En el capitalismo, el discurso económico tiende a transferir a los objetos propiedades que pertenecen a los seres humanos. La constatación más evidente de ello está en el concepto de «capital». En ese concepto, la referencia inmediata es a los objetos, como máquinas, tecnologías, o dinero, pero nunca se visualiza a los seres humanos y, […]
En el capitalismo, el discurso económico tiende a transferir a los objetos propiedades que pertenecen a los seres humanos. La constatación más evidente de ello está en el concepto de «capital». En ese concepto, la referencia inmediata es a los objetos, como máquinas, tecnologías, o dinero, pero nunca se visualiza a los seres humanos y, peor aún, a los procesos históricos que los subyacen. Se considera a una máquina, una tecnología o una cantidad de dinero como capital prescindiendo de los seres humanos que son parte fundamental de su existencia.
Marx había identificado a ese fenómeno como alienación o fetichismo de la mercancía, y el filósofo G. Luckács identificaría a ambos como reificación (también lo denominaba: «objetivación fantasmal»). La cosificación, o reificación, da cuenta de un fenómeno paradójico: los seres humanos crean al mundo, pero éste no les pertenece. Así, la realidad se les aparece como algo extraño y por fuera de sus propias condiciones y su propia historia. En el fetichismo mercantil, los seres humanos otorgan a las mercancías poderes taumatúrgicos sobre su propia realidad. Los luditas, por ejemplo, veían en las máquinas la explicación de su desempleo, no en las relaciones históricas generadas desde el capitalismo.
La cosificación y el fetichismo configuran una especie de ontología del capitalismo en la cual la existencia de lo Real está en los objetos, no en los seres humanos. Los seres humanos deben apelar a los objetos para demandar presencia ontológica, es decir, para reclamar existencia y reconocimiento. Un ser humano sin objetos que atestigüen y certifiquen esa existencia, se convierte en un ser humano por fuera de toda posibilidad de reconocimiento social. Es un paria del sistema. En el capitalismo, para ser es necesario tener. En inglés el término «looser» se ha convertido en la expresión que designa esta subordinación de lo humano en los objetos, un término, además, con una fuerte carga peyorativa. De esta forma, la mirada que los seres humanos tenemos sobre nuestra propia realidad, es una mirada alienada, cosificada.
Ahora bien, contradictoriamente es esta misma mirada alienada y cosificada la que consta como sustrato analítico, teórico y epistemológico cuando se estudia a los territorios y la desposesión en el discurso crítico del extractivismo y de la economía ecológica.
En efecto, en el discurso crítico sobre el extractivismo los territorios aparecen de la misma forma que aparece la noción del capital en la economía: como un objeto externo y alienado a los seres humanos; como un objeto sin historia ni referencias sociales. La mirada alienada produce una cesura radical entre el territorio, al cual lo convierte en objeto del deseo de la codicia del capital, y los seres humanos, que se transforman en víctimas de esa codicia y que son expulsados de ese territorio. Así, el discurso crítico del extractivismo parte de una constatación evidente, pero constituida desde la alienación y el fetichismo.
Marx advertía que el capital no es una cosa sino una relación social mediada por sus condiciones históricas concretas. De la misma manera para el territorio, este no es un objeto del deseo, es una relación social y, añadiría, simbólica, mediada por esas relaciones sociales, históricas y simbólicas. Cuando la mirada cosificada se posa sobre un fenómeno histórico tiende a replicar las cesuras provocadas desde el poder.
Eso es lo que sucede con la mirada cosificada del discurso crítico sobre el extractivismo. El territorio se convierte en objeto sobre el cual se ejerce la violencia de la acumulación del capitalismo. El discurso sobre el extractivismo, cuando opera desde la cosificación, mira a los territorios como objetos desprovistos de toda relación social y toda significación simbólica. En tanto objetos, los territorios se vinculan a las estrategias de la acumulación como mercancías y sometidas a los mismos procesos que cualquier otra mercancía.
La descripción del proceso de desposesión de los territorios realizado por el discurso crítico sobre el extractivismo no deja de corresponder a la realidad de la violencia de la acumulación, pero no por eso deja de ser un discurso alienado; de la misma forma que el discurso económico que considera a las máquinas, la tecnología o el dinero, como formas de capital y como mecanismos de ahorro-inversión, si bien da cuenta de los procesos de inversión y rentabilidad del capital, no por ello deja de ser una mirada cosificada.
Desde esa visión cosificada, el extractivismo aparece como actividad económica concreta que opera sobre recursos económicos, asimismo, concretos. Así, extractivismo es, valga la tautología, extraer renta de recursos naturales, en especial, mineros, hidrocarburíferos, biodiversidad, agronegocios, entre otros, a través de mecanismos de circulación capitalista global, sobre territorios determinados y, al mismo tiempo, la expulsión de los habitantes de esos territorios por medio de la violencia.
En esta visión cosificada, la relación entre territorios, extracción, renta, despojo, y circulación del capital, se convierte en una relación lineal causa-efecto, y se pierde toda consideración histórica, social y simbólica del territorio, amén de la dialéctica entre dominación y resistencia. El discurso crítico sobre el extractivismo añade las dimensiones sociales y simbólicas de los territorios, por fuera de las dinámicas del extractivismo, porque en realidad lo considera como una actividad concreta de extracción o, utilizando un extraño neologismo que proviene de E. Gudynas: «extrahección», es decir: «extracción con violencia».
Sin embargo, los territorios son producciones humanas. Son tan objetos como podría ser una máquina o una tecnología determinada, que fuera de su contexto social pierde toda significación. Aquello que explica al territorio es su contenido humano. El territorio, por tanto, no es una cosa, no es un objeto por fuera de esas relaciones humanas. No es un contexto geográfico en el que consten determinados recursos y sobre el cual se despliega la historia humana. El territorio es más que eso. Es una trama humana, condensada en su historia, y es esa trama la que crea y re-crea a los territorios, la que les da su significación y proyección en la sociedad.
Si esto es así, los territorios se crean y re-crean constantemente, y van más allá de cualquier referencia geográfica concreta. Los seres humanos producen los territorios y estos a su vez inciden sobre los seres humanos. Se produce una especie de simbiosis, de relación de complementariedad, de reciprocidad. Para los pueblos indígenas, por ejemplo, es tan importante la relación con los territorios que estos forman parte de su propia ontología política. En esa creación y re-creación de los territorios, las dimensiones que emergen son múltiples, en especial aquellas que se determinan desde lo simbólico.
De los territorios con referencias espaciales específicas y que tienen características geográficas concretas y que se han constituido a lo largo del tiempo, los seres humanos también han creado territorios totalmente simbólicos y que no constan en ninguna geografía específica. Son territorios virtuales. Quizá no tengan las características específicas de un territorio físico y geográfico, pero eso no quita el hecho de que sean producciones humanas y que compartan aquellas significaciones fundamentales de todo territorio: espacios de vida, identidad, convivencia, referencia, e historia.
Los territorios son una expresión más de la realidad humana. Forman parte de esa realidad histórica y social. De la misma forma que la riqueza es creada desde las posibilidades humanas, los territorios, físicos o virtuales, entran en esa compleja y contradictoria realidad de lo humano como creaciones concretas del mundo humano. Así, una máquina, o una tecnología, o una cantidad de dinero, se convierten en capital cuando alteran el entramado histórico y social al cual pertenecen, no son capital en sí mismas, su condición de ser capital nace ya condicionada por ese entramado histórico desde el cual han sido creadas; de esta misma manera, un territorio, físico o virtual, siempre hace referencia a ese entramado histórico y social y a las interacciones que desde él se generan. Intervenir sobre un territorio es intervenir sobre la complejidad y la totalidad humano-social de la historia. Es alterar las significaciones que se han construido desde esos territorios y que dan sentido a la vida humana.
Ahora bien, la violencia del capitalismo, como violencia fundamental y radical, tiende a separar a los seres humanos de su propia historia. La forma mercancía emerge y se constituye, precisamente, desde esa violencia fundamental. De la misma manera que se separa al productor de su producto, también se separa a los seres humanos de sus territorios, y se convierte a los territorios en ob-jetos (ob: fuera de sí; jetos: lanzar, arrojar).
En el capitalismo, lo Real en cuanto realidad se convierte en ob-jeto; es decir, en algo que está fuera de los seres humanos, en algo que no les pertenece, en algo con lo cual los seres humanos no se identifican. Así, lo Real se cosifica. Al cosificarse se separa radicalmente de los seres humanos y de la creación de su propia realidad y se presenta como algo extraño a ellos. Los seres humanos crean la riqueza social a través de la producción pero también crean y re-crean a los territorios como espacios simbólicos, independientemente de su realidad geográfica o física, pero la separación radical que produce la violencia del capitalismo los hace aparecer como estructuras cosificadas de Lo Real. Los seres humanos se crean a sí mismos a través de las cosas, pero no ven esas relaciones sociales que se tejen detrás de las cosas. Proceden de la misma manera con respecto a su territorialidad. Los territorios dejan de ser esa producción humana para convertirse en objetos; en evidencias físicas y objetivas, en realidades externas a la historia humana. En fuente de aprovisionamiento, escenario, o vertedero de desechos.
Mas el proceso de separación entre los seres humanos y su propia realidad tiene en la teoría, especialmente en la ciencia moderna, un discurso que lo sanciona y legitima socialmente. La ciencia moderna es un elemento clave para la cosificación del mundo. Quizá el mejor ejemplo de cómo un discurso científico sanciona y legitima la cosificación de lo Real esté en la economía. En efecto, como discursividad, la economía no pretende ni descubrir, ni esclarecer los mecanismos de la cosificación del mundo. Más bien al contrario, la economía los encubre y los recubre de un manto de legitimidad social e histórica. Quizá el mejor ejemplo de ello sea el discurso económico sobre los salarios.
En efecto, la economía pretende explicar el comportamiento de los salarios con categorías teóricas que no son económicas sino demográficas (por ejemplo el concepto ricardiano de los «bienes salario»), porque no existe ninguna posibilidad teórica de definir un valor para el salario, y eso por una razón epistemológica fuerte: no hay ninguna ley del valor, al interior del discurso económico, que explique el precio del salario (peor aún la denominada Ley del valor-trabajo). No obstante, la noción de salario se legitima a nivel social y los trabajadores no disputan la producción de la riqueza sino el incremento del salario en los contratos laborales. Esto significa que el productor no reclama el producto que ha creado, aunque ese producto sea su propia sociedad y su propia historia, sino que se contenta con un pago en moneda por algo que nada tiene que ver con el hecho de que la sociedad en la que vive ha sido creada por él mismo pero que, sin embargo, no le pertenece. El pago del salario está hecho para garantizar que el trabajador no reclame lo que de por sí le pertenece: su propia vida.
Quizá otro ejemplo de la forma por la cual el discurso de la economía es funcional para encubrir y proteger la cosificación de lo Real está en la inflación de los precios que es presentada y asumida como fenómeno estrictamente económico y monetario, cuando en realidad es básicamente un fenómeno político.
Un proceso similar se puede apreciar en el discurso sobre el extractivismo como discurso cosificado. Este discurso asume el territorio como un objeto. Al considerarlo como un objeto, le desaloja de toda consideración simbólica y, en consecuencia, de toda pertenencia a la totalidad humano-social. Si en el discurso de la economía, el concepto de salario encubre el hecho de que su consistencia teórica está hecha para garantizar y legitimar la separación del productor con respecto a su producto, en el discurso del extractivismo, se provoca un pliegue en el cual el territorio se desprende de todas sus referencias simbólicas para aparecer solo como objeto susceptible de generar renta. En ese pliegue, el territorio pierde su significación simbólica y se convierte en recurso natural. De la complejidad que lo estructura y lo define, solo queda la utilidad que, a su vez, es integrada a la esfera del oikos.
Como ob-jetos, los territorios aparecen por fuera de la sociedad y se convierten en escenario o disposición geográfica. De esta forma, el pensamiento crítico que quiere deconstruir y cuestionar la dinámica extractivista, finalmente coincide con el discurso extractivista: los territorios se convierten en objetos geográficos que poseen recursos susceptibles de ser mercantilizados. Para este pensamiento cosificado, la historia se convierte en destino: los pueblos están condenados a la violencia del capitalismo porque sus territorios son ricos en recursos naturales. Es la «maldición de la abundancia», la «enfermedad holandesa», o el «determinismo tropical», entre otros ideologemas.
Así, se produce una convergencia entre el discurso del extractivismo y el discurso crítico del extractivismo. Ambos ven en los territorios los recursos naturales que, de una manera u otra, generarán rentas. Para el discurso extractivista, en su versión más simple e ideológica, esa renta puede crear las condiciones para el desarrollo económico, el crecimiento y la superación de la pobreza; para el discurso crítico del extractivismo, esa renta más bien perpetúa la pobreza, genera externalidades negativas, y acentúa el «mal-desarrollo». Empero, en ambos discursos subyace, como fondo, la cosificación. Quizá sin proponérselo, el discurso crítico del extractivismo termina siendo el envés de una misma praxis de poder.
Ahora bien, si la violencia del capitalismo separa al productor de su producto, y a la sociedad de su propia historia, el discurso crítico debe realizar una especie de sutura sobre ese desgarre. El discurso crítico no puede ni repetir, ni adscribir, ni suscribir la cosificación del mundo. El discurso crítico debe advertir de la reificación del sistema y debe partir de una posición crítica con respecto a esta cosificación. Si la estructura de la realidad está desgarrada por la cosificación, es necesario denunciarla y proponer una crítica que le permita a la sociedad recuperar aquello que legítimamente le pertenece: su propia historia.
No existe una «maldición de la abundancia» en los territorios, porque estos no son culpables de la violencia de la acumulación del capital, ni tampoco una «enfermedad Holandesa». El extractivismo no es solamente extraer renta de los recursos naturales de los territorios, en realidad es la expresión por la cual la acumulación capitalista separa a la sociedad de sus contenidos simbólicos y referencias históricas que se presentan y re-presentan en los territorios, cualquiera sea la forma que estos asuman.
Un pozo petrolero, o una mina a cielo abierto, o una plantación de transgénicos, o una represa hidroeléctrica, entre otros, si bien representan dinámicas del extractivismo, no lo agotan ni lo evidencian en su totalidad. El extractivismo va más allá de eso. El extractivismo interviene sobre los territorios en sentido amplio de la misma manera que la explotación fabril interviene sobre la creación de riqueza y enajena a los trabajadores de su propia vida en sentido histórico.
Si los territorios son creaciones humanas que se crean y re-crean constantemente, y si aquello que los caracteriza es dotar de identidad, referencia y convivencia a la vida humana y social, entonces el extractivismo cuando interviene sobre los territorios, también altera las dimensiones de identidad, referencia y convivencia de toda sociedad. El extractivismo, efectivamente, coloniza los territorios y extrae de ellos recursos naturales que los vinculan a la financiarización y circulación mercantil, pero también destruye las identidades, las referencias simbólicas y la convivencia social asociadas y vinculadas a ese territorio. Las identidades, referencias y convivencias, al ser colonizadas por la violencia del extractivismo, se difractan en fragmentos en los cuales la sociedad no puede reconocerse.
Los seres humanos, y las sociedades, producen constantemente territorialidades, porque son puntos de referencia para su propia identidad, de su ser-en-el-mundo. Existe una especie de ontología y también una fenomenología en los territorios. Por ello, cuando el extractivismo fractaliza los territorios, es decir, los desintegra en múltiples fragmentos, la sociedad busca la forma de re-crear desde nuevas condiciones, aquello que ha perdido. Necesita crear esos referentes que le asignen una estructura coherente para su propia vida. Esa creación es inherente a la resistencia al extractivismo. Pero esa resistencia debe ser domeñada. A la fragmentación de los territorios corresponde una dialéctica de re-creación de nuevas territorialidades desde la violencia extractiva.
En efecto, la dinámica extractiva, al mismo tiempo que desintegra los territorios, los reintegra en nuevas territorialidades construidas desde la lógica de la cosificación del mundo. Al ser desalojados de toda referencia histórica, de toda memoria ancestral, de toda posibilidad de convivencia y solidaridad, reaparecen como territorios vacíos, como espacios sin historia ni memoria. Los territorios que emergen desde la violencia capitalista, son espacios de disciplina y control. De vigilancia y obediencia. De jerarquía y orden. De utilidad y función. Los territorios que emergen desde el extractivismo son aquellos que el antropólogo francés Marc Augé denominaba los No-Lugares: espacios homogéneos en su arquitectura y funcionalidad, que permiten una identidad común y accesible a toda la sociedad bajo las prescripciones del capitalismo y la cosificación. El ejemplo más pertinente es aquel de los centros comerciales o los aeropuertos, pero también pueden ser adscritos a su lógica la estructura misma de las ciudades modernas.
El extractivismo, por tanto, no es solo un pozo petrolero, una refinería, una plantación, una mina a cielo abierto, entre otros, sino también los No-Lugares. Las ciudades disciplinarias, los espacios homogéneos y funcionales en los cuales se despliega el mundo unidimensional del homo economicus. Pero los No-Lugares no podrían ser funcionales sin una lógica concentracionaria que los integre y discipline. Un centro comercial es un No-Lugar, que también replica la lógica concentracionaria, como espacio de disciplina, orden, control y vigilancia.
Considerar al extractivismo como una dinámica de la violencia del capitalismo que desgarra la totalidad humano-social, abre espacios para una crítica más radical y permite incorporar al horizonte crítico aspectos que antes quizá pasaban al margen de las dinámicas extractivas pero que forman parte inherente de ellas. Si existen territorios que son virtuales, entonces necesitamos una posición teórica que nos permita comprender cómo funciona el extractivismo en esos territorios virtuales. Cuál es la significación de esa intervención y de qué maneras son colonizados desde el extractivismo esos territorios virtuales.
El extractivismo desterritorializa lo Real para re-territorializarlo en los No-Lugares y en las dinámicas disciplinarias y concentracionarias del capitalismo tardío. El extractivismo no es un fenómeno que aparece en la periferia del capitalismo, sino que lo constituye en su esencia. Las resistencias al extractivismo implican la re-creación de nuevas territorialidades que disputan su sentido de identidad, pertenencia, y referencia a los No Lugares y a las lógicas disciplinarias y concentracionarias.
La resistencia al extractivismo siempre ha posicionado como estrategia su defensa a la vida. Las comunidades que resisten el extractivismo están plenamente conscientes que aquello que está en juego es la vida, tanto de su comunidad, cuanto de ellos mismos. Para ellos el territorio no es una cosa que pueda generar renta, es parte de su vida misma. Cuando la violencia extractiva los desaloja de sus territorios, se convierten en aquellos caminantes de los que hablaba Brecht: de aquellos que llevan siempre consigo un ladrillo para mostrarle al mundo como era su casa.
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