuando propone alternativas al orden neoliberal, debe hacer propuestas que tengan algo de sentido. En Francia, cuando se llega al momento de las propuestas, Marine Le Pen no tiene un verdadero programa económico, mientras que el populismo de izquierda tiene que ofrecer una alternativa concreta al neoliberalismo. El caso más interesante es el británico: el equipo de Corbyn, sobre todo John McDonnell, está haciendo un trabajo muy serio en torno de las alternativas al neoliberalismo. Comparémoslo con el Partido por la Independencia del Reino Unido [UKIP, por sus siglas en inglés]. Ahí no hay nada, lo vimos en la campaña por el Brexit. El UKIP no necesita tener ninguna respuesta concreta, Corbyn sí.
Hablando de populismo de derecha, ¿qué opina del surgimiento de Vox?
No sé si el de Vox es un populismo de derecha. Según un artículo que acabo de leer, Vox es mucho más parecido al caso de Jair Bolsonaro en Brasil. Estoy de acuerdo con eso. Y al de Bolsonaro personalmente no lo veo como un populismo de derecha. Yo por lo general no hago una equivalencia entre fascismo y populismo de derecha, y no es cierto que Bolsonaro sea un «Trump tropical»: es mucho peor que un Trump tropical. Es una especie de protofascismo y hay que hacer la diferencia. De la misma manera, Vox me parece que no es un populismo de derecha. El populismo de derecha es un populismo que da respuestas o una articulación xenófoba a demandas democráticas. Pero si no son demandas democráticas, no hablaría de populismo de derecha. En el caso de Vox, es tal vez un poco apresurado porque todavía no hay muchos análisis, pero una cosa que queda clara es que se trata en gran parte de una ofensiva contra el feminismo. Eso no es lo mismo que el populismo de derecha. En el caso de Bolsonaro, es complicado pero tampoco veo que haya demandas democráticas, en su mayoría se trata de un rechazo total, más que una articulación de demandas democráticas. Alt-Right (derecha alternativa) no es lo mismo que populismo de derecha.
Quisiera ahondar más sobre cómo, según su lectura, habría que abordar el populismo de derecha.
La izquierda, en vez de adoptar una actitud de condena moral, tiene que entenderlo. El sociólogo Éric Fassin en Francia dice que no deberíamos siquiera hablar con quienes votan por partidos populistas de derecha, que son personas inherentemente misóginas, fascistas, movidas por pasiones tristes4. En la misma línea, esa izquierda ha criticado mucho a Mélenchon por participar en las manifestaciones de los «chalecos amarillos»: según ellos, ¡eso significa estar con los fascistas de Marine Le Pen! Hay una negación a tratar de entender el fenómeno. ¿Por qué esa gente vota por esos partidos? Son gente de clases populares, no es un atavismo, esos partidos de alguna manera resuenan con las demandas de esa gente, hay que comprender eso para dar una respuesta progresista a esas demandas. Es lo que ha hecho Francia Insumisa y así logró los votos de distritos que eran muy lepenistas, lo cual desautoriza lo que dice Fassin. En el distrito de Amiens, una parte desindustrializada y abandonada por el Partido Socialista, el periodista y ahora diputado por Francia Insumisa François Ruffin logró acercar a muchísima gente que hasta hace poco votaba masivamente por el Frente Nacional. No eran intrínsecamente racistas, sino que hasta ese momento el único discurso que daba sentido a lo que les estaba pasando era el discurso antiinmigrante. Ruffin iba y discutía con esta gente y trataba de entender sus problemas y decirles que la culpa no la tenían los migrantes sino la fuerzas neoliberales, y veía cómo la gente cambiaba de opinión. ¿Cuáles son las demandas democráticas que tiene esa gente y por qué están articuladas así? Esa es la cuestión.
Muy distinta, en cambio, es la actitud de la izquierda radical europea. En algunos casos, este sector ha desarrollado una cierta fobia hacia el Estado y el tema de la soberanía. ¿Cómo evalúa esta postura?
Hoy en día movimientos marxistas, autonomistas e insurreccionalistas tienen en común un fuerte rechazo al Estado. Es curioso cómo en ese aspecto comulgan con el neoliberalismo. Del otro lado está la corriente socialdemócrata, pospolítica, que ya no imagina cómo se pueden trasformar realmente las relaciones de poder en el interior de un Estado democrático. Para el reformismo radical, dentro de las instituciones republicanas existe la posibilidad de lograr distintas formas hegemónicas. Muchas veces no se distingue entre el régimen, el nivel de las instituciones liberal-democráticas, que son una articulación entre el liberalismo político y los valores democráticos de igualdad y soberanía popular, y lo que yo llamo el nivel de la hegemonía, que corresponde a la manera como son interpretados e institucionalizados. Por eso en mi último libro5 le doy tanta importancia a Margaret Thatcher, porque su ejemplo muestra claramente cómo se puede transformar profundamente en el plano de la hegemonía el sentido común, sin poner en cuestión la base de las instituciones liberal-democráticas. Con Thatcher hubo una transformación hegemónica que rompió el modelo socialdemócrata y el Estado keynesiano. El neoliberalismo es una ruptura que no acaba con las instituciones pluralistas del Estado. Para la izquierda, se trata de operar, como Thatcher lo hizo, una ruptura hegemónica, pero en la dirección opuesta. Eso es lo que llamo reformismo radical: sin poner en cuestión las instituciones propias del régimen democrático, hay que operar una transición hegemónica. Eso es lo que cierta izquierda radical no acepta: según su lógica, o bien se mantiene el Estado y no cambia nada o bien se lo derriba por completo. Hay que entender que el Estado es una cristalización de relaciones de fuerzas. Un ejemplo muy interesante es el trabajo de Nicos Poulantzas, porque sus primeros libros son muy marxistas ortodoxos y él ve al Estado como una máquina de opresión. Sin embargo, su último libro, Estado, poder y socialismo6, es el momento eurocomunista de Poulantzas, es decir cuando empieza a reconocer la importancia del Estado y la posibilidad de transformarlo. Eso era lo más atractivo del eurocomunismo, aunque luego ganó su variante de derecha que, lamentablemente, es de la que se acuerda la mayor parte de la gente.
Con respecto a la soberanía, una de las cosas que me critican es la importancia que yo doy a la necesidad de organizarse a escala nacional. Pero estoy plenamente convencida de eso: hay que partir del nivel nacional. Esa fue una gran limitación del movimiento altermundialista. ¿Por qué se acabó y no tuvo un impacto muy importante? Porque eran elaboraciones que no salían de organizaciones enraizadas en la escala nacional, sino de foros a donde iban representantes de ONGs del mundo entero y se discutía de cosas importantes, pero los asistentes regresaban a sus países y no había suficiente gente con la cual estuviesen realmente en contacto. Si uno quiere transformar de verdad las cosas, eso no pasa en reuniones en el nivel internacional. Por ahí va mi reticencia hacia experimentos como DIEM25 [Democracia en Europa Movimiento 2025]. Es reproducir a escala europea los errores del altermundialismo. No se puede organizar un movimiento comenzando desde arriba. Lo que hay que hacer es partir de la organización a escala nacional y de ahí pasar al nivel internacional, porque tampoco creo que se pueda luchar contra el neoliberalismo a escala puramente nacional. Hay que establecer una sinergia a escala europea, pero eso no pasa si no se tiene un anclaje nacional a partir del cual se van uniendo esfuerzos.
Lo hemos visto en el caso latinoamericano, de eso habló Hugo Chávez en el Foro Social Mundial en Caracas. Todos los altermundialistas veían el Estado como una cosa negativa y Chávez les dijo: «miren, nosotros somos el Estado». Las experiencias nacional-populares se hicieron a través del Estado, y eso te dice cómo este puede ser un instrumento de transformación importante, si se lo pone al servicio de los ciudadanos. Eso ha tenido una cierta influencia incluso sobre Michael Hardt y Antonio Negri; después de un viaje que hicieron a Bolivia en el que conocieron a Álvaro García Linera, cambiaron en parte su discurso. Ya no eran tan anti-Estado como antes. Para mí, el populismo de izquierda es llegar al poder para transformar las relaciones de fuerzas en el Estado y hacerlo también en la sociedad.
Además, es solamente en el nivel del Estado-nación donde se puede ejercer la soberanía. El enemigo fundamental del neoliberalismo es la soberanía popular. Si se quiere luchar contra el neoliberalismo, eso se puede hacer solo fortaleciendo la soberanía popular. Considerar que es peligroso o negativo ese terreno es dejarles el campo libre a nuestros adversarios. Por eso soy crítica de los no border: la ilusión del neoliberalismo es exactamente esa, una circulación ilimitada del capital y del trabajo. ¿Dónde van a poder ejercer sus derechos democráticos los ciudadanos? En ninguna parte. Eso es el sueño del neoliberalismo: acabar con la traba de la soberanía popular. A menudo, los que se presentan como los más radicales de la izquierda son los que le están haciendo el juego al neoliberalismo.
Los populismos de izquierda latinoamericanos, después de un auge que los vio en el poder por aproximadamente 15 años, no están en su mejor momento. En su último libro, evitó referirse a ellos. Sin embargo, arrojan muchas lecciones a la hora de pensar en un populismo de izquierda, ¿no cree? ¿Qué nos han enseñado de bueno y de malo?
Yo siempre insisto en que hay que referirse a coyunturas determinadas, para entenderlas y ver cómo se puede actuar. Por eso mismo tampoco tiene sentido hablar de una coyuntura mundial. Hay que partir de casos concretos. En Europa, la coyuntura ofrece un panorama que con Íñigo Errejón muchas veces hemos estado de acuerdo en definir de «latinoamericanización» de Europa, en el sentido de que nuestras sociedades se han convertido en sociedades oligárquicas. Antes de la época neoliberal, durante los 30 años «gloriosos» del Estado de Bienestar keynesiano, nuestras sociedades no eran el paraíso, pero eran mucho más igualitarias y no había disparidades tan grandes. No eran oligárquicas. La consecuencia de 30 años de neoliberalismo es que nuestras sociedades se han vuelto oligárquicas, y por eso ahora tiene sentido trazar la frontera de manera populista entre el pueblo y la oligarquía. Hoy en día nosotros tenemos realmente una fractura entre un grupo cada vez más pequeño de súper ricos, por un lado, y por el otro, clases medias pauperizadas. Hay una analogía entre esta situación y lo que existía, y en muchos aspectos sigue existiendo, en varios países de América Latina. Ahí la cuestión era hacer entrar a las masas populares en el Estado para democratizarlo, lo cual en algunas partes ya había tenido antecedentes, como en Argentina con el peronismo. El politólogo Edgardo Mocca muestra cómo el peronismo justamente representó el equivalente del Estado de Bienestar keynesiano en ese país. Pero eso no se había dado en Venezuela, en Ecuador, en Bolivia. Lo que está pasando en Europa ahora como consecuencia de la hegemonía neoliberal es que los sectores populares han perdido los derechos que habían conseguido, y se trata en un primer momento de recuperarlos para después extenderlos a través de un proceso de radicalización democrática. Por eso me parece que la estrategia populista tiene sentido en ambos casos, pero con la diferencia de que en América Latina se trataba en general de la primera etapa de la democratización, mientras que en Europa ya había tenido lugar gracias a la socialdemocracia.
Dentro de América Latina, hay muchas diferencias entro los distintos casos. No sé si ha sido el mejor, pero lo que yo no entiendo es por qué no se valora más el caso argentino. Me parece que Cristina Fernández de Kirchner intentó ir mucho más lejos que Luiz Inácio Lula da Silva, por ejemplo. En el conflicto del campo, ella quiso poner en cuestión esa dependencia de Argentina de la producción de la soja, y cuando quiso aumentar las retenciones fue con el fin de utilizar esas ganancias para redistribuirlas. No lo logró, pero sí hubo el intento7. También pueden verse la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y lo que se hizo en el ámbito cultural: las universidades del conurbano, en la periferia de Buenos Aires. Su gobierno fue bastante radical en muchos aspectos. Otra cosa es que hubo una gran articulación entre movimientos sociales y Estado: esa sinergia sí existió en Argentina. Sin embargo, la imagen que hay aquí en Europa es la de un gobierno autoritario y corrupto, y no se reconocen todos los avances sociales que se han dado bajo el kirchnerismo.
¿Y el papel del líder? Si bien es indudable que en muchos casos constituyó la chispa que hizo posible el inicio de estos procesos, la prolongación del liderazgo ha tenido facetas problemáticas. En algunos casos, se podría decir incluso que los líderes han ido en dirección contraria a tu concepción del «agonismo»…
Es cierto que tener un líder carismático es una gran ventaja, aunque conlleva algunos peligros. ¿Cómo es posible, al mismo tiempo, tener un líder carismático y preparar una sucesión? Esa es la cosa complicada. En muchos casos, el problema ha sido la desaparición del líder: Chávez porque murió, otros porque no se pudieron volver a presentar. Yo estoy a favor de más posibilidades de reelección. No entiendo por qué existe ese fetichismo de que uno no puede ser candidato más de una o dos veces, en la medida, claro, que las elecciones sean realmente democráticas. Estoy segura de que Cristina Fernández habría ganado en primera vuelta en 2015 si se hubiera podido presentar. Entiendo las razones para limitar los mandatos, se teme que alguien se instale y establezca algún régimen autocrático. Pero si hay garantías democráticas, no veo el problema. Franklin D. Roosevelt fue elegido cuatro veces en EEUU; en Alemania, Angela Merkel, a través de un sistema parlamentario, lleva 14 años en el poder y nadie lo ve como problema.
El dilema de tener una política agonística es que requiere que tu adversario también te trate así. En el caso de Chávez, las elites siempre lo trataron como un intruso y nunca aceptaron su legitimidad. Cuando tienes un opositor que te trata como enemigo, ¿cómo lo puedes tratar como adversario? Eso lleva a posturas más autoritarias, y en el caso de Fernández de Kirchner fue parecido. Todo depende de cómo se ubica el oponente.
Sin embargo, se podría decir que, si bien el populismo de izquierda en América Latina ha sido capaz de generar mayorías electorales e imprimir un importante viraje en las políticas públicas, en un plano más profundo, vinculado con una hegemonía cultural mucho más sutil, los populismos no han sido tan eficaces. En otras palabras, el neoliberalismo gana incluso sin ser ya la ideología dominante. ¿El populismo no corre el riesgo de ser ineficaz ante ese desafío?
El problema es que en muchos casos no hubo una real lucha hegemónica y no se construyeron de manera suficiente identidades ciudadanas. Los gobiernos se limitaron a satisfacer demandas de consumo sin bregar por construir nuevas subjetividades. Otorgaron bienes materiales a la gente, pero llegó un momento en el cual el boom de los commodities cesó, la redistribución no pudo seguir en el mismo nivel, y entonces la gente se tornó en contra del Estado ya que este no estaba en condiciones de cumplir como antes.
Con respecto a Argentina, el psicoanalista Jorge Alemán me contó un episodio personal bastante revelador. Su mamá estaba enferma y tenía unas cuidadoras. La situación de estas trabajadoras había mejorado muchísimo durante el periodo de Cristina Fernández en el gobierno gracias a la conquista de nuevos derechos sociales. Sin embargo, en las últimas elecciones terminaron votando por Mauricio Macri. Alemán no podía entenderlo. Es algo que yo discutía a menudo con la geógrafa Doreen Massey, quien también me hablaba de las mujeres del pueblo en el norte de Gran Bretaña que votaban por el Partido Conservador. Para ellas, votar ese partido de alguna manera significaba valorizarse, era una cuestión de identificación. Significaba conseguir una forma de dignidad y salirse de la condición de «asistidas». De la misma manera, en Argentina votar por Macri podía hacerte sentir de clase media. A la gente no le gusta esa condición de «asistida», es necesario crear formas de subjetividad en que las personas se puedan valorar. A nosotros nos puede «valorizar» votar por ciertos partidos porque es una forma de sentir que ayudamos a quienes lo necesitan, pero a veces el pueblo se siente seducido por los partidos de derecha porque así siente que sale de su condición. La cuestión es lograr un discurso para esas clases populares que las haga sentir valoradas. Es un punto importante: hay que crear una conciencia de ciudadanos. Tal vez el que ha ido más lejos es Chávez. Les procuró una identidad política a las masas venezolanas. De eso queda algo y así es como podemos explicar el apoyo que aún sigue teniendo Nicolás Maduro. Chávez les dio una dignidad que no tenían antes. La cuestión es crear un nuevo sentido común.
El populismo se basa en la construcción de lo que usted y Laclau llaman una cadena de equivalencias entre demandas heterogéneas insatisfechas. De todos modos, sin un empuje de la calle, sin una movilización social, ¿no estamos en un terreno muy frágil para construir un populismo de izquierda?
No necesariamente tiene que haber una movilización social anterior. No hay duda de que en el caso de España los «indignados» fueron muy importantes. Como siempre decía Errejón con respecto a Podemos: «Nosotros no somos el partido de los indignados, pero sin los indignados no hubiéramos hecho Podemos». Sin embargo, no hubo algo similar con Francia Insumisa. La crisis del neoliberalismo genera una multiplicidad de resistencias y de demandas. La cuestión es ver cómo se pueden cristalizar, ver cómo ofrecer un proyecto que resuene con esas demandas. Pero eso no es tan fácil y depende de varios factores. Hay que mirar a los «chalecos amarillos» en Francia, que no se reconocen en Francia Insumisa a pesar del hecho de que muchas de sus demandas aparecen en el programa de Mélenchon. Y eso es porque han perdido confianza en la democracia representativa y rechazan a todo el espectro político. Dentro del movimiento, hasta hay una lucha para impedir que haya personas que aparezcan como sus portavoces.
En la parte central de su último libro, Por un populismo de izquierda, compara su perspectiva democrática con la del «socialismo liberal» de Norberto Bobbio, pero este último difícilmente habría aceptado asociarse con el populismo, aunque fuera de izquierda. ¿En qué consisten las diferencias entre su visión del juego democrático y la suya, si es que las hay?
Lo que tengo en común con Bobbio es la insistencia en la necesidad de unir el socialismo -aunque tal vez no utilizaría ese término, sino «proceso de radicalización de la democracia»- y el respeto a las instituciones del liberalismo político. Desde el principio, hubo unos malentendidos sobre la posición expresada con Laclau en Hegemonía y estrategia socialista, porque algunos pensaron que para lograr la democracia radical hay que romper con la democracia liberal-pluralista. Nosotros abogábamos por una radicalización de las instituciones democrático-liberales, pero en ningún momento hablamos de romper con ellas. Nunca se trató de poner en cuestión el liberalismo político. El socialismo liberal, que defendía Bobbio, iba por ahí: el socialismo, decía, solamente puede existir articulado al liberalismo político. Eso corresponde a lo que llamo «reformismo radical». Respecto de la compatibilidad con el populismo, si uno concibe el populismo como una estrategia de construcción de la frontera política y no como un régimen, se puede entender por qué es necesario, en ciertas coyunturas, adoptar una estrategia populista para poder operar una ruptura hegemónica que permita recuperar y profundizar la democracia.
1. E. Laclau y C. Mouffe: Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Siglo Veintiuno, Madrid, 1987.
2. «La política tiene que ver con el conflicto y la democracia consiste en dar la posibilidad a los distintos puntos de vista para que se expresen, disientan. El disenso se puede dar mediante el antagonismo amigo-enemigo, cuando se trata al oponente como enemigo -en el extremo llevaría a una guerra civil-, o a través de lo que llamo agonismo: un adversario reconoce la legitimidad del oponente y el conflicto se conduce a través de las instituciones. Es una lucha por la hegemonía». Mercedes López San Miguel: «La democracia consiste en permitir puntos de vista», entrevista en Página/12, 5/9/2010.
3. C. Mouffe: En torno a lo político, FCE, Buenos Aires, 2007.
4. V. algunas opiniones de Fassin en «Le moment néofasciste du néolibéralisme» en Mediapart, 29/6/2018 [n. del e.].
5. C. Mouffe: Por un populismo de izquierda, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2018.
6. Siglo Veintiuno, Madrid, 1979.
7. El llamado «conflicto del campo» fue un paro patronal en oposición a medidas impositivas del gobierno sobre las exportaciones de granos, con masivas movilizaciones en la ciudad de Buenos Aires. En una sesión legislativa crispada, el vicepresidente de la Nación Julio Cobos (integrante del sector de la Unión Cívica Radical entonces aliado al kirchnerismo), en una situación de empate, votó en contra del proyecto de su gobierno y selló la derrota del proyecto oficial. El «campo» consiguió con sus movilizaciones cohesionar discursivamente el espacio antikirchnerista. Tras esta derrota, el gobierno inició, como parte de su contraofensiva, la llamada «batalla cultural» [n. del e.].
Fuente original: https://ctxt.es/es/20190710/Politica/27300/chantal-mouffe-reformismo-radical-populismo-de-izquierdas-hugo-chavez-samuele-mazzolini.htm