«Trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá en lo que puede y debe ser.» Johann Wolfgang von Goethe Dice Aristóteles que tiene más valentía el hombre que conquista sus deseos que el que conquista a sus enemigos, porque la victoria […]
Dice Aristóteles que tiene más valentía el hombre que conquista sus deseos que el que conquista a sus enemigos, porque la victoria más dura es la victoria sobre uno mismo. Todos nosotros sabemos que a lo largo de nuestra vida hemos renunciado a muchas de nuestras aspiraciones porque no hemos podido vencer la falta de voluntad. Porque nos hemos plegado a la comodidad y al conformismo. Con demasiada frecuencia queremos justificar nuestra poca persistencia en la lucha por aquello que sabemos necesario, con excusas referidas a nuestras limitaciones personales, a nuestras necesidades más perentorias, a las tradiciones, o a la misma familia. Sin embargo, en nuestro interior sabemos que la verdad guarda más relación con nuestra falta de persistencia en el empeño y con esa propensión que los humanos tenemos a dejarnos persuadir por las dificultades, que con otras causas. Pero vale la pena luchar por derrotar las inercias al abandono, por superar la visión cortoplacista de los proyectos de vida, y comprender la grandiosidad humana de la insistencia. La libertad no existe si no hacemos uso de ella en aquello que más hace a nuestra condición de seres humanos como algo por hacer. Si no vivimos la vida como una tarea de realización personal, conscientes de que cada uno de nosotros somos un hombre o una mujer únicos e irrepetibles, y que lo seremos por una única vez. Si no aceptamos que somos los constructores de nuestro devenir y que nuestro paso por este mundo será lo que nosotros hayamos sido capaces de hacer con nuestra libertad, nunca seremos libres.
No es tarea fácil enfrentarse a la inercia de culpabilizar a los demás de nuestras carencias, aunque en la mayoría de los casos los demás no sean más que una entelequia, una abstracción a la que muchas vences no podemos poner rostro, o no queremos ponérselo porque sabemos que es el nuestro. Es duro enfrentarse al hábito de delegar en otros la responsabilidad de pensar por nosotros, y a aceptar como incontestables los diagnósticos y las terapias que desde fuera se hacen sobre lo que somos y lo que precisamos. Pero es necesario correr el riesgo del discernimiento crítico con el pensamiento establecido. El nuestro en primer lugar. Vivir en la disidencia no beligerante, y no aceptar que somos lo que está previsto que seamos, bien sea por la cuna, por la tradición, o porque los demás ya lo decidieron.
Seguir el terreno marcado, y responsabilizar a otros de lo que nos ocurre en la vida, es, desde luego, más tranquilizador y confortable, y casi farmacológico, en la medida que libera nuestra conciencia de dar cuenta de nuestros actos, pero si tenemos la vocación de ser libres, debemos cargar con la responsabilidad de lo que hacemos y, sobre todo, de lo que no hacemos.
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