Un escritor trata en diez volúmenes de la imposibilidad del lenguaje inventado progresiva y sucesivamente no se sabe desde cuándo; un médico estudia cinco cursos para explicar que las enfermedades se curan solas; un científico estudia toda su vida en una universidad de vanguardia, y termina persuadido de algo de siglos atrás que contradice la […]
Un escritor trata en diez volúmenes de la imposibilidad del lenguaje inventado progresiva y sucesivamente no se sabe desde cuándo; un médico estudia cinco cursos para explicar que las enfermedades se curan solas; un científico estudia toda su vida en una universidad de vanguardia, y termina persuadido de algo de siglos atrás que contradice la ortodoxia de su estudio. M. Raymond Aron, rechazando con gesto cansado a Tucídides y a Marx, declara que ni las pasiones humanas, ni la economía de las cosas bastan para explicar la aventura de las sociedades. «La totalidad de las causas determinantes de la totalidad de los efectos -dice, afligido- rebasan la comprensión humana». La Historia se encuentra claramente en uno de estos momentos incomprensibles y además sin rumbo aunque es bien sabido lo que debiera evitarse, pero si los anteriores fueron paulatinamente doblegando al Mal, colectivamente no se tenía consciencia plena de su magnitud y alcance. Hoy la tiene todo el mundo porque el Mal es ostensible al estar relacionado con el propio hábitat, aunque los mandatarios metan la cabeza entre las alas como el avestruz ante el peligro, incapaces de superar los intereses y el materialismo extremos. Por otro lado, estos tiempos no son para la duda, a todo se le da respuesta. Pero la verdadera aventura de la sociedades, nada tiene que ver con la política, ni con la Ciencia, ni con las finanzas, ni tampoco con los pronunciamientos de las Academias, ni con los de los laboratorios de ideas, menos con las religiones, menos con una evolución de la naturaleza humana que permanece invariable y estanca, en parte anestesiada, en parte perpleja por las nuevas tecnologías. La aventura de las sociedades es independiente de todo eso: la psicología profunda nos revela que hay acciones aparentemente racionales del hombre que están gobernadas en realidad por fuerzas que él mismo ignora o que están ligadas a un simbolismo absolutamente ajeno a la lógica corriente…
Leo que siete lumbreras de la Ciencia se rinden ante la alta probabilidad de la existencia de un Ser superior del universo. Nunca creí a los teólogos. Pero no mucho más a los científicos, en ésta y otras materias que no precisan de éxegetas. Pues, aparte la volubilidad de la Ciencia oficial, me rebelo ante la idea de que el sentido del ser humano y su destino -y esto comprende toda la historia de la Humanidad- dependa de la opinión (o la convicción tardía) de un número determinado de científicos, como antes de la prédica de los teólogos.
La Tierra tiene aproximadamente 4.500 millones de años. El homínido, aproximadamente 315.000 años y el Homo sapiens unos 75.000. En primer lugar, preocuparse por la hipótesis de un Ser superior, me parece propio de un psiquismo casi infantil. Pero en todo caso si existe o no, me resulta indiferente porque no cambia para nada mi vida en ésta. Lo mismo que a él, si existe, ha de resultarle indiferente que yo crea o no en su existencia. En segundo lugar, dando por buenas esas cifras sobre la Tierra y el Hombre y habida cuenta que las religiones monoteístas fueron fundadas hace poco más de 2 milenios o menos, ¿qué pasa con el espíritu de los seres prehumanos y con los humanos faber o sapiens, anteriores a los fundadores de esas religiones? ¿Vivieron incontables miles de años equivocados o ignorantes y las generaciones de dos mil años a esta parte tienen la ventaja de elegir entre la certeza y el error? ¿Por qué nosotros hemos de gozar de ese privilegio, y ellos? Ni científica, ni filosófica, ni teológica, ni lógicamente eso tiene explicación, a mi juicio. Si ese Ser existe, lo que pide esa lógica hasta ahora incomprensiblemente sujeta a evolución también según los parámetros de la hermenéutica, es que ese ser hubiese hecho publicar las Tablas de la Ley, el Génesis y todos los textos relacionados con el principio de los tiempos al día siguiente de la Creación para que la Humanidad supiese de qué va esto de la vida terrena…
En cualquier caso, no tengo fe en las respuestas de la sociedad (sociedad es todo lo que no soy yo) a los mil interrogantes que todo espíritu despierto se plantea, ni mucha paciencia con sus «soluciones» para todo. Pero sí tengo una paciencia infinita para esperar a descubrir lo que me depare mi destino una vez que haya abandonado el sarcófago donde está aprisionado mi alma probable. Y creo que ejercitarnos en la paciencia en este asunto es la primera regla de la estabilidad mental y del equilibrio nervioso en la vida real. Hasta ese momento, todo lo relacionado con la trascendencia debiera traernos sin cuidado. Semejante preocupación no me parece propia de gentes con ese nivel de consciencia superior hacia el que progresa la humanidad, que va mucho más allá de la habilidad en hacer, en saber o en discernir. Lo que no significa que no podamos creer que ha de haber inteligencias muy superiores a las luminarias del nuestro, fuera de este mundo. Sobre todo, porque la inteligencia de humanos considerados especialmente inteligentes, no son holísticas, no abarcan más que una ínfima parte de todo el conocimiento porque se ciñen al objeto de su habilidad o de su estudio y cuando se salen de la una o del otro se pierden.
En todo caso, quienes laboran tozudamente para «creer» en algo concreto más allá del mundo sensible porque les aplaca la ansiedad y refuerzan su creencia predicándola, quizá hacen bien. Pero mejor harían si nos dejasen en paz a quienes fundamos nuestro sosiego en la esperanza. En la esperanza de otra vida mejor más allá de la vida, cuya forma, naturaleza y condiciones también nos resultan indiferente…
Goethe decía que los acontecimientos venideros proyectan su sombra por anticipado. Ahora ya se atisba la sombra del inminente: el cataclismo silencioso, vertiginosamente progresivo ocasionado por la mutación del clima del planeta, ya pasada la ocasión de rectificar el ser humano sus prácticas descontroladas y destructivas de la biosfera. Esto es lo más me subleva: la necia inteligencia de mis congéneres capaces de proporcionarme mil artefactos para entretenerme y otros para acortar en mis desplazamientos un tiempo que en realidad es lo que más nos sobra, pero incapaces de conservar adecentada la casa de todos que es la Tierra. Me encorajina, me preocupa y me deprime esto, mil veces más que la hipótesis de la existencia de un Ser Superior y que mi destino en ultratumba…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.