Lo dicen quienes fueran sus vecinos. Nunca dio motivos de queja y hasta se dejó ver alguna vez por la iglesia y se le vio, incluso, rezar y santiguarse. Era un vecino normal. Es fama que en el autobús cedía el asiento a las ancianas y jamás olvidó felicitar a su madre un cumpleaños, y […]
Lo dicen quienes fueran sus vecinos. Nunca dio motivos de queja y hasta se dejó ver alguna vez por la iglesia y se le vio, incluso, rezar y santiguarse. Era un vecino normal.
Es fama que en el autobús cedía el asiento a las ancianas y jamás olvidó felicitar a su madre un cumpleaños, y es que era un hijo normal.
Era un buen estudiante, dicen en el barrio, al menos mientras asistió a la escuela, aunque tampoco nada del otro mundo, era un estudiante normal.
Sus amigos siempre lo consideraron un buen muchacho, tranquilo, de buen humor, amigo de sus amigos, solidario, siempre dispuesto a echar una mano, un amigo normal.
Y como trabajador cumplía sus compromisos y hacía bien su labor. Era un trabajador normal.
Quienes lo conocen dicen que era un hombre normal, que pensaba que las mujeres son seres inferiores, subordinados, desprovistos de cualquier razón, y que le irritaba ese pretendido aire de superioridad de algunas que creen que, por haber estudiado o ser eso que llaman «profesionales», ya tienen derecho a pensar, a hablar, incluso a decidir. Era un hombre tan normal que en cualquier sonrisa de mujer advertía una inequívoca señal de interés personal, que en cualquier cortesía de mujer suponía una desesperada invitación a la cama, que en cualquier gesto amable de mujer daba por hecho una irrefrenable incitación al sexo. Era un hombre tan normal que quienes pasaron por el amargo trance de observar el cadáver de la joven mujer violada, asesinada, no podían imaginar la razón de ser de tanta normal saña, de tanta normal brutalidad.
(Euskal presoak-euskal herrira).
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