Parecía que la razón y la ciencia reducirían los espacios de la religión a territorios testimoniales. Sin embargo, en pleno siglo XXI, las fes religiosas, principalmente las monoteístas, siguen siendo poderes morales y financieros donde las masas hallan motivos de consuelo, socialización e identificación para salvar sus cuitas íntimas y de convivencia cotidiana. La contraparte […]
Parecía que la razón y la ciencia reducirían los espacios de la religión a territorios testimoniales. Sin embargo, en pleno siglo XXI, las fes religiosas, principalmente las monoteístas, siguen siendo poderes morales y financieros donde las masas hallan motivos de consuelo, socialización e identificación para salvar sus cuitas íntimas y de convivencia cotidiana. La contraparte de esta evidencia universal es que la religión en sus diferentes advocaciones históricas y geográficas es un resorte ideológico imprescindible para mantener el capitalismo como sistema mundial irrebatible y a las elites poseedoras como dirigentes naturales del régimen sociopolítico a escala global.
Es tanto el poder de la religión que suscita un respeto inmediato o temor reverencial a criticar su preponderancia social. Cualquier leve admonición a su cuerpo doctrinal puede ser saldada como ofensa incluso dolosa por la instancia judicial. No se salvan ni los Estados presuntamente laicos y aconfesionales. Da lo mismo que se opongan argumentos racionales o que se use la ironía para marcar distancias con sus creencias que no tienen ningún apoyo material en pruebas irrefutables. Los ateos o agnósticos deben callarse ante el influjo metafísico de sus tesis descabelladas o contra toda lógica basada en la escrupulosa razón y en la exposición ponderada de críticas científicas o filosóficas que buscan la coherencia y el contraste de pareceres racional y exigente con hechos traídos a colación fuera de las emociones a flor de piel o de los sentimientos privados.
Da igual que hablemos de cristianismo, islamismo o judaísmo y sus distintas escuelas, sectas o interpretaciones particulares. Todas esas fes monoteístas se resisten a irse de la plaza pública que ocupan por derecho divino, utilizando la ignorancia o la tradición o la cultura ancestral como vehículos para continuar sometiendo a la gente llana y a sus feligreses más militantes a los intereses ocultos de las clases poseedoras. Criticar la religión es tabú; la irracionalidad de las emociones religiosas liga a los creyentes más desaforados a sus doctrinas y a sus representantes más señeros de una forma obscena y antihumana. El calor que ofrecen las religiones resulta directo y deslumbrante, como una especie de hogar donde todo está prescrito, cada cosa en su sitio y no reclama el esfuerzo de pensar por sí mismo.
La repetición constante de letanías sin significado racional y la exuberancia de las liturgias que despliegan por doquier de manera espectacular provocan adhesiones piadosas ante la inmensidad de tales decorados fastuosos. La puesta en escena engulle la capacidad de pensar la realidad en toda su complejidad. Las religiones ofrecen respuestas emocionales que apabullan las mentes más lúcidas y las mentes atrapadas en la miseria diaria. Esa relación con la desmesura de palabras huecas y acontecimiento colosal permite a los fieles encomendarse a los dioses como sustitutos o placebos de las realidades que conforman sus vidas. En la grey que llora junta sus lamentos vitales, sociales y políticos encuentran la fuerza para seguir adelante.
Aunque lo dijera Nietzsche en un arrebato de ira intelectual, no resulta tan claro que ningún dios haya muerto definitivamente. Están escondidos en sutilezas y refinamientos varios, incluso en las sociedades occidentales que presumen de ser culturas avanzadas. A pesar de las verdades científicas que se abren paso cada día, el pensamiento general sigue dominado por ideas religiosas que alimentan una moral difusa favorable a ver la realidad como una complejidad imposible de atrapar o cercar por la razón. La religión mantiene un estatus sentimental e intocable que supera los hechos probados y contrastados por la argumentación serena y ponderada.
Mucha gente manifiesta distancias retóricas con el hecho religioso, pero cuando la ocasión lo requiere huye de enfrentarse a la irracionalidad de sus prácticas terrenales y preceptos morales, lo que da un oxígeno imprescindible para que permanezca viva su esencia tradicional. Esencia, por otra parte, con ramificaciones en la educación y en instancias de poder seculares. Son fundamentos que permean el sistema social de abajo arriba y viceversa, a la chita callando, como el agua, adoptando la forma de los espacios concretos, filtrándose en la vida real de modo subrepticio y falaz pero de manera contundente y eficaz. Sus mecanismos y dispositivos están presentes en toda las esferas: ideológica, económica, social, cultural y política. Es difícil sortear o escapar de su sombra totalizadora. Toparse con la religión resulta fácil aunque no siempre advirtamos su presencia.
Esa arrogancia de las religiones para instituirse en poseedoras sin título suficiente de la verdad moral es un dique invisible que sigue preconizando la resignación ante la realidad social en conflicto. De ahí que sus dos campos de batalla predilectos sean la educación y la pobreza. Hacer personas sumisas y temerosas es lo mejor para el poder establecido. Y lanzar mensajes de dulzura y compasión a los pobres y marginados (haciéndolos suyos en espíritu sin ofrecer alternativas a sus miserables vidas aquí y ahora) es el mantra para convertir el dolor causado por el capitalismo en germen inocuo en el escenario político, desactivando la crítica constructiva y la oposición irreconciliable entre explotadores y explotados.
La figura populista, en el peor sentido de la palabra, del papa Bergoglio viene a llenar este mundo injusto y crudamente real mediante discursos en los que pone de manifiesto las consecuencias del capitalismo en el que vivimos inmersos sin señalar a los entes culpables de la situación. Nada nuevo en la viña del señor. Los conceptos intelectuales son los mismos de siempre: el mal, el pecado, lo diabólico… Esa lucha eterna entre el bien y el mal en el que los agentes materiales y las causas reales se desvanecen a través de palabras engañosas y mentiras instrumentales. Todos somos responsables de lo que somos, no hay culpables que buscar. En el mal reside todo lo que padecemos. Reza y resígnate a tu suerte. No te subleves. No pienses. El cristianismo (u otro monoteísmo) es la solución. No pretendas indagar demasiado en la compleja realidad: huye de los efectos como puedas y no caigas en la tentación satánica de hurgar en las causas de los fenómenos sociales y políticos.
Vivimos en una suerte de falacia universal en el que la impotencia para luchar por un mundo más justo y equilibrado nos echa irremisiblemente en las manos ávidas de la irracionalidad absoluta. Unas veces por desgana intelectual y otras porque el adversario es tan poderoso que rendimos armas con el fin de salvar los muebles del devenir cotidiano.
Las religiones siguen ahí, fuertes y arteras, poniendo freno a la Humanidad para llegar a ser lo que ella mismo decida qué quiere ser: racionalmente, en diálogo crítico con la realidad, avanzando sin doctrinas ni fes basadas en el milagro y en morales maniqueístas antediluvianas. El consuelo que ofrecen a las masas oprimidas por el capitalismo es mantenerlas sujetas a la ignorancia de la mansedumbre.
La maldad desnuda y etérea, sin nombre ni apellidos, es el sustento primordial de las religiones contemporáneas. La complejidad dialéctica de la razón es su mayor enemigo. ¿Qué sería de las religiones sin la maldad y su secuela de legiones de pobres, marginados, refugiados, parados y damnificados por la explotación laboral? La moral religiosa es, en definitiva, un refugio en forma de cárcel intelectual para que la gente no piense por sí misma y alcance sus propias conclusiones y certezas desde la duda racional y las argumentaciones lógicas y coherentes. Antes y ahora, en pleno siglo XXI.
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