De cara a la galería, algunos mandamases de la Unión Europea se rasgan las vestiduras por el trato que Víctor Orbán, primer ministro de Hungría, está dando a los refugiados e inmigrantes que llegan a su país: alambradas de espino, alimentación de mala calidad, traslados forzosos, vejaciones de palabra, engaños de toda laya. Tachan a […]
De cara a la galería, algunos mandamases de la Unión Europea se rasgan las vestiduras por el trato que Víctor Orbán, primer ministro de Hungría, está dando a los refugiados e inmigrantes que llegan a su país: alambradas de espino, alimentación de mala calidad, traslados forzosos, vejaciones de palabra, engaños de toda laya.
Tachan a Orbán de fascista o casi y después se lavan las manos, como si la frontera húngara no lo fuera asimismo de la Unión Europea y sus políticas no estuviesen avaladas en silencio cómplice por Bruselas, Berlín, París y Londres, por no decir todos los países comunitarios.
En la frontera sur, Ceuta y Melilla, las cuchillas del PP de Rajoy juegan un rol parecido. En asuntos financieros y económicos, Merkel y la UE aprietan las clavijas del neoliberalismo sin ninguna consideración, siendo Grecia el caso más genuino de esa dictadura férrea para someter a los pueblos y la clase trabajadora a las condiciones onerosas del FMI y los mercados financieros.
Sin embargo, en el asunto de la inmigración y los refugiados dan carta blanca a que Hungría y España hagan de su capa un sayo y dispongan medidas inhumanas contra todo lo que se mueva con piel negra o tostada y tenga acento sospechoso de musulmán o africano. La laxitud calculada de esos campeones de la ética occidental (Merkel, Cameron, Hollande…) es más que elocuente. Echan la culpa a los esbirros de segunda categoría (Orbán, Rajoy…) para exonerar o aligerar sus manifiestas responsabilidades políticas.
Y lo peor de toda la situación estriba en que sus políticas derechistas, racistas y xenófobas, a veces solapadas en discursos buenistas para tapar sus verdaderas intenciones, suelen tener premio en las elecciones generales. Salvo el experimento gaseoso de Syriza, siempre vuelven a ganar las derechas o sus timoratos compañeros de viaje, ya no se sabe muy bien si socialdemócratas o qué cosa de difícil o inefable adscripción ideológica.
Vivimos en una encrucijada de caminos en que no se atisba una alternativa global al capitalismo posmoderno. A pesar de los conatos de solidaridad espontánea, la hipocresía inunda las sociedades europeas y occidentales. Resultan más que meritorias las iniciativas puntuales de la gente llana y de algunas fuerzas políticas y entidades locales para ofrecer una respuesta social que acoja a tantas personas desplazadas por el hambre y la guerra, pero a medio plazo será insuficiente.
Casi todo cae en el olvido en las sociedades capitalistas a no muy tardar. Los medios de comunicación y las urgencias cotidianas provocan que lo que ahora es una emergencia desaparezca del foco mediático a conveniencia de las elites dominantes.
Además, la primera respuesta solidaria de alcance social suele tornarse en el trasiego diario en una incomodidad gravosa al tener que convivir y competir la clase trabajadora con los recién llegados por recursos escasos como el trabajo y las subvenciones o ayudas en supuestos de extrema e imperiosa necesidad individual o familiar.
Esa competencia real aviva las soluciones xenófobas y nacionalistas cuando no existen opciones políticas e ideológicas que permitan abrir horizontes globales hacia un mundo nuevo e internacional.
Aylan, el niño sirio rescatado en la orilla del mar ya muerto, ha sido una emoción hábilmente explotada por los medios de comunicación occidentales para extraer unas lágrimas traicioneras de la mala conciencia social. De esta manera, los responsables políticos de las guerras en Oriente Medio (Washington, Israel y Bruselas), escapan a la ira popular extendiendo alícuotamente la culpa entre toda la población. Cuando todos somos culpables, nadie lo es en realidad.
La estratagema es antigua pero muy efectiva. Ciertamente existe una culpabilidad compartida toda vez que los pueblos occidentales tienen lo que se merecen de alguna manera cuando votan a partidos e ideas contrarios a sus intereses auténticos de clase. El nacionalismo alentado por las derechas y las izquierdas complementarias en la Unión Europea ensalza los logros propios como razón de Estado y sentimental para arrastrar a las masas a optar por tesis conformistas y conservadoras. Las crisis, por desgracia, son espacios donde cada cual intenta salvar sus muebles contra viento y marea. Ese enroque producido por el miedo ambiental provoca actitudes irracionales de salvaguardia de esencias espurias: patria, lo nuestro, nosotros, la añeja civilización europea (o alemana, o francesa, o británica, o española, o magiar).
Parece mentira que a estas alturas de la Historia todavía seamos incapaces de ver que Europa, más allá de sus disputas nacionales por cuotas económicas o políticas, es pura mezcla, inmigración interior y exterior, caldo de cultivo de diversidades culturales y texturas muy dispares: eslavos, católicos, protestantes, árabes, musulmanes, celtas, vikingos, sajones, iberos, ortodoxos, turcos, africanos y americanos de las colonias, negros, blancos, orientales, judíos…
Pretender una Europa uniforme es un imposible metafísico y pragmático. Defender un estilo de vida puro y original, una quimera estúpida. Todo está contaminado por la mezcla permanente. Si las clases trabajadoras europeas no unen sus fuerzas por una sociedad de corte socialista e inclusiva, la Unión Europea saltará por los aires en cualquier momento.
Washington marca la ruta y Europa se pliega a sus designios militares. Ambos son los principales causantes de la pobreza en el mundo y de las guerras que se desencadenan mediante conflictos locales para mantener las influencias políticas bajo protectorados y ficciones de países fallidos a propósito.
La desigualdad y la pobreza son dos bombas que pueden estallar internacionalmente en cualquier instante. EE.UU., China, Rusia y la Unión Europea deben sentarse a negociar ya mismo para establecer un desarrollo justo que desactive los factores de riesgo inminente a escala global.
Por otra parte, la clase trabajadora europea debe aparcar su sindicalismo de baja intensidad y miras cortas para alentar políticas sociales de alcance universal. Similar empeño han de poner las izquierdas de la UE para desbancar el nacionalismo estrecho de las derechas y sus amistades de corte nominal socialdemócrata. Hay que mirar más allá de las ideas eurocéntricas, mirar a América del Sur, a Asia, a África…
Las alambradas de espino de Orbán y las cuchillas de Rajoy son también de Merkel, Hollande y Cameron. De toda la Unión Europea. De una forma de entender el futuro ya gastada: el viejo régimen capitalista que no quiere dar su brazo a torcer.
No nos dejemos llevar por emocionalismos inquietantes de quita y pon. En ese terreno, todo se olvida muy pronto, y seguirán cosechando sufragios las derechas clásicas y las izquierditas aliadas del statu quo.
Rajoy y Orbán son peones de una estrategia conjunta donde Merkel es la orgullosa reina, Hollande el versátil caballo y Cameron el alfil traicionero. La torre bien pudiera ser el FMI o el Banco Central Europeo, Lagarde o Draghi en definitiva.
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