Se compran en el supermercado ideológico de la estética farandulizada para estereotipar gustos y consumos. Se fabrican en serie y constituyen la «fórmula magistral» del opio mediático con que se estandariza la producción masiva de valores alienados. Son ingredientes de fácil adquisición y consumo, los venden a granel envueltos en coartadas melodramáticas para crear campos […]
Se compran en el supermercado ideológico de la estética farandulizada para estereotipar gustos y consumos. Se fabrican en serie y constituyen la «fórmula magistral» del opio mediático con que se estandariza la producción masiva de valores alienados. Son ingredientes de fácil adquisición y consumo, los venden a granel envueltos en coartadas melodramáticas para crear campos emocionales muy rentables. Y «a cobrar se ha dicho».
No hay encuestas suficientes para medir la cantidad de gritos, balazos y trompadas (sucedáneos y conexos) que ha producido la industria del espectáculo en su historia, pero no es difícil calcular la cuota de violencia que aportó como paradigma del «entretenimiento» hasta hacerlo invisible o instaurarlo como necesidad en sistema de enunciación «mass media«. Casi no hay excepciones y casi no hay escapatoria. Hemos debido resistir y, acaso sucumbir, al atropello discursivo de la creatividad paupérrima que sólo sabe resolver situaciones de tensión dramática con gritoneos y violencia estereotipada. Es una plaga invisibilizada a fuerza de martillar, incesantemente, la cabeza y los corazones del «público». Es una cantaleta efectista matizada con hedores de dramatismo premeditado para vendernos algo… de cualquier manera y a cualquier precio. Comenzando con vendernos su ética y su estética de mercado.
Hombres, mujeres, niños, viejos… a cual más el grito, la trompada y el balazo se ofrecen como catalizadores de una mediocridad rampante en la que nada escapa si no es a fuerza de desplantes violentos y espectaculares. No importa si la escena es realista u onírica. No importa si es telenovela o gran premiere holliwoodesca. No importa la imposta porque importan per se los desplantes ampulosos. Es la estética de la vaciedad contada en clave de epopeya. No importa si es en público o en privado… todos los caminos conducen al grito, a la trompara y/o a los balazos. O a sus derivados y camuflajes.
Cuando uno encuentra una película, una serie, una puesta en escena cualquiera, en la que se prescinde de balazos, trompadas y gritos tiende a sentir que algo falta. Una sensación de quiebre o de ausencia que sólo se disfruta cuando se hace conciencia crítica sobre la saturación inclemente a que somos sometidos día tras día. Y es que nos han enseñado a ser adictos al efectismo de la simplonería conceptual que, no por simplona, se priva de armados tecnológicos o escénicos muy diversos para hacerse pasar por realistas a ultranza. Pero una vez apercibidos del truco uno debe recordar -permanentemente- que varios comerciantes de imágenes se especializan en fabricar los momentos cumbre que se rematan a balazos, a trompadas o a los gritos. Algunos se hacen llamar «guionistas».
Algún día contaremos con dispositivos crítico-regulatorios, de índole diverso, capaces de poner freno a los abusos semióticos y estéticos de las «industrias culturales». Algún día no estaremos tan desamparados ante el aparato mediático de la clase dominante que hace de las suyas con nuestras cabezas mientras creemos que sus «productos» son inocentes espacios para nuestro entretenimiento sano y salvaguardado. Algún día, de uno y muchos modos, tendremos a mano, método crítico de base instrumentado como auxiliar en el trabajo de enfrentarnos al discurso hegemónico disfrazado de diversión. Alguna vez no nos tocará consumir a-críticamente todo el pasojo que se exhibe impunemente en los cines, en la «tele»… en nuestras narices. Es una batalla de las ideas que deberemos librar con las herramientas de la ciencia emancipadora.
No es un problema moral, o no lo es en el sentido de la moral puritana ni de la moral cristiana. Es un problema ético, semiótico y filosófico de nuestro tiempo que debe se tratado en clave de lucha descolonizadora si mantenemos en mente quiénes son los dueños de la producción, la distribución y la exhibición de los productos audiovisuales que cooptan nuestros mercados y nuestros imaginarios. El capitalismo mismo. No es un problema de «gustos» o al menos no lo es en el sentido nihilista del «gusto», sometido a las abstracciones a-históricas más ridículas. Y es que está en disputa un territorio y un conjunto de valores decisivos a la hora de identificar qué intereses, y con qué poderes, invierten tanto dinero y tanto tiempo en acostumbrarnos a los gritos, los balazos y las trompadas y quién, en esas soluciones explosivas, es el triunfador semiótico siempre. Porque resulta que en la balanza histórica son los pueblos -en sus bases- los que soportan gritos, trompadas y balazos provenientes de la clase dominante. ¿Es una casualidad?
Así que en la economía política de los signos del poder hegemónico, manejada por las Industrias Culturales, las trompadas, los balazos y los gritos son baluartes de un sentido de clase que a tanto repetirlo nos condena a asimilarlo como fatalidad que, además de pagarlas, ahora debemos disfrutar y aplaudir. Y no podemos «cambiar de canal» porque todas las vías están saturadas con más de lo mismo. No podemos huir porque es parte de la moral de la clase dominante y nos la impone como catecismo disciplinador de conciencias. Para eso tienen ellos sus púlpitos mediáticos, bien retacados con publicidad, que sólo interrumpen para hacernos entrar en el desfiladero de su violencia farandulizada. Nadie es inocente en este circo. Todos ponen y todos cobran por asestar el golpe, el grito o el balazo más certero a la hora de cristalizar su ética y su estética en la proverbial y amañada dinámica burguesa de la violencia rentable. Te lo harán entender a trompadas, gritos y balazos… si te descuidas.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.