Hace unos años, comisionada por la Secretaría de Educación Intercultural Bilingüe, llegué a una comunidad quichua asentada en el páramo del Chimborazo para observar el desempeño de su escuelita. Me advirtieron que hacía mucho frío y, en consecuencia, me vestí con poncho y bufanda de lana, pantalones y botas altas; por entonces usaba el pelo […]
Hace unos años, comisionada por la Secretaría de Educación Intercultural Bilingüe, llegué a una comunidad quichua asentada en el páramo del Chimborazo para observar el desempeño de su escuelita. Me advirtieron que hacía mucho frío y, en consecuencia, me vestí con poncho y bufanda de lana, pantalones y botas altas; por entonces usaba el pelo corto y no llevaba aretes. A medida que subíamos desde Quimiaq en el jeep de la parroquia el paisaje se volvía más espectacular, de una fuerza ciclópea abrumadora.
Llegamos a la comunidad Ichu Huayku, casi en la cima de la montaña. En la plaza, rodeada de chozas con techo de paja, nos esperaba un grupo de mujeres llenas de expectativas. Cuando bajé del jeep, no disimularon la risa: se reían de mi pelo corto y de mi vestimenta masculina. Me dirigí a la escuelita: un aula única, de puerta baja y algunas ventanas por las que se veían las montañas doradas por el sol.
Unos quince niños, de entre seis y siete años, con las caritas enrojecidas por el frío, aguardaban quietecitos en sus pupitres. Les dije mi nombre, les pregunté sobre sus padres, sobre las materias que más les gustaba, les pedí que cantaran en quichua. Me asombró la vivacidad y espontaneidad de todos, expresaban su confianza en ellos mismos y en su entorno. Me contaron, con tristeza, que los padres solo iban a la comunidad los días sábados, que vivían en Quimiaq con los hijos mayores que ya cursaban el colegio.
Me invitaron a ver como salía el agua bajo el manto del musgo paramero; recogimos flores y las colocamos en un frasco olvidado sobre la solitaria mesa de la clase. Hablábamos, en mi pobre quichua y en español, ellos eran bilingües por completo. Pedí que me mostraran sus cuadernos, pero había un niño muy inquieto que me distraía saltando de un pupitre a otro; entonces le pedí que tomara la tiza y me dibujara en el pizarrón, insistiéndole que debía retratarme tal como yo lucía.
Volví a los cuadernos, con los niños alrededor, para comentar lo que habían escrito o dibujado: las llamas pastando en los potreros, las estrellas del cielo, la fiesta, los papás llevando sobre burritos sus productos para mercarlos en Quimiaq. Ya me había olvidado de Pedritu que dibujaba en el pizarrón, cuando él se acercó y me dijo: «Ya te hice…».
Miré el dibujo y quedé absorta: Pedritu me había dibujado con el pelo partido en dos y recogido, me había puesto aretes, huallcas alrededor del cuello, blusa bordada con flores, lliclla sobre los hombros, faja con motivos geométricos, anaco que llegaba hasta los pies y alpargatas.
Dirigiéndome a todos los niños, pregunté: «¿Esta soy yo?», y en coro contestaron que sí. La cultura se mostraba más fuerte que la realidad, recordándome que Umberto Eco afirma que las imágenes son el resultado de un acuerdo irrenunciable, y que no hay que intentar borrarlas cambiándolas con otras porque se corta el pasado de un pueblo.
Julio Toaquiza: Cosecha de cebada en minga y pastoreo en los Andes del pueblo kichwa. Foto: Juan Robles Picón/MNA.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.