Recientemente, un familiar me explicaba su razonamiento a la hora de invertir una cierta cantidad de dinero en un buen colchón para su cama: «Claro!! Hay que tener una buena cama!! Entiende que es un lugar donde vas a descansar y a recuperar energías cada día, y que en ese colchón vas a pasar un […]
Recientemente, un familiar me explicaba su razonamiento a la hora de invertir una cierta cantidad de dinero en un buen colchón para su cama: «Claro!! Hay que tener una buena cama!! Entiende que es un lugar donde vas a descansar y a recuperar energías cada día, y que en ese colchón vas a pasar un mínimo de 5 a 7 horas diarias!!» decía.
Luego la conversación se fue por otros derroteros, pero el razonamiento me dio que pensar. Al igual que la cama, nuestro trabajo, nuestra ocupación, nos influye enormemente en nuestras vidas. Es un lugar, físico y mental, en el que pasarás una media de 6 a 8 horas diarias. Es decir, un tercio de la vida. Nos condiciona no sólo por la dureza del mismo o por las condiciones laborales que ahora tenemos de precariedad y temporalidad, sino también por las condiciones horarias que nos imponen.
Afortunadamente, en estos momentos, trabajo con un horario de 8 horas que me permite tener mis momentos de ocio, momentos de formación externa y momentos de tareas personales y familiares. Pero no siempre fue así, y eso me ha permitido tener una visión plural de las dos realidades.
Hubo una época, en la cual vive cotidianamente buena parte de la población, sobre todo la gente joven con las actuales reformas laborales del PP y del PSOE, que trabajaba diez (y doce) horas diarias. La mayor parte de las veces incluyendo sábados, y en ocasiones también domingos. Además, en mi condición de ingeniero, (como en la mili, que el valor se presuponía), se daba por hecho, que esas horas extraordinarias iban incluidas en mi salario, el cual no brillaba exactamente por lo «astronómico» del mismo.
Esas jornadas laborales extenuantes no sólo provocan estrés, fatiga, problemas cardiacos, neurológicos y gástricos, sino que acaba afectando a la familia y a los amigos, que siente más tu ausencia que tu presencia cuando llegas cansado y agotado y apenas puedes relacionarte porque necesitas dormir. Tienes la sensación de que vives para trabajar. Y lo poco que te queda es para dormir e intentar recuperarte del cansancio, pero pocas veces lo consigues porque estás pendiente de volver a levantarte pronto para llegar de nuevo al trabajo. Y esto no lo digo yo, sino que lo dicen Organismos Internacionales que denuncian los trastornos psicológicos y sociales que este tipo de dinámica laboral provoca. Una forma de «explotación laboral» que, como recuerdan, cada vez es más frecuente porque sólo tiene en cuenta maximizar los beneficios del capital invertido, y acaba destrozando personas y comunidades sociales.
En este contexto, ¿qué aficiones puede cultivar una persona cuando sale de casa a las 6:30 de la mañana y vuelve cerca de las 8 de la tarde?, ¿qué opciones de formarse para mejorar y progresar puede compaginar con tales horarios después de 12 horas de trabajo, en muchas ocasiones con altos niveles de estrés y exigencia físico-mental? ¿Qué forma de conciliación familiar o social se produce?
Es cierto, que existen trabajadores y trabajadoras que sí cobran las horas extras pero, ¿a qué precio?
Las últimas reformas laborales implantadas, además de la reducción cada vez mayor de las inspecciones de trabajo (por falta de medios), favorecen medidas empresariales encaminadas a maximizar los beneficios, incluso a costa de la salud física y mental de los trabajadores y trabajadoras, sin tener en cuenta que sin ellos, el capital no se reproduce a sí mismo. Que es su trabajo, su sudor, lo que genera esos beneficios y las plusvalías.
Una práctica común en estos ámbitos se basaba en la paulatina reducción de los salarios de los trabajadores, prometiendo complementarlos con el cobro de horas extraordinarias trabajadas, forzando así a que los operarios realizasen jornadas interminables de trabajo, para poder llegar a fin de mes con el mismo salario que antes se tenía por 8 horas.
El problema añadido, es que si un empresario reduce el salario a un operario, asegurándole que se le compensará (ligeramente) la nómina con las horas extraordinarias, y siempre con la amenaza del despido sobre su cabeza, tendrá a una persona sumisa y obediente por mucho tiempo. Pero quizá eso es lo que se ha buscado, sobre todo en la mentalidad de empresarios como el presidente de la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales), para quien «el trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX», ya que en el futuro habrá que «ganárselo todos los días», como acaba de afirmar durante su intervención en la presentación de un estudio sobre la transformación digital realizado por Siemens y la consultora Roland Berger.
Existen trabajos en los que, puntualmente, se necesitan horarios continuos, cubriendo las 24 horas del día. Es en dichos trabajos donde se abunda en la utilización del esos horarios, incompatibles con casi cualquier actividad que no sea trabajo y tratar de descansar un mínimo imprescindible para volver a trabajar, en un ciclo continuo e interminable.
¿Por qué no obligar a la implementación de un tercer turno de personal? Si se fomenta el implantar un tercer turno de personal laboral, a 8 horas por persona, se producen numerosos beneficios.
En primer lugar, dos trabajadores realizan turnos de 12 horas y eso se transforma en tres personas a 8 horas, convirtiendo ese puesto creado en un doble beneficio, ya que, esa persona, que posiblemente esté cobrando una prestación por desempleo, se transforma en un ingreso, por medio de las rentas del trabajo y el IRPF.
La salud de los propios trabajadores, se vería mejorada en un alto grado, ya que no se producirían esas insanas y agotadoras jornadas maratonianas, con el consiguiente descanso, conciliación familiar y social, y posibilidad de formación complementaria externa, si así lo desease.
Por descontado, está más que demostrado que la efectividad y la tan nombrada actualmente productividad, se verían gratamente afectadas, ya que se ha comprobado una y otra vez, que es extremadamente complicado mantener un alto nivel de concentración durante más de 6 horas, y no hablemos de jornadas de 10 y 12 horas.
Evidentemente, se ha de potenciar y elevar los salarios mínimos interprofesionales, de forma que los trabajadores y trabajadoras no se vean obligados a realizar esos maratones laborales.
En definitiva, debemos revertir estas condiciones laborales tan precarias y opresivas que en pleno siglo XXI no garantizan salir de la pobreza a pesar de tener trabajo y salario: Los últimos datos disponibles sitúan a nuestro país como el tercero con más trabajadores pobres (un 12,3% de las personas con empleo lo son), solo superado por Rumanía (un 19,5%) y Grecia (un 15,1%), según recoge el último informe de la Fundación Primero de Mayo. Condiciones en las que los trabajadores y trabajadoras no hacen horas extraordinarias como forma de ganar un buen salario, sino que se realizan para poder llegar a fin de mes, y en muchas ocasiones, ni así. Ni en los peores sueños de un luchador por los derechos sociales y laborales, como Marcelino Camacho, hubiera podido imaginar que en pleno siglo XXI, una persona que trabaja doce horas diarias ha de hacer verdaderas acrobacias para poder mantener una vivienda y la comida de su familia.
Tenemos la obligación moral y ética de mantener la lucha contra las nuevas políticas empresariales, destinadas a maximizar únicamente los beneficios y minimizar las condiciones laborales y sociales, muchas de las cuales fueron triunfos logrados tras años y años de lucha de nuestros antecesores.
Víctor Álvarez Terrón. Ingeniero ULE y Máster UNED.
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