Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
El Acuerdo sobre el Clima de París fue importante porque 195 naciones se pusieron de acuerdo para dar los pasos necesarios para que la temperatura global no aumente más de 2ºC, a poder ser 1,5ºC, por encima de los niveles que tenía hace 250 años. Si la temperatura supera ese umbral, las consecuencias para nuestros preciados ecosistemas serán catastróficas.
Hoy día ya hemos superado más de la mitad de esa línea roja, y el tren hacia el desastre está acelerándose. El problema es que los gases de efecto invernadero (GEI) que aumentan la temperatura global tienen un efecto de latencia de de varios años; ocurre igual que con el horno de nuestra cocina, si lo ponemos a 200 grados necesita cierto tiempo para bajar a 180 grados. La atmósfera terrestre, como el horno de casa, necesita tiempo (muchos años) para responder a los GEI que, básicamente, aumentan su termostato.
La puesta en marcha del Acuerdo de París, sin embargo, es una cuestión aparte. Cuatro años después de su firma, el acuerdo original es poco más que papel mojado.
Conseguir reunir a 195 signatarios (posteriormente se unirían dos países más) fue un gran logro de relaciones públicas. Y fue un gran toque de atención dado la gravedad y los peligros del cambio climático. Sin embargo, visto cómo se consiguió, puede decirse que nació prácticamente muerto.
Para empezar, desde que la tinta con que se firmó el acuerdo se secó, las emisiones de dióxido de carbono (CO2) han seguido aumentando cada vez a más velocidad, ya que el uso de combustibles fósiles tuvo en 2018 su mayor incremento de los últimos 7 años. Esto ha provocado que el prestigioso Centro de Estudios sobre Cambio Climático Hadley, de Reino Unido, emitiera una seria advertencia: «Durante 2019, los científicos del centro Hadley han previsto uno de los mayores aumentos en la concentración de dióxido de carbono atmosférico de los últimos 62 años».
Así, tras el Acuerdo de París de 2015, las emisiones de CO2 se tomaron un breve respiro, para despegar de nuevo al poco tiempo y seguir en ascenso. De hecho, han sufrido el máximo incremento desde 1957. Contrariamente a lo que parecería lógico, el Acuerdo de París sirvió paradójicamente para dispara una aceleración de emisiones.
No solo la emisión de GEI vuelve a ir viento en popa. El Acuerdo toca un punto muy complicado que también parece destinado al fracaso: el «uso del suelo», responsable de aproximadamente una cuarta parte de las emisiones de origen antropogénico. El mal uso del suelo limita o reduce gravemente los sumideros terrestres de carbono, lo que pone en peligro el equilibrio logrado por la naturaleza al moderar el CO2 atmosférico, que ha logrado mantener el clima de la Tierra ni demasiado frío ni demasiado caliente en los últimos 10.000 años del Holoceno, el periodo posglacial.
El embrollo del uso del suelo es objeto de un importante nuevo estudio titulado: «El éxito de los objetivos sobre el Clima de París parece improbable a causa de los retrasos en el sistema terrestre» (1), de Calum Brown y otros, publicado en Nature Climate Change, en febrero de 2018.
Según dicho estudio, alcanzar los requisitos del Acuerdo de París de limitar el aumento de temperatura terrestre entre 1,5ºC y 2ºC «exige intervenciones sustanciales en el sistema de uso del suelo, en ausencia de reducciones espectaculares de las emisiones ligadas a los combustibles fósiles».
Si, según se aprecia, «la reducción espectacular de emisiones ligadas a los combustibles fósiles» es solo un chiste malo, los «usos del suelo» adquieren un nuevo significado para lograr la reducción de temperaturas hasta un máximo de 1,5ºC-2ºC. Pero lo cierto es que el uso del suelo es, ha sido y sigue siendo un desastre en ciernes.
A los compromisos para implementar las disposiciones del Acuerdo de París se les denominó contribuciones determinadas por países. De los 195 países que se comprometieron a realizar contribuciones (que suponen el 96,4% del global de emisiones de GEI), ninguna de las principales naciones ha cumplido con dicha reducción autoimpuesta.
Es evidente que nadie se toma en serio la reducción del calentamiento global y sus consecuencias sobre el cambio climático. El lema de todos parece ser: ¡que pase lo que Dios quiera!
Sin embargo, la inconsciencia resulta muy peligrosa cuando se avecinan graves problemas en tres de las zonas más sensibles del planeta, cuyos ecosistemas se están desmoronando: el Ártico, la Antártida y el permafrost del hemisferio norte.
Lo malo es que nadie vive en estas zonas para presenciar lo que está ocurriendo. Así que, cuando los científicos se desplazan allá donde nadie vive regresan horrorizados y estupefactos por la velocidad de los cambios que se producen. Una y otra vez, año tras año, no pueden creer la rapidez con que los ecosistemas están transformándose, especialmente en el contexto de la historia paleoclimática, en muchos casos diez veces más deprisa de lo esperado. Es una fórmula para el desastre infalible.
Al mismo tiempo, una centena de países han identificado estrategias de mitigación que implican el «uso del suelo» mediante el aumento de los sumideros de carbono reduciendo la deforestación o aumentando la reforestación. A pesar de ello, la deforestación aumentó un 29% entre 2015 y 2016 en Brasil y un 44% en Columbia (EE.UU.), y el resultado neto de la deforestación global y el uso del suelo no muestra ningún progreso en los últimos años.
Por si fuera poco, el carácter voluntario de los compromisos por países supone que dichos avances no tengan que ser demostrados. Es uno de los puntos débiles del Acuerdo.
Y lo peor es que la mayor parte de los países no cuenten con planes definidos para su implementación. Más aún, países como Australia ya han renunciado a plantear objetivos de emisiones para su sector energético. Y otros han propuesto objetivos contradictorios, como Escocia, que al tiempo que declaraba políticas climáticas pioneras ofrecía subvenciones para la extracción de combustibles fósiles.
Otro ejemplo de políticas contradictorias es la moratoria forestal de Indonesia, diseñada para acabar con las plantaciones de palma aceitera promovidas por el Estado que diezman las selvas tropicales. El plan es confuso y contraproducente, pues reduce temporalmente la deforestación de ciertas zonas al tiempo que la aumenta en otras partes. ¿Qué sentido tiene eso?
De hecho, los índices de deforestación de selva tropical en Indonesia y en la República Democrática del Congo casi duplican al del desvergonzado Brasil a pesar de los compromisos adquiridos en París.
También es preocupante que los compromisos adquiridos por los países no sean de obligado cumplimiento. Tanto China como India «estimulan» la reforestación mediante «la plantación voluntaria de árboles por parte de los ciudadanos». Este enfoque tiene múltiples obstáculos y depende del liderazgo eficaz de los distintos lugares.
Mientras tanto, en el plano global, (1) China e India han incrementado sus emisiones en un 4,7% y un 6,3% respectivamente desde 2017; (2) el Banco de Desarrollo de China está financiando cientos de nuevas centrales térmicas de carbón en África, Asia y Oriente Próximo; (3) Brasil está dando luz verde al desarrollo masivo en sus selvas tropicales; (4) Francia, Alemania y Japón han incrementado el uso del carbón; (5) Francia ha desechado algunas de sus principales medidas para conseguir la reducción de los GEI a causa del rechazo público; (6) cuatro estados de EE.UU. (Washington, Colorado, Alaska y Arizona) han rechazado iniciativas contra el uso de combustibles fósiles en las recientes elecciones de 2018… y la lista continúa, pero ya está claro a qué me refiero.
Lo más probable es que las medidas pata mitigar el cambio climático no se pongan en marcha hasta que el propio clima nos golpee en la cara. Entonces se escuchará el clamor del público: «¡Hagan algo!».
Puede que la ola de calor que asoló Australia en 2018 haya sido un anticipo de uno de los muchos potenciales desastres climáticos del futuro inmediato que sirvan de catalizador para el clamor popular pidiendo ayuda, ¡hagan algo!
Australia crepitó como un horno a finales del pasado año, cuando las temperaturas superaron los 42ºC. Según Sarah Gibbens, de National Geographic, «los murciélagos están hirviendo vivos por la ola de calor australiana» (9 de enero, 2019). El asfalto se fundía en las carreteras y animales y peces murieron por millares. La Universidad Nacional de Australia en Canberra predice temperaturas de hasta 50ºC en los próximos años.
Por poner otro ejemplo más de lo que puede motivar al público, cuando Wall Street y Lower Manhattan, así como Miami Beach sufran repetidas inundaciones por mareas especialmente altas, se escuchará el clamor popular: «¡Hagan algo!».
Pero, para entonces, la respuesta será: «¿Qué quieren que hagamos? ¡Es demasiado tarde!»
Nota:
(1) «Achievement of Paris Climate Goals Unlikely Due To Time Lags In The Land System» by Calum Brown, et al, Nature Climate Change, February 18, 2019.
Fuente: https://www.counterpunch.org/2019/02/26/yes-the-paris-climate-agreement-sucks/
El presente artículo puede reproducirse libremente a condición de que se respete su integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del mismo.