El populismo ha adquirido gran relevancia en el debate político, mediático e intelectual, particularmente tras el ascenso electoral de Podemos y la victoria de la Syriza griega, a los que el poder liberal-conservador y su aparato mediático acusa de ser populistas. Propiamente, es una teoría política. Con esa palabra también son identificados diversos movimientos populares […]
El populismo ha adquirido gran relevancia en el debate político, mediático e intelectual, particularmente tras el ascenso electoral de Podemos y la victoria de la Syriza griega, a los que el poder liberal-conservador y su aparato mediático acusa de ser populistas. Propiamente, es una teoría política. Con esa palabra también son identificados diversos movimientos populares y corrientes políticas, a menudo antagónicos. Así mismo, se utiliza como insulto, en el sentido de demagógico, iluso o autoritario, para descalificar a posiciones críticas y defender el establishment. El análisis no es fácil ya que ese pensamiento es poco preciso, las tendencias políticas bajo ese rótulo son muy diversas y contradictorias y, ante las expectativas de cambio político derivado del ascenso de las fuerzas alternativas en España, se acentúa la pugna cultural y de legitimación de los distintos actores políticos. Por tanto, es necesario valorar con rigor su significado en los tres sentidos.
El peligro autoritario procede del establishment, no de Podemos o Syriza
La palabra populista se utiliza como ofensa descalificatoria, especialmente en España y Grecia, contra las dinámicas cívicas de cuestionamiento progresista del poder establecido. Así, las resistencias populares, democráticas y pacíficas, frente a las políticas de austeridad y la prepotencia antidemocrática promovidas por la troika y el consenso conservador-socialdemócrata europeo, serían todas populistas. Esta descalificación se dirige no solo contra Podemos, Syriza y los sectores alternativos a los recortes sociales sino también frente a representantes críticos de la socialdemocracia.
Así, el ministro de economía francés Montebourg, cesado por Hollande-Valls, ha sido calificado como ‘populista’ por sus críticas a la austeridad, en un editorial del diario El País (27-8-2014), titulado «Populistas infiltrados». Incluso, el líder socialista, Pedro Sánchez, también ha recibido tal acusación de populismo desde gobierno del PP cuando, para recuperar una mínima credibilidad social, ha manifestado que fue un error del gobierno socialista la reforma del art. 135 de la Constitución, que pactó con el PP para garantizar la prioridad del pago de la deuda pública en detrimento del gasto social y los servicios públicos para la población.
Quien osa cuestionar el consenso regresivo de la austeridad y la hegemonía del poder institucional europeo (troika y élites gobernantes), estaría fuera de la realidad, tendría oscuros intereses desestabilizadores del sistema político y la Unión Europea y, llegando al cinismo, iría en contra del pueblo y la democracia.
Con esa demagogia insultante, grupos poderosos que se aprovechan de los recursos públicos en beneficio propio y amparan una gestión nefasta, pretenden demonizar las corrientes críticas y neutralizar las actitudes democráticas. Para ello su calificativo más peyorativo y de moda es populista. Es más, son esas élites dominantes quienes, para esconder sus políticas antisociales y autoritarias, suelen utilizar la demagogia populista, muchas veces vestida de marketing político.
Hoy día, en el ámbito mediático, se suelen identificar con el populismo tres tipos distintos de movimientos descontentos con el poder establecido: 1) el populismo latinoamericano (Venezuela, Bolivia, Ecuador) que ha alcanzado el poder institucional frente a las oligarquías tradicionales, de forma democrática; 2) el populismo de extrema derecha, autoritario, xenófobo y nacionalista; 3) el movimiento progresista de indignación ciudadana contra la involución social y democrática y, en particular, el movimiento 15-M y expresiones políticas alternativas como Podemos y Syriza.
Dejando al margen la experiencia sudamericana, tenemos en Europa dos dinámicas que el establishment pretende emparentar bajo el mismo rótulo descalificatorio de populismo, cuando las dos corrientes, neofascista y democrática-radical, son antagónicas en las cuestiones fundamentales. La primera, pretende mayor autoritarismo, división social y jerarquía absoluta del poder oligárquico. La segunda, mayor democracia, unidad popular frente a las oligarquías y más igualdad y participación ciudadana. El proyecto del primer tipo de movimientos, de extrema derecha, pretende empujar todavía más las dinámicas antisociales, autoritarias y excluyentes del bloque de poder dominante; el del segundo, cívico, quiere frenarlas y generar un cambio más social, democrático e integrador. Los primeros, aun con una retórica populista y una instrumentalización demagógica de partes del pueblo, están vinculados con fuerzas poderosas del establishment (incluidas las fuerzas de seguridad y del aparato estatal y financiero); los segundos, deben reafirmar su arraigo con una base popular, imprescindible para combatir a los poderosos.
Las diferencias son claras y afectan a la esencia de cada tendencia. El contenido sustantivo regresivo, político y social, del populismo de derechas le emparenta con el bloque liberal-conservador. Son dos corrientes convergentes en el proceso de involución social y democrática y su deslizamiento hacia el autoritarismo y la desigualdad. Y enfrente están las nuevas fuerzas alternativas y críticas, con una dinámica democrática y emancipadora.
La oposición a todo ese proceso antisocial e ilegítimo no la ha ejercido la socialdemocracia que, con leves matices, ha participado de esa gestión antisocial, sino una ciudadanía activa y democrática compuesta por múltiples grupos sociales, sindicales y políticos alternativos y de izquierda. Estos movimientos sociopolíticos indignados están claramente diferenciados de esas dos corrientes prepotentes: neofascista o extrema derecha, y liberal-conservadora o simplemente de derechas. Y se oponen a ambas. La indignación ciudadana y la activación del movimiento popular y de protesta social, particularmente en España, así como la emergencia del electorado alternativo y el fenómeno Podemos, han tenido un contenido progresista en lo socioeconómico y democrático en lo político. Su referencia política y de alianzas europeas es la formación griega Syriza (Coalición de izquierda radical), organización nítidamente de izquierda democrática, aunque también la emparenten con el populismo, y con un amplísimo apoyo popular que le permite dirigir el nuevo gobierno para remontar la austeridad y el sufrimiento del pueblo griego. Es todo lo contrario al carácter reaccionario, autoritario y excluyente, dominante en el populismo europeo de ultraderecha.
Este proceso de resistencia y reactivación popular progresista en España (al igual que en Grecia y otros países), con una gran legitimidad ciudadana, es lo que pone en cuestión la estabilidad institucional del bloque de poder oligárquico, previene una deriva autoritaria y xenófoba, abre una esperanza para un giro social en lo económico y un cambio democratizador en lo político; por tanto, es considerado como el adversario a batir por los poderosos. No es de extrañar que en el intento de deslegitimar a esta dinámica emancipadora de cambio social y político, las fuerzas que defienden el establishment tergiversen el sentido de este movimiento popular crítico, lo asocien con dinámicas de extrema derecha o simplemente lo declaren irracional, pasional, extravagante e iluso y, para ello, uno de sus descalificativos de moda es el de populista (igual que ayer el de comunista, izquierdista o radical).
Así, según Pedro Sánchez, nuevo Secretario general del PSOE, Podemos es la ‘institucionalización del populismo’. Él intenta construir un discurso y una imagen ‘centrada’ con dos extremos que se tocan y son similares, pero poniendo el acento en la descalificación de las fuerzas a su izquierda. Como aquí no existe apenas el neofascismo y tiene poco peso electoral el populismo ultraconservador al que vincular Podemos, esa ofensa pretende emparentarle con el PP, considerándolo aliado de la derecha, cuando es la cúpula socialista la que pone en primer plano los acuerdos de fondo con los conservadores y éstos lo sitúan como su adversario principal y a los socialistas como posible aliado. Para los políticos y los medios afines al aparato socialista ellos serían en centro y la expresión democrática, y los dos ‘extremos’ tenderían al autoritarismo. Pero esa versión sí que es una auténtica manipulación y no convence a la mayoría de la población, ni siquiera a su anterior base ahora desafecta. Resulta que todavía es muy evidente y está fresco en la memoria colectiva que fue la cúpula gubernamental socialista y después la del PP, las que han impulsado una gestión regresiva y antisocial, impuesta a la ciudadanía frente a su opinión mayoritaria.
La estrategia de austeridad está basada en la racionalidad económica neoliberal, salvaguardar los grandes beneficios empresariales y del capital especulativo, y el supuesto interés del Estado. Y los Gobiernos europeos la pusieron por encima del bien común o el interés general de la sociedad. Eso se llama autoritarismo y separación de dos polos: por un lado, el poder, que impone un reequilibrio a su favor; por otro lado, la gran mayoría de la ciudadanía, con desventajas para ella. Es decir, hay una imposición a la sociedad de la hegemonía institucional de una élite dominante (polarización negativa), así como, una oposición de una mayoría popular que está en contra de los recortes sociales y reclama servicios públicos de calidad (polarización positiva). El contenido de esas políticas sociales y económicas es regresivo y su sentido político es de prepotencia y autoritarismo. Demuestra la poca sensibilidad social y el escaso respeto a los valores democráticos de las direcciones socialistas, como ha comprobado el Pasok griego con su debacle electoral. Podríamos decir que cuando critican a Podemos (o Syriza) de populismo ‘ven la paja en ojo ajeno y no ven la viga en el propio’.
Para las capas dominantes todo lo que esté fuera o en contra del núcleo de poder liberal-conservador, con el consenso de las cúpulas socialdemócratas, y sus políticas de imposición de la austeridad y los ajustes regresivos, hay que descalificarlo y marginarlo. Su gestión regresiva y su hegemonía institucional no son cuestionables, obedecerían a la racionalidad económica, serían las únicas posibles. Lo único realista sería que la ciudadanía acepte o se someta a ese poder hegemónico en el plano económico-financiero e institucional, pero con graves deficiencias de legitimidad popular. Y que la ciudadanía se resigne a la dinámica impuesta de involución social y democrática con graves consecuencias para la mayoría popular. La indignación, la crítica y la protesta social progresistas pasarían a ser irracionales, irreales o utópicas y el llamamiento al cambio tendría riesgos de involución totalitaria y, en el menos malo de los casos, sería demagógico, pasional o iluso.
En la pugna mediática y de legitimación social la acusación de populismo, dirigida a las expresiones críticas, en particular a Podemos o Syriza y antes al movimiento 15-M, pretende crearles una imagen de demonización y desprestigio, junto con el embellecimiento de las élites dominantes. No obstante, esta dinámica cívica no es ‘populista’; son movimientos ‘populares’ progresistas y críticos con el poder oligárquico y defienden la democracia y la participación ciudadana frente a la desigualdad y el autoritarismo. Sus valores sociales, cívicos y éticos se fundamentan en la justicia social, la igualdad y la emancipación de las capas subordinadas. Son comunes a las mejores tradiciones progresistas y de la izquierda democrática y muy superiores respecto de la degradación moral, política y democrática de las élites poderosas, incluido las cúpulas gobernantes socialistas.
Qué es populismo
Populismo, con una definición sencilla (Diccionario María Moliner), es la doctrina política que pretende defender los intereses de la gente corriente, a veces demagógicamente. La apelación a las demandas del pueblo, en el sentido de capas populares (la plebe), frente al poder establecido o las élites dominantes es lo más específico de este pensamiento. Para profundizar en esta idea básica, particularmente en la ambigüedad ideológica de la teoría populista, vamos a analizarla teniendo en cuenta la aportación de Ernesto Laclaui, reconocido teórico del populismo de izquierdas, algunas de cuyas ideas influyen en dirigentes de Podemos.
Esta definición no dice nada de su contenido sustantivo, de su orientación y papel político-ideológico. La llamada al pueblo aclara algo de su composición interclasista de distintas capas populares (clases trabajadoras y medias, campesinado, pequeña burguesía propietaria, desempleados o precariado…) frente a las élites dominantes. En ese sentido se pone de parte de las clases subalternas, pero no especifica la relevancia, los contornos y el papel de cada grupo social y su representación dentro del conjunto popular. Pretende modificar el poder, pero tampoco precisa las características sustantivas del tipo de sociedad, economía y estado a construir: reaccionarias y autoritarias o democráticas y progresistas. Al hacer hincapié en el sujeto pueblo frente al poder (oligárquico) se deduce que puede tener un componente emancipador de la dominación. Pero eso la teoría populista no lo explicita al considerarse como un enfoque que no entra en el carácter del proyecto transformador.
Sabemos algo del qué (el cambio) y quién sustituye quién (el pueblo, su nueva representación, a la oligarquía anterior), y muy poco sobre el para qué, más allá de una redistribución del poder, es decir, el contenido sustantivo del cambio. Esta teoría se centra en el ‘cómo’ ganar (polarización, hegemonía) los de abajo a los de arriba, y deja en un segundo plano los demás interrogantes. Los fundamentos de su aportación son de orden procedimental: es a partir de las demandas insatisfechas del pueblo como se opera una unificación de las demandas populares, se construye un discurso y una retórica y se articula una hegemonía político-cultural para vencer al poder establecido. Esa apelación al pueblo, a considerar la opinión de la ciudadanía, le da un sesgo democrático y anti-elitista. Luego viene la necesidad y el carácter de su articulación, no siempre bien resuelta.
Por otro lado, hay que distinguir entre teoría populista, con ese componente de indefinición sustantiva, político-ideológica, sociocultural o programática, y movimientos populares reales e incluso personalidades y teóricos que se consideran populistas. Todos ellos apuestan por la defensa del pueblo frente al poder constituido; pero además, y es lo principal para definirlos, son portadores de un contenido sustantivo: orientación, objetivos, valores éticos, dinámica, tipo de relaciones y alianzas. Y esos componentes pueden ser democráticos o autoritarios, igualitarios o injustos, liberadores o dominadores, emancipadores o de subordinación popular, así como con elementos neutros, intermedios y mixtos.
En el primer plano, teórico, podemos decir que no hay populismo de izquierdas o de derechas, su definición se plantea en el campo de la lógica de la acción política, de los mecanismos de confrontación y acceso al poder. Muchos movimientos populares reales pueden compartir esa lógica. No obstante, su situación socioeconómica o de subordinación política, el sentido de sus demandas y reivindicaciones, sus valores sociales, éticos y democráticos o, en fin, el significado de su práctica sociopolítica, su experiencia, sus aspiraciones y el modelo social y político a conseguir, son los aspectos más fundamentales y definitorios de su carácter. De esa forma existen dinámicas populistas reales de izquierda o de derecha, nacionalistas o estatistas. La cuestión es que existen movimientos, tendencias o personas progresistas, igualitarios y liberadores o, bien, reaccionarios, conservadores y autoritarios. Además, se enfrentan al establishment, sin que por ello se les deba clasificar bajo la etiqueta de populismo.
Por tanto, sus categorías centrales, antagonismo de dos bloques, poder (institucionalizado) y pueblo (emergente), y construcción hegemónica del segundo frente al primero mediante la unificación de demandas populares, son importantes pero insuficientes para identificar su posible doble (o variado) carácter: por un lado, el sentido emancipador, igualitario y solidario de un movimiento popular o, por otro lado, su significado autoritario, regresivo y divisionista. Para ello habría que considerar los componentes sustantivos de los sujetos de determinado proceso político (igualdad, libertad, democracia, solidaridad, laicidad) que son constitutivos de la realidad de los dos campos principales, poder establecido y pueblo, y su interacción. En la definición de la teoría populista quedan marginados al centrarse en los mecanismos o procedimientos de acceso al poder. No es una técnica neutra para conquistarlo y gestionarlo. Pretende servir a la mayoría popular subordinada frente a la minoría dominante. Pero al no valorar el sentido de cada movimiento popular real, su cultura, sus valores y su orientación programática, así como el tipo de poder al que se enfrenta, no permite juzgar cómo se articula ese pensamiento con el movimiento y se avalúa su trayectoria y significado.
La razón populista como lógica política
La razón populista de Laclauii no es propiamente una ideología o una teoría política con una estrategia y un programa definidos. No es una doctrina completa o cerrada como las clásicas provenientes del siglo XIX (liberalismo, socialismo, marxismo, nacionalismo), ni tampoco un proyecto o modelo social y económico, valores éticos e ideales, más allá de impulsar la participación popular y la radicalización de la democracia. Solo propone unos criterios básicos para la acción política: 1) polarización de los de abajo frente a los de arriba; 2) empoderamiento y hegemonía del pueblo frente al poder establecido, y 3) radicalización democrática y participativa (proceso constituyente) contra a la oligarquía. Esos tres ejes, no exclusivos de esta corriente, le dan a esta teoría un perfil ‘popular’, diferenciado de las minorías oligárquicas actuales y sus políticas antisociales. Pero son insuficientes para determinar su significado político, su orientación programática y su evolución.
De hecho bajo ese rótulo de populismo se suelen incorporan una gran variedad de movimientos populares y tendencias políticas con contradictorias posiciones políticas e ideológicas, desde el nazismo, el actual neofascismo europeo y el etnopopulismo hasta el populismo latinoamericano y el partido comunista italiano de Togliatti, pasando por sectores críticos de la actual socialdemocracia europea o el ala izquierda del Partido Demócrata estadounidense.
Esa lógica política hay que referirla siempre a cada contexto y sus actores principales. Su sentido y su capacidad interpretativa y articulatoria están vinculados con el carácter del movimiento popular concreto, con su experiencia sociopolítica, su cultura, su por qué y su para qué. En particular, en situaciones como la actual en España, esos mecanismos adquieren un significado preciso, progresista y democratizador. El fenómeno Podemos es diferente al chavismo venezolano, más parecido a la Syriza griega y contrario al francés Frente Nacional de Le Pen. Quedarse en el antagonismo o la apelación al pueblo todavía deja una gran vaguedad que cada actor rellena con su orientación político-ideológica particular, dándole a esos conceptos un significado contradictorio.
Esas tres dicotomías y sus dobles elementos están interrelacionados con la realidad social y la conciencia popular específicas del actual conflicto social y político en esta crisis sistémica. En España ese enfoque, ligado a una experiencia democrática y una cultura de justicia social y derechos humanos del movimiento popular, así como un talante progresista de las elites asociativas, permite elaborar una determinada orientación política básica. Ésta no es de carácter reaccionario y totalitario como puede ocurrir en otros países, sino de carácter igualitario y democrático, al estar asentada en una dinámica sociopolítica progresiva y alternativa frente a un poder regresivo. La inserción de ese esquema interpretativo y de acción política, con una ciudadanía indignada frente a los recortes sociales, el autoritarismo político y la corrupción institucional, y una ciudadanía activa crítica y progresista, le permite consolidar un talante ideológico emancipador: defensa de las capas populares, sus derechos sociales y sus libertades democráticas frente a la desigualdad y la subordinación promovidas por ‘este’ poder institucional y financiero y su estrategia antisocial y autoritaria. Así ha sido visto por una gran parte de la ciudadanía descontenta.
Esa lógica política al asociarse con la dinámica específica de un movimiento popular progresista y sus demandas sociales y democráticas, bloqueadas por las élites dominantes, da como resultado un impulso hacia un cambio social y político igualitario y liberador; y nítidamente democrático y progresista, aunque tenga diversas lagunas. Junto con el proceso de conformación, exigencia y conquista de estas demandas populares, puede aportar una identificación colectiva, cultural o ideológica, mucho más definida en su significado emancipador que las ideologías convencionales, incluidas algunas supuestamente progresistas o de izquierda. Pero entonces ya se está combinando con el material cultural y relacional existente, conformado por diversos fragmentos y corrientes culturales más o menos eclécticos o coherentes.
Sin embargo, son la situación y la conciencia social de desigualdad e injusticia frente a la gestión regresiva de las élites dominantes, así como la existencia en la sociedad de una amplia cultura de los derechos humanos y la justicia social, una fuerte capacidad expresiva y un amplio tejido asociativo progresista, los factores que condicionan la constitución de este tipo de movimiento cívico y democrático, incluida su articulación política y electoral.
En comparación, este discurso polarizado ha servido para explicar mejor la prepotencia de los adversarios del poder, encauzar una aspiración de defensa ciudadana de los derechos y libertades y estimular el cambio progresista, que los discursos de las izquierdas tradicionales.
Las grandes ideologías de estos dos siglos, incluidas las de las izquierdas, no son suficientes para interpretar la nueva problemática social y política. Menos para definir y orientar un proyecto transformador de carácter democrático, igualitario y emancipador. No por ello hay que desechar todo su contenido o no aprender de sus errores. Existen muchos elementos imprescindibles para incorporar en un nuevo discurso, incluido las mejores ideas y proyectos ilustrados, progresistas y de las izquierdas, bajo los grandes valores e ideales de libertad, igualdad y democracia. No son palabras vacías, sino ideas-fuerza que han estado encarnadas en los mejores movimientos sociales y populares de estos siglos y constituyen componentes fundamentales para las fuerzas alternativas.
La teoría populista de Laclau, que recoge aspectos del marxismo menos ortodoxo (Gramsci y Mariategui) junto con elementos postmarxistas, así como las aportaciones de otros pensadores, como E. P. Thompson y Ch. Tilly, aportan algunos esquemas interpretativos de la dinámica de la contienda política y el significado de los movimientos sociales y populares. No llegan a conformar una teoría acabada, hoy imposible. Estamos ante una crisis también ideológica o una situación post-ideológica, pero sin llegar a afirmar la idea conservadora del fin de la historia o la idea postmoderna de la invalidez de los relatos y proyectos colectivos. Se trata de elaborar paradigmas de alcance medio. Teorías sociales que favorezcan la interpretación de los nuevos hechos sociales y faciliten su transformación progresiva.
No obstante, la teoría populista, además de ese límite de reducir su contenido a la lógica de la acción política, tiene otras deficiencias. En particular, relacionado con su contenido ideológico o programático, la creencia de que una lógica o técnica de acción política sea suficiente para orientar la dinámica popular hacia la igualdad y la emancipación. O que con un discurso apropiado, al margen de la situación de la gente, se puede construir el movimiento popular. Infravalora la conveniencia de dar un paso más: la elaboración propiamente teórica, normativa y estratégica, vinculada con las mejores experiencias populares y cívicas, para darle significado e impulsar una acción sociopolítica emancipadora e igualitaria. El paso de las demandas democráticas y populares insatisfechas hasta la conformación de un proyecto transformador y una dinámica emancipadora debe contar con los mejores ideales y valores de la modernidad (igualdad, libertad, laicidad…). Estos, en gran medida, se mantienen en las clases populares europeas a través de la cultura de justicia social, derechos humanos, democracia…, cuyo refuerzo es imprescindible.
Diversidad de la orientación política de los movimientos populares
El significado del proceso de sustitución del poder establecido por el movimiento popular, para la teoría populista, está indefinido ideológicamente, así como el carácter de los dos principales tipos de agentes y si el cambio institucional va en un sentido emancipador e igualitario o en otro opresivo y desigual. La apelación al pueblo no es suficiente para explicar el sentido completo de un movimiento populista y tampoco es un rasgo específico de él. Nos encontramos que, históricamente, ha habido populismos de ‘izquierda’ y de ‘derecha’, incluso de izquierda radical y de extrema derecha o, también, nacionalistas y estatistas, autoritarios y emancipadores. Los movimientos populares considerados populistas tienen un rasgo común: una lógica política que consiste en la polarización de los dos bloques, poder y pueblo, la constitución de éste en sujeto global de cambio, con plena identificación con sus demandas populares, para la conquista de la hegemonía, cultural y política, frente a la oligarquía o poder establecido.
No obstante, esas dinámicas pueden tener suficientes diferencias sustantivas y ese rasgo común ser muy secundario para su identificación. Dicho de otro modo, el conflicto sociopolítico y la hegemonía de unos actores sociales y políticos no son mecanismos analíticos o normativos específicos de la teoría populista. Son compartidos por otras corrientes de pensamiento: desde el marxismo y el hegelianismo hasta el nacionalismo y el fascismo, pasando por la teoría política progresista y social-liberal. Si Maquiavelo, fundador de las ciencias políticas, ya aportaba elementos para la gestión política y la dominación por parte del Príncipe, luego clase dominante y Estado, el populismo pretende ser una doctrina al servicio del pueblo frente al poder instituido. Pero esa idea genérica también es compartida por otras corrientes doctrinales.
Sin embargo, esos mecanismos, en ausencia de la interpretación de la dinámica efectiva y la concreción explícita respecto de una función o un proyecto igualitario, emancipador y democrático, son compatibles con distintos tipos de movimientos sociales y procesos de protesta social. La apelación al pueblo la realizan todo tipo de élites y fracciones del poder para incrementar su legitimidad social o su representatividad parlamentaria. No obstante, no es un indicio suficiente para la evaluación de su sentido reaccionario o emancipador. Tampoco son completamente definitorios otros elementos como el liderazgo o el presidencialismo, utilizados por todo tipo de partidos políticos y grupos sociales, con un impacto mucho más pernicioso cuando se tiene más poder, así como el querer acceder al poder desde una posición subordinada.
Su valoración sustantiva depende de qué tipo de poder se pretende derribar y qué características tiene la fuerza emergente, más allá de poseer una base popular, que también la suelen tener grupos conservadores o reaccionarios, y homogeneizar algunas demandas sociales bloqueadas desde el poder establecido. Con solo esos elementos de identificación, de lógica política, se produce una dispersión del significado de cada movimiento populista real que habría que juzgar por esa orientación de fondo (el qué, por qué y para qué), que precisamente no entra en su definición de populismo (centrada en el cómo) y más allá de su pretensión de disputar el poder.
Sin ánimo de ser exhaustivos, Laclau considera populistas los siguientes movimientos populares: el populismo ruso del siglo XIX, basado en el campesinado frente al zarismo; el partido comunista italiano en la posguerra mundial, con Togliatti y su propuesta de llevar a cabo las ‘tareas nacionales de la clase obrera’ y constituir un ‘pueblo’; la Larga Marcha de Mao y el partido comunista chino, en los años treinta, con su ‘frente anti-japonés’, incluido la alianza con el Kuomintang; el peronismo de Argentina, desde la década de los cincuenta; el neofascismo xenófobo del Frente Nacional del francés Le Pen y distintos movimientos similares de extrema derecha aparecidos en Europa en los últimos años.
El concepto de ‘fronteras flotantes’ de este autor tiene sentido para explicar estos casos. Expresa que tanto el poder cuanto el pueblo se construyen políticamente en un contexto determinado y son autónomos de la configuración estricta del poder económico o la estructura social. Supone que incluso una fracción del poder financiero o institucional puede pasar a ser considerado parte del pueblo (o aliado), frente a otra fracción del poder todavía más regresivo. En esta situación no significa que no importe el carácter político-ideológico de una fuerza, sino que la línea de demarcación de amigo-enemigo se fija precisamente por ese significado político o geoestratégico, no por su estatus económico. A esa idea de variación de los límites de cada uno de los dos campos principales podríamos añadir la existencia de sectores ‘flotantes’ o intermedios, que van y vienen o no se definen completamente por ninguno de los dos bandos en conflicto abierto.
Lógica populista e indefinición de su orientación política e ideológica
La teoría populista mantiene una ambigüedad ideológica o la indefinición doctrinal de su orientación política, lo que da lugar a que bajo esa palabra exista una dispersión de distintos movimientos populistas (o populares) en el eje principal del sentido autoritario-regresivo o emancipador-igualitario. Debido a ese cajón de sastre, con dinámicas sustantivas contrapuestas, desechamos cualquier identificación de un movimiento social democrático como el español con esa corriente de pensamiento o bajo su etiqueta, ya que no define lo sustancial del mismo y genera confusión. Su indefinición respecto a valores centrales de libertad, igualdad y democracia, la incapacita para la identificación con su discurso, cuya ambigüedad ideológica deja el campo libre para que su contenido identificador lo rellenen otros o con materiales reaccionarios.
Sinteticemos los elementos centrales de la teoría populista de la mano de Ernesto Laclau. El populismo como teoría es, sobre todo, una ‘lógica política’, una forma de construir lo político y acceder al poder. Tiene una base popular, sin especificar su composición interna y el condicionamiento de sus intereses materiales, que se enfrenta a un poder (oligárquico o minoritario), sin definir su carácter. No tiene una orientación ideológica determinada, de izquierdas o de derechas (o de centro).
Lo específico del populismo sería la existencia o la construcción de dos bloques diferenciados, uno el poder establecido, otro el sujeto político popular que se conforma con la unificación de las demandas sociales (insatisfechas por el bloqueo del poder). Se parte de las demandas sociales, inicialmente heterogéneas o ‘democráticas’, para construir las demandas ‘populares’, a través de un proceso ‘equivalencial’ de juntar lo común de aquellas e impulsarlas y superarlas en una dimensión global. Básicamente, el populismo son estos dos rasgos encadenados: constitución de dos bloques antagónicos, con claras fronteras (aunque ‘flotantes’) entre poder y pueblo, y construcción de un sujeto de cambio a través de la identificación y la hegemonía de las demandas populares, con el discurso, el liderazgo y la retórica correspondientes.
No obstante, existe la evidencia histórica de diversas polarizaciones sociopolíticas en dos campos fundamentales contrapuestos, los dos con cierta base popular y con gestión del poder o vocación de ejercerlo. Por tanto, es importante precisar dos cuestiones: 1) los mayores vínculos de cada uno de ellos con los poderosos y fracciones de ellos o con las capas populares; 2) si sus proyectos y tendencias transformadoras van en un sentido progresista en lo socioeconómico y democratizador en lo político o lo contrario, de mayor subordinación popular y autoritarismo del poder. Con esa formulación de pueblo frente a poder, no se terminan de definir los objetivos, los valores y los proyectos de sociedad y sistemas políticos y económicos. El elemento clave para esa teoría es partir de las demandas de los de abajo, del pueblo, pero no se nos dice cómo se han conformado, a qué intereses y prioridades obedecen y qué función tienen en relación con el avance hacia esos objetivos globales, de menor desigualdad y mayor libertad de los grupos subalternos y dominados.
El paso de necesidades e intereses de las clases trabajadoras (incluyendo precariado y desempleados) y clases medias (estancadas o descendentes) a reivindicaciones inmediatas requiere unas mediaciones y una articulación, que solo aparecen en el paso siguiente: de las exigencias básicas y democráticas a su transformación en demandas populares, con una dimensión global y una identidad popular antagónica con el poder o la casta. Esa identidad de antagonismo se asemeja a la conciencia de clase del marxismo que permitía la formación de un conjunto social (clase obrera o trabajadora) diferenciado y opuesto a la clase dominante (burguesía u oligarquía).
Esta teoría populista define un mecanismo o un procedimiento: antagonismo de dos sujetos, el poder popular emergente frente al poder existente. Y luego señala las pautas para la constitución del sujeto (pueblo) para acceder y construir un nuevo poder a través de la hegemonía.
Laclau no es determinista como las versiones ortodoxas o rígidas del marxismo. Para él lo principal es la existencia dentro de la población de esas demandas iniciales insatisfechas, como una cosa dada. Las demandas populares aunque son de la gente corriente, es decir, obedecen a intereses de las capas subalternas, dependerían menos de las condiciones materiales del pueblo. En su conformación tendría un papel mucho más fundamental el activismo constructivista o la articulación de una élite que ofrece un discurso y una retórica. Por una parte, con suficiente ambigüedad –significante vacío– para englobar el máximo de descontento y exigencias populares y, por otra parte, para facilitar la construcción de la identificación del pueblo frente al poder oligárquico. Así, el dar nombre a las realidades sería fundamental para conseguir hegemonía.
La cuestión es que esa ‘nominación’ tiene que tener un nexo con la realidad social y la experiencia vivida por la mayoría de la población. Es decir, debe representar o expresar un significado relacionado con la mejora de su situación de desventaja o subordinación o, lo que es lo mismo, debe señalar un camino hacia mayor emancipación e igualdad.
En resumen, el discurso sobre unos mecanismos políticos (polarización, hegemonía, demandas populares), para evitar ambigüedades que permitan orientaciones, prácticas o significados distintos y contradictorios, debe ir acompañado con ideas críticas, asumidas masivamente, que definan un proyecto transformador democrático, igualitario y solidario. Queda abierta, por tanto, la necesidad de un esfuerzo específico en el campo cultural e ideológico para avanzar en una teoría social crítica y emancipadora y el correspondiente desarrollo programático, en conexión con la experiencia sociopolítica popular, que sirvan para un cambio social y político de progreso.
i Los principales libros de E. Laclau son: Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia -junto con CH. Mouffe- (1987), y La razón populista (2013) [2005]. Se considera así mismo postmarxista, crítico con el determinismo economicista o estructuralista del marxismo ortodoxo y el vanguardismo de partido como representación de la clase obrera, tanto en la versión leninista cuanto en la de la IIª Internacional (Kaustky). Sus influencias más significativas vienen, por una parte, de Gramsci y su valoración de la importancia de la hegemonía política y cultural y la configuración de un bloque popular-nacional frente a las clases dominantes, y por otra parte, del psiquiatra Lacan, con la relevancia de la subjetividad, el discurso y el concepto de ‘sobredeterminación’, y los filósofos Foucault y Derrida, con la importancia del poder y sus ideas posestructuralistas.
ii ¿Qué es el populismo según Laclau (2013)?: El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político (p. 11). Por ‘populismo’ no entendemos un ‘tipo’ de movimiento -identificable con una base social especial o con una determinada orientación ideológica- sino con una ‘lógica política’… La lógica política está relacionada con la institución de lo social… que surge de las demandas sociales y es, en ese sentido, inherente a cualquier proceso de cambio social… presupone la constitución de un sujeto político global… implica la construcción de fronteras internas y la identificación de un ‘otro’ institucionalizado. Siempre que tenemos esta combinación de momentos estructurales, cualesquiera que sean los contenido ideológicos o sociales del movimiento político en cuestión, tenemos populismo de una clase u otra… El lenguaje de un discurso populista siempre va a ser impreciso y fluctuante: no por una falla cognitiva, sino porque intenta operar performativamente dentro de una realidad social que es en gran medida heterogénea y fluctuante (pp. 150-151) (lo subrayado es mío).
Antonio Antón. Profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.