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Breves capítulos de la Revolución de Esmeraldas

Cuatro negros pelagatos (III)

Fuentes: Rebelión

 La descolonización siempre es un fenómeno violento [1] . Los condenados de la Tierra, Frantz Fanon  Capítulo 8 Civilización y barbarie en el mismo músculo vivo Esmeraldas, esa ciudad con sus cambiantes olores propios y prestados que alebrestaban olfatos, con sus grandes casas de madera que pertenecían a apellidos de igual tamaño, con sus autoridades […]


 La descolonización siempre es un fenómeno violento [1] .

Los condenados de la Tierra,

Frantz Fanon

 Capítulo 8

Civilización y barbarie en el mismo músculo vivo

Esmeraldas, esa ciudad con sus cambiantes olores propios y prestados que alebrestaban olfatos, con sus grandes casas de madera que pertenecían a apellidos de igual tamaño, con sus autoridades en fuga asustadas por la llegada de Federico Lastra, con sus importantes casas comerciales pidiendo de viva voz y por escrito que no la cañoneen. Aun así la ciudad fue bombardeada por la Armada nacional.

El martes 10 de febrero de 1914, a las 6 y 20 de la tarde, tronaron los cañones del cazatorpedero Libertador Bolívar, del crucero Cotopaxi, del barco de transporte de tropas Constitución (con cañones Erhardt instalados para la ocasión) y del Tarqui (con piezas de artillería de campo). Una noche con escasas estrellas había sucedido a una tarde serena. Las llamas del incendio ideaban una aurora imposible a las 10 de la noche, porque el incendio continuaría, aunque débil, hasta el amanecer. Fue la gente escapada del bombardeo que se devolvió a impedir que la ciudad ardiera por completo. Había sido un atroz homenaje a los cuatro negros pelagatos, que decían los mandos del ejército nacional.

El capitán Stone, comandante del Libertador Bolívar, era chileno, a los pocos minutos de leer un documento oficial alcanzado por Genaro F. García, gobernador de la Provincia, renunció vociferando su desacuerdo de bombardear a la ciudad de Esmeraldas. Así concluía el inapelable mandato del Gobierno placista: «…proceder inmediatamente a un riguroso bombardeo para acabar con ellos y limpiar la mancha de la República, que a bárbaros como estos no se les puede conceder el honor de beligerantes« [2] . Stone sabía que desobedecer una orden, en tiempo de guerra, era una falta grave, en el último mercante de ese febrero de hostilidades mal llevadas se marchó a Panamá. Leonidas Plaza Gutiérrez había ordenado bombardear la ciudad el 24 de diciembre de 1913, se incumplió cañoneando sombras montoneras en La Boca y Tachina. Pero ahora sí se acató y la vigorosa hoguera nocturna testimoniaba el cumplimiento.

 

Capítulo 9

Miércoles de estropicios libertarios

La espiral de agravios a la negritud crecía después de cada episodio bélico denominado ‘revolución’, para los cuales era llamada con el escapulario laico de «ahora sí, la libertad». Las cuentas políticas de la independencia sin retribución por las décadas de monte y guerrilla estaban intactas en la memoria de abuelos y abuelas. Aquellos que habían regresado relataban, con fino resentimiento, su participación en las guerras de los grupos de las casas grandes de allá -mostraban una dirección apropiada- que al final, ellos y sus mandos inferiores se quedaron con la república y sus riquezas. En sus palabras se descubría la tibieza del resentimiento por demandas incumplidas de ciudadanía, por carecer de derechos iguales a los de los coroneles y hasta por sus desacuerdos personales que distraían ejecuciones de leyes favorables a conciertos y jornaleros. Unos días la impaciencia comunitaria era altisonante con quien fuera que asomara en nombre de las alturas quiteñas a reclamar privilegios seculares. O antes se compraba el territorio y se pagaba hasta el último adarme de oro. Otros días se metían monte adentro para volver soportable los alcances de las levitas andinas. Nada doloroso y opresivo es para siempre, las idas y vueltas distraían, pero el cántaro se rompió el 24 de septiembre de 1913.

– «La guerra nunca estalla de improviso ni su preparación tiene lugar en un instante. De ese modo, cada uno de los oponentes puede, en buena medida, formarse una opinión del otro por lo que éste realmente es y hace, y no por lo que teóricamente debería ser y hacer« [3] , si alguien pensó así o lo comentó de manera parecida, no se sabrá nunca más.

«Protesta armada contra Leonidas Plaza Gutiérrez», así fue justificado el 24 de septiembre de 1913, día miércoles del alzamiento. Pero esos asaltos heroicos al cuartel policial y al militar fueron demostración no de lo que se dijo que había sido, sino de aquello que verdaderamente fue: el inicio de una guerra antiesclavista.

Ni las tazas de café cimarrón ni las copitas de aguardiente daban para tanto; la sangre tenía otras pasiones que no fueran las de bebidas de hábito. Jamás los próceres conchistas imaginaron una ‘guerra popular y prolongada’ ni siquiera creían en los alcances violentos y trágicos que luego tuvo, no apreciaban la resistencia triunfante del pueblo negro más armado de agravios que de fusiles, sin auténtico entrenamiento militar, ni imaginaban otros criterios políticos que no fueran los de ellos. ¿Por qué habría de suceder algo distinto a las ventajas de sus negocios? ¿Acaso la negritud no había sido alfarista de décadas? Presunción cierta, porque una parte ella trepó páramos y dejó blanqueando huesos de parientes y amigos por esas rutas de derrotas o de triunfos, pero hasta ahí, con eso era suficiente para apoyar su protesta armada, esta y las que fueran en nombre de la libertad. Los liberales alfaristas no querían una guerra larga, ninguno de ellos, a pesar de las proclamas de rebeldías o los fuertes dichos de volteo y derribo del placismo traidor. Hasta ese día no habían avanzado más allá de las amenazas a Plaza Gutiérrez. El General-Presidente no los subestimaba, pero les restaba seriedad, «son cuatro pelagatos y unos cuantos negros», solía burlarse.

¿Pero una guerra? Todavía no, calmaban a los impacientes. Ellos estaban conscientes de las dificultades conseguir logística bélica suficiente para enfrentar al ejército nacional con probabilidad de triunfo y sabían del desparrame derrotista del alfarismo por fuera y dentro del país. Algo creían comprender mediante sus lecturas de autores europeos y norteamericanos: la presteza de apoyo de esa humanidad subalterna que trabajaba en sus haciendas o que vivía allá en sus conucos sin acudir a la autoridad porque desconfiaba de ella. Después entendieron lo poco que sirvieron esas lecturas. Los liberales alfaristas, militares y escritores, no valoraron como debieron a esa otra naturaleza humana oprimida hasta por ellos. Nunca presintieron que el medido límite político de sus demandas al Gobierno placista para esa negritud era muy poco. Los hacendados liberales se apoyaban en libros de autores distinguidos por sus nombres y su nacionalidad para justificar las escalas de privilegio social y racial en la provincia y en país.

El cimarronismo estaba encrespado y se confundía con el liberalismo radical porque los términos de sus demandas parecían los mismos, aunque eran distintos sus sentimientos y emociones. Oggum no aceptaba las pacíficas llamadas de Obatalá y su machete estaba desenvainado o quizás Nuestra Señora de la Mercedes autorizó el uso definitivo de las armas a ella encomendadas. La guerra, según Sun Tzu, «es la provincia de la vida o la muerte, un camino que conduce a la seguridad o la ruina». Los próceres hacendados querían llegar al colmo de la habilidad: «someter al enemigo sin combatir» [4] . O subestimaron aquello que ya sabían del General Leonidas Plaza Gutiérrez, no reflexionaron lo suficiente sobre las consecuencias de sus actos iniciales o confiaron en la buena voluntad que demostraba hacia Carlos Concha. Sí, una rara simpatía por quien sabía era de los más leales alfaristas, más en la persona que en las ideas liberales. Ellos conocían que los grados militares se ganaban por hazañas en batallas y Leonidas Plaza Gutiérrez de Caviedes era de esos hombres de aprestos para las armas, escasez de dudas y vocación por la ventaja. Aquello que para unos era un sendero trabajado con talento individual, para él era un don natural: la avaricia de poder. Quizás en su intimidad creía que estaba predestinado. Él no era de carácter complicado, meditaba sus decisiones apenas lo suficiente para no arrepentirse después, la audacia que admiraba en otros era la suya, negociador implacable y dueño de la voluntad ajena apenas detectaba alguna debilidad. Leonidas Plaza Gutiérrez muy bien serviría para personaje de novela de presidentes fallidos, con las aureolas del dictador funesto que no fue, sin los artificios culturales eurocéntricos de sus adversarios tenía una controlada avidez por el poder a secas y supo disputárselo con bastante éxito a Eloy Alfaro y sus seguidores. Al final fue él quien gobernó las conclusiones de la revolución liberal, aunque la gloria del cariño popular se quedaría con el Viejo Luchador.

El General Plaza Gutiérrez y el coronel Concha Torres no vieron ni escucharon los truenos de Shangó. El uno porque solo creía que era el último y definitivo acto de descontento alfarista; «canto de cisne», pudo haber dicho satisfaciéndose con esa común descripción. Y el otro porque juzgaba que esos conciertos y libertos tendrían limitado y definido el objeto militar, es decir, no más allá de sus propias intenciones liberales y personales. La perspectiva histórica demuestra que eran tres los designios perseguidos y no el más querido por el coronel ni por los liberales. El coronel Concha ponía contornos a su propósito: «protesta armada». Pero aquellos cimarrones, venidos de todas partes, tenían otro plan, explicado con las líneas teóricas por K. von Clausewitz sin importar el orden: la destrucción de las fuerzas militares, la expulsión del territorio y el doblegamiento de la voluntad del ejército gobiernista.

Carlos Concha y el liderazgo liberal sabían que el alfarismo andaba en horas bajas, algunos de sus líderes malvivían en el exilio y todos aprendieron a temer a Plaza Gutiérrez por la crueldad con que se asesinó a la conducción político-militar más prestigiosa de esa ala liberal. Más aún, el placismo empalagoso desplazó cierto radicalismo liberal hacia el oportunismo. Hay que creer que tenían fe en sus sueños: «La sangrienta tiranía que impera se derrumbará como un castillo de naipes porque todo criminal se siente cobarde cuando presiente que ha de caer sobre él el rigor de la ley», así escribió el Coronel en la Proclama de Tachina, publicada el sábado 27 de septiembre de 1913. No se derrumbó el Gobierno de Plaza Gutiérrez, pero el General y Coronel subestimaron la resistencia combativa de la negritud esmeraldeña.

 

Capítulo 10

Siendo ‘su’ guerra también era de otros (y otras)

Octubre-diciembre de 1913. Eran otros tiempos pero parecían ser los mismos, por idéntica opresión y por parecidas promesas de redención a la negritud afropacífica de Esmeraldas. Al comienzo de la guerra civil se debió ganar la batalla de las justificaciones históricas: ¿por qué se matarían dos alas del liberalismo? ¿Y hasta cuándo se matarían en lo físico y en lo moral? La matazón dejaría, en el sitio de los combates, el desorden de cientos de cuerpos en pudrición, incómoda paradoja final, ellos ya sin odio, sin miedo ni ideología. Solo cuerpos inertes estropeándose sin remedio, indiferentes ante el zumbido del mosquerío y de las elocuencias carentes de producto. Huella malvada de la culpa sin perdón, por la debilidad del casus bellis.

Después, según quienes habrían de contar la epopeya encontrarían facilidad para mortificar de ruin a unos y a santificar con honores a otros. Pero aquello que no se escribió fue sobre los verdaderos motivos para que vinieran combatientes del otro la’o de la raya (frontera colombo-ecuatoriana), de Cachaví y Wimbí; que muchos dejaran sus conucos a cargo de la familia para guerrear; que se formaran milicias de estibadores para defender playas de desembarcos de los soldados del Gobierno; y así hasta sumar cientos de luchadores armados primero con intenciones y luego fusiles recuperados al ejército nacional. Una guerra comenzada casi a las trompadas para ocupar cuarteles, continuada con bombardeos y batallas feroces, al final un armisticio rápido para la desmemoria nacional.

Muy pocas veces el papel aguantó tanto: batallas de nombretes y odiosa (aunque sabrosa para otros) apertura de los recovecos familiares del presidente y del coronel opositor. Quedaron escritos los hábitos derrochadores y las deudas impagas de Carlos Concha y la infamia política de Leonidas Plaza. Una guerrita de fracs y elegantes guantazos como se estilaba en salones de alcurnia, sin embargo esas discordias literarias tenían una contrapartida más encarnizada en los combates de El Guayabo, Las Piedras, Camarones o La Boca. En esos y otros lugares la guerra tenía la tragedia de la realidad con sus odios sin decaer y la incertidumbre de la victoria.

A las dos de la mañana del miércoles 24 de febrero de 1915, en su hacienda San José fue capturado el coronel Carlos Concha, por miembros del batallón Esmeraldas, comandados por los capitanes Vinicio Reyes y Octavio Montaño. Un año y seis meses después, una tibia reconciliación se daría entre el Coronel prisionero y el Presidente protector. No se estableció paz alguna. La guerra era de esos otros sin cabida en la montaña de papeles de los archivos oficiales, esos que sabían de muertos y tenían explicaciones para quienes no aceptaban esas explicaciones insólitas.

 

Notas:


[1] Los condenados de la Tierra. (2007). Frantz Fanon. Rosario, Argentina, p. 25. Fuente : http://www.elortiba.org/

 

[2] Carlos Concha Torres (biografía de un luchador incorruptible), Jorge Pérez Concha, La Palabra Editores, 2008, p. 158.

[3] Óp. Cit., p. 11, en pdf.

[4] Uno de los principios estratégicos de Sun Tzu.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.