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Fallece Oliver Sacks, neurólogo y escritor británico

En la muerte de un gran científico, maestro y divulgador inigualable

Fuentes: Rebelión

Para Eduard Rodríguez Farre, otro gran maestro y científico de letras   Cuando en la mañana del lunes 31 de agosto supe de la muerte de Oliver Sacks, pensé inmediatamente en dos grandes pensadores que nos han dejado también en estos últimos años, Stephen Jay Gould y Francisco Fernández Buey. El primero reunía ese atributo […]

Para Eduard Rodríguez Farre, otro gran maestro y científico de letras

 

Cuando en la mañana del lunes 31 de agosto supe de la muerte de Oliver Sacks, pensé inmediatamente en dos grandes pensadores que nos han dejado también en estos últimos años, Stephen Jay Gould y Francisco Fernández Buey. El primero reunía ese atributo de Sacks al que ha hecho referencia Javier Sampedro: era también un científico de letras, un gran científico y un enorme escritor, un sólido científico humanista, un pensador del que seguimos aprendiendo. El segundo, el autor de Para la tercera cultura y La ilusión del método, admiraba a ambos y hablaba de ellos con la pasión que nos despiertan las personas que admiramos y, por qué no decirlo, amamos profundamente sin conocerlas… y conociéndolas por supuesto.

En febrero de 2015, Sacks, nacido en Londres en 1933 donde sufrió los bombardeos nazis durante la II Guerra Mundial, anunció en un artículo que padecía un cáncer terminal. El pasado domingo 30 de agosto -¡arden de nuevo las pérdidas!- ha fallecido en Nueva York, a los 82 años. Anagrama editará en breve sus memorias. Es imposible elegir entre sus libros. Todos nos han enseñado, ninguno merece habitar en el olvido. Entre otros: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Veo una voz (Viaje al mundo de los sordos), Un antropólogo en Marte, Con una sola pierna o Alucinaciones

Su gran aportación, ha señalado Guillermo Altares, «es haber acercado a millones de lectores en todo el mundo a aquellos que la sociedad se empeña en tratar como diferentes y que Sacks siempre consideró iguales». No es poco. Nos ayudó a comprender la inmensa complejidad de la mente humana, dotando la afirmación de sentido y referencia, «y nos permitió atisbar la forma en que se enfrentan al mundo todos aquellos que demasiadas veces preferimos ignorar». Repito: demasiadas veces. Altares recuerda un fragmento del obituario que le ha dedicado The New York Times: «recibía unas 10.000 cartas al año, pero respondía siempre a los menores de 10 años, a los mayores de 90 y a los que estaban en la cárcel».

Los lectores de Sacks, ha apuntado con sentido y sensibilidad Javier Sampedro, sentimos hoy una pena profunda, «la pena del huérfano al perder a su padre intelectual, pero esperamos que Sacks no nos deje solos, que alguien, en alguna parte, se sienta motivado a recoger la antorcha y nos siga contando historias, como pedía Crick». Que así sea.

En su carta de febrero de 2015 a la que hacía antes referencia Sacks nos hablaba en estos términos:

«Hace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%».

Daba gracias por haber disfrutado de nueve años de buena salud y productividad «desde el diagnóstico inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte» y hacía referencia a continuación, cómo no, al buen Hume:

«Las metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance, son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, quien al saber que estaba mortalmente enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de abril de 1776. La tituló De mi propia vida. «Imagino un rápido deterioro», escribió. «Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y lo que es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual de la compañía de otros».

¡La misma pasión de siempre!

Había tenido la inmensa suerte de vivir más allá de los 80 años, proseguía, «esos 15 años más de los que vivió Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor». En ese tiempo publicó «cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera [tal vez a principios de 2016 en Anagrama en castellano]; y tengo unos cuantos libros más casi terminados. Hume continuaba: «Soy… un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio y de gran moderación en todas mis pasiones».

En este aspecto era distinto de Hume.

«Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca) que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones. Sin embargo, hay una frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: «Es difícil», escribió, «sentir más desapego por la vida del que siento ahora»».

Proseguía señalando que en los últimos días había podido ver su vida igual que si la observara a distancia, desde una gran altura:

«[…] como una especie de paisaje y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada. Al contrario, me siento increíblemente vivo y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento. Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer el tonto)».

De pronto, afirmaba, se sentía centrado y clarividente. No tenía tiempo para nada que fuera superfluo:

«Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y los debates sobre el calentamiento global».

No era indiferencia, en absoluto, sino distanciamiento. Seguía estando muy preocupado por «Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mi metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos».

Tal vez nuestro maestro fuera aquí demasiado optimista.

Era cada vez más consciente, desde hacía unos 10 años, «de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros».

Cuando una persona muere, lo sabía bien, «es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano -el destino genético y neural- es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte».

No fingía no tener miedo. Pero el sentimiento que predominaba en él era la gratitud. «He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, he viajado, he pensado y he escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores. Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura»

Sacks además sabía muy bien -por las desigualdades crecientes a las que él mismo aludía- que para millones y millones de seres humanos llegar a ser personas sensibles, animales pensantes en un hermoso planeta que continuamos maltratando hasta la irracionalidad y la estupidez más profunda no es un privilegio ni puede ser una aventura porque los insaciables amos del mundo impiden que las vidas de tantos de nosotros pueden ser plenamente humanas.

Jamás habitará el olvido, querido maestro. 

Recomendamos su último libro, On the move, las memorias de este gran humanista que dejan a quien las lee con una tristeza persistente, en parte porque se es consciente de leer su último libro y en parte porque las enfermedades que lo aquejaban no le daban tregua desde hace años. Y sin embargo él seguía adelante, no se quedaba en un rincón lamiéndose las heridas, siempre «on the move»…  

El título se basa en un poema de su amigo Thom Gunn, que termina:

«At worst, one is in motion; and at best,
Reaching no absolute, in which to rest,
One is always nearer by not keeping still.»

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.