Resulta algo ya conocido para aquellos con rudimentos en teoría política que entre las principales influencias de la comunicación llevada a cabo por Podemos [1] se encuentra Antonio Gramsci. El que fuera el filósofo y político marxista de mayor impacto teórico durante los episodios más convulsos de la Italia del pasado siglo, acuñó -entre otras […]
Resulta algo ya conocido para aquellos con rudimentos en teoría política que entre las principales influencias de la comunicación llevada a cabo por Podemos [1] se encuentra Antonio Gramsci. El que fuera el filósofo y político marxista de mayor impacto teórico durante los episodios más convulsos de la Italia del pasado siglo, acuñó -entre otras aportaciones intelectuales- el concepto de bloque hegemónico a fin de referirse a la estrategia a la que debe optar una fuerza política en su proceso por hegemonizar el campo de lo social. Expresado sin cortapisas, semejante maniobra pasa por ocupar la centralidad de la sociedad desechando las categorías izquierda y derecha a la par que siendo transversal a las sensibilidades que se expresan a su través. Conforme a tales planteamientos la capacidad de Podemos por lograr la hegemonía social sería correlativa al arrinconamiento de los demás partidos a una posición marginal en la contienda electoral. Relegadas las fuerzas tradicionales de su ubicación central, Podemos acontecería la opción electoral de la nueva mayoría social.
De igual modo que Gramsci aspiraba a la conformación de un bloque hegemónico que amalgamase la mayor parte de sectores sociales en torno a un proyecto revolucionario, Podemos procura su supremacía por medio de un conglomerado de actores sociales diferentes: obreros manuales y asalariados intelectuales, estudiantes y jubilados, trabajadores desempleados, precarios, autónomos, pequeños y medianos empresarios, profesionales liberales y cargos medios-altos. Al margen de las distintas sensibilidades o apreciaciones ideológicas, todos ellos pueden encontrarse en el mutuo acuerdo de construir una nueva mayoría social que permita defenestrar a aquellos que han estado haciendo de la vida pública un negocio privado. En definitiva, la coalición de todas las fuerzas democráticas a favor de un proyecto nuevo de país, por medio de transformaciones que apunten a la igualdad social y a la equidad económica, saca necesariamente a colación la idea de bloque hegemónico que teorizaba Gramsci y a la que Podemos parece hacerse eco por medio de la búsqueda de un frente popular.
Si de algo da muestras la noción de bloque hegemónico es, ante todo, de que existe una relación complicada entre la aquiescencia por parte de los sectores mayoritarios de la población de un determinado proyecto político y la identificación de éste con unos planteamientos ideológicos muy específicos. Esta explicación trata de arrojar luz acerca del motivo por el cual, si bien el de Podemos es un proyecto político que sin dificultad podría asumirse dentro del espacio de la izquierda política, no reclama para sí esa parte del espectro ideológico. Basta convencerse de ello con percibir que los intereses económico-corporativos particulares de cierto sector social limitan que el campo de acción e influencia de un determinado proyecto se extienda y permee sobre el conjunto de la sociedad. Ahí radica la voluntad de Podemos por desligarse de una posición en el tradicional espectro político establecido a partir del eje izquierda-derecha. Pero tratemos de sondear con mayor acuidad los motivos por los que Podemos no estima pertinente circunscribirse en el casillero político de la izquierda sino que, muy por el contrario, opta por ampliar el ancho de banda en beneficio propio.
Lejos de aceptar una determinada posición en el eje izquierda-derecha, el discurso de Podemos, su estrategia mediática, se basa en plantear el problema en términos de oligarquía frente a ciudadanía, democracia frente a dictadura. Porque pergeñar la pelea política en el eje izquierda-derecha es, en palabras de Pablo Iglesias, «entregarle la victoria al enemigo. Ellos quieren eso, que nosotros estemos preocupados en colocarnos en un plano ideológico que nos defina por nuestra identidad, quieren que la palabra izquierda esté en nuestro nombre, que en nuestros actos estén todos los símbolos de la izquierda y, si es posible, que suene la Internacional. Pero si somos capaces de construir un lenguaje que emocione, movilice y trabajar con gente de muchos ámbitos y convertir la mayoría social que existe en mayoría política, entonces sí se preocuparán» [2]. Hablar de izquierdas o de derechas supone reducirse a un determinado nicho electoral, un espacio político ya configurado que impide devenir hegemónico toda vez que la unidad de la izquierda se convierte en una opción más dentro de las opciones electorales. La resolución de dicha cuestión estriba en considerar que la elevación de un determinado proyecto a un paradigma hegemónico pasa por convocar una unidad popular que trascienda toda categorización ideológica entre izquierda y derecha tratando de acaparar los significados comunes que reproduce la sociedad. Avanzando posiciones al tiempo que se acumulan nuevas fuerzas.
Siguiendo el trazo de este pensamiento se entiende que la acusación por la cual el surgimiento de la formación divide el voto de izquierdas no es adecuada en tanto en cuanto la cohesión del voto de izquierdas, lejos de asegurar la victoria electoral, promete la derrota del proyecto político que semejante coalición pudiese postular. Dado el rango poco menos sorprendente que puede parecer semejante afirmación, habría que aclarar que las opciones que se reivindican de izquierdas no tienen más que una porción restringida de apoyos electorales, imposibilitando el devenir hegemónico de la formación. Al respecto de esta cuestión, y sin querer hacer demasiado hincapié en ello, debiera decirse que clivaje es un concepto propio del análisis de las tendencias de voto utilizado para referirse a la división de los votantes en diferentes bloques separados por escisiones. Ante lo cual, se mire como se mire, supone tropezar con la realidad el hecho de no querer aceptar que el clivaje de la población española correspondiente a los partidos de la izquierda no es mayoritario. Así, de una escala del 1 al 10 en la que el 1 correspondería a la extrema izquierda y el 10 a la extrema derecha, la media de una muestra de 2479 personas encuestadas por el CIS (barómetro de abril, 2015) es de 4.58, un puntaje lindante al centro [3].
Ciertamente las limitaciones de las opciones de izquierda en este país, tanto parlamentarias como extraparlamentarias, han sido palmarias a la hora de tratar de aglutinar nuevas lealtades en torno a un proyecto popular que desbordase la categoría izquierda ampliando su confín a otros sectores sociales que no necesariamente se sientan identificados con esa etiqueta ideológica. Las razones del descredito de la izquierda organizada a través de la forma partido son múltiples y complejas, por bien que sintéticamente podríamos afirmar que, al transitar hacia posturas colaborativas con la gestión administrativa del modelo económico y social neoliberal, no supo responder -aun cuando ha gobernado- a la desregularización y flexibilización del mercado laboral, al descenso de la participación de las rentas del trabajo en el PIB y al incipiente proceso de desmantelamiento del Estado del bienestar. Consecuentemente, su base social -formada mayoritariamente por estratos populares y ciertos sectores de las clases medias- tiende a retirarle su apoyo electoral al percibirla inoperante a la hora de desarrollar un programa que sitúe la erogación de la riqueza dentro de un (más que extraviado) horizonte emancipador. Por otro lado, se columbra la incapacidad de las izquierdas remozadas -surgidas al calor del 68- por granjear la voluntad de las mayorías no bien se advierte su porfía en resituar el sujeto histórico en una multitud de reivindicaciones parceladas cuyo autonomismo -sectario en ciertas ocasiones- recela de las posibilidades institucionales. Por lo que, pese a que no vamos a entrar en detalles, la interpelación a los comunes al margen de cualquier lógica bivalente o etiqueta político-ideológica parece, a razón de lo visto, la condición de posibilidad para redefinir el marco político concerniente a la toma de decisiones que afectan nuestra sociedad.
De lo expuesto se infiere que la izquierda no debe ser un fin en sí misma, sino tan sólo un instrumento que tiene que servir a la población sobre la cual recae el esfuerzo de hacer funcionar el país. Las categorías ideológicas no son el término ni la consumación de un proyecto político en cuestión sino, por el contrario, el mecanismo o procedimiento que a él nos conduce: una transformación social que conlleve la mejora de las condiciones de vida de buena parte de la población. Por lo que resultaría más que necio que Podemos idolatrase los estandartes de la izquierda si es que semejante fetiche precisamente impide la articulación de las mayorías. Se trata de renunciar a la categoría izquierda no para rechazar sus fundamentos políticos sino para sortear esa especie de cepo que constantemente le antecede y, de este modo, acometer diligentemente como el contrapoder que siempre ha sido y que de un tiempo a esta parte dejó de ser.
Notas
[1] No pudiendo ser de otro modo, la política se encuentra trenzada a la comunicación toda vez que «reconocemos que la política es una interacción constante de símbolos y que, por ende, la comunicación política se constituye como un proceso necesario que hace articulable y predecible todo el inmenso espacio generado entre los mensajes emitidos y los mensajes recibidos». Villa Guzmán, Carlos Antonio. & Emmerich, Norberto. (2013). La política de la comunicación. Por qué las sociedades son mediáticamente definidas y sus consecuencias. Universidad de Guadalajara.
[3] http://datos.cis.es/pdf/
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