Dejó escrito Nietzsche, con esa pluma suya de estilo dinamitero, que ser filósofo es «ser momia», es decir, «representar el monótono-teísmo con una mímica de sepulturero»; y lo puso entre signos de admiración seguramente para que se oyera su voz indignada en la plaza pública de una civilización que no estaba aún en disposición de […]
Dejó escrito Nietzsche, con esa pluma suya de estilo dinamitero, que ser filósofo es «ser momia», es decir, «representar el monótono-teísmo con una mímica de sepulturero»; y lo puso entre signos de admiración seguramente para que se oyera su voz indignada en la plaza pública de una civilización que no estaba aún en disposición de prestar oídos a tan irreverentes pronunciamientos. Esas palabras las podemos leer en el capítulo titulado «la «razón» en la filosofía» perteneciente a su libro (concebido para la minoría) El crepúsculo de los ídolos publicado por primera vez en 1889 también con el título alternativo de Cómo se filosofa a martillazos. Entre los ídolos que el intempestivo y radical filósofo ataca con furia intelectual no se halla la historia; sí – como es bien sabido – la ciencia, la religión, la filosofía, la moral, pero no la historia. El porqué de su ausencia del repertorio de dianas de su crítica furibunda viene expuesto justo al principio del citado capítulo: «Me pregunta usted qué cosas son idiosincrasia en los filósofos… Por ejemplo, su falta de sentido histórico, su odio a la noción misma de devenir, su egipticismo. Ellos creen otorgar un honor a una cosa cuando la deshistorizan, sub especie aeterni [desde la perspectiva de lo eterno], cuando hacen de ella una momia».
Siempre habrá que leer a Nietzsche con delectación y agradecimiento por haber alumbrado para nuestro disfrute y estímulo intelectual tan sugerentes metáforas. Ahora bien, la cuestión relevante desde el punto de vista filosófico reside en qué hay de base real en esas expresiones impregnadas de un aura poética con vocación, no obstante, de decir verdad reconocible por cualquier pensador honesto. Y es verdad que la ambición de los filósofos hasta bien entrado el siglo XX ha sido – puede que aún lo sea para más de uno – pergeñar un lenguaje conceptual mediante el cual abarcar toda la realidad con su pensamiento convirtiéndola en un mundo intelectualmente acabado (es decir, perfecto) y con completo sentido. Al ocaso de este paradigma filosófico – entre otras cosas – alude sin duda la archifamosa proclamación de la muerte de Dios declarada por el autor alemán.
No me atrevería a escribir esto si no estuviese respaldado por un pensador que ha dado a este juicio sobre la práctica tradicional de la filosofía aval reconocido. José Ortega y Gasset coincide precisamente en la crítica a lo que representa en términos del vicio «deshistoricista» la perspectiva sub specie aeterni. Son palabras del filósofo español que encontramos en su ensayo «La doctrina del punto de vista» perteneciente a El tema de nuestro tiempo: «La species aeternitatis, de Spinoza, el punto de vista ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de su utilidad instrumental para ciertos menesteres del conocimiento; pero es preciso no olvidar que desde él no se ve lo real. El punto de vista abstracto sólo proporciona abstracciones». No creo que este aserto provocase el fruncimiento del mostacho de Herr Nietzsche, aunque éste seguramente pondría reparos a la noción orteguiana de razón histórica por considerarla un oxímoron dada su visión negativa de la razón, esa «vieja hembra engañadora» en sus propias palabras, contenidas en el texto ya citado. Filosofía utopista, ingenua, candorosa, primitivista son expresiones de las que Ortega echa mano para dejar claro que esa forma de pensamiento, que tiene por «inveterado», sustrae a la realidad su rasgo esencial, que no es otro que su mutante resistencia a dejarse atrapar por nuestros esquemas conceptuales. Ni la ciencia, que es la forma de conocimiento con mayor poder de generación de verdades universales, queda al margen de la dimensión histórica que toda aproximación humana a la realidad necesariamente lleva incorporada, aunque no se reconozca. Las verdades científicas son históricas en tanto en cuanto nunca dejan de estar expuestas a las novedades provenientes de la realidad, las cuales, llegado el caso, pueden hacerlas caer de su pedestal de abstracción teórica. Precisamente lo que hace la modernidad es devolver el conocimiento al río heracliteano de los hechos donde los inmaculados conceptos escolásticos son sometidos al juicio inapelable del entendimiento sustentado en la lógica y la contrastación empírica.
El decretado final de la historia de la década de los noventa del siglo pasado incluye todas las carencias, mostradas tanto por Nietzsche como por Ortega, de cualquier oráculo emitido sub specie aeterni. Francis Fukuyama sentenció el fracaso del pensamiento utópico paradójicamente desde una perspectiva utópica de la historia en el sentido denunciado por el filósofo español, es decir, el de la verdad ahistórica, «la verdad no localizada, vista desde «lugar ninguno»». La tesis del politólogo estadounidense supone la teologización de la historia al marcar en ella un alfa y un omega. La historia queda conclusa y la modernidad esclerotizada, pues la genuina modernidad es asunción consciente de la realidad de la historia al tiempo que apertura a la innovación. Veo cierta similitud con la mentalidad rectora durante siglos en la Edad Media cuando se trataba a toda costa de mantener un estado de cosas refractario a la idea de progreso. Entonces se gestionaba lo dado dentro de un marco fuera del cual cualquier propuesta estaba condenada al desprecio cuando no a la persecución; así ocurrió con la ciencia. Actualmente, y dado que ni se imagina la posibilidad de innovaciones ideológicas, hemos retrocedido a ese modelo de política medieval, en el sentido de que se reduce la cosa pública a mera gestión de lo dado quedando muy atenuado, cuando no anulado, el componente de transformación de la realidad. Ésta se rehúye; es más, se procura ocultar tras un velo de imágenes de alta definición y de un discurso retórico plagado de animales metafísicos tales como nación, Dios o dinero que ofrecen esas esencias inmutables mediante las que sustraer a la atención el imprevisible flujo de la vida concreta.
Ganar la atención del votante-consumidor es la primera batalla de la guerra ideológica, que sigue -mal que le pese a Fukuyama- aunque sean otros los protagonistas. Se ha abierto una brecha entre el mundo de las ideas y el de las condiciones materiales de existencia de resultas de la globalización, la cual ha traído como consecuencia la secesión de los ricos, un verdadera desafío a los ideales de la ilustración y la modernidad, así como la exacerbación de los reflejos tribalistas. Diríase que el ideal de progreso, asociado a la concepción moderna de la historia, desahuciado por la posmodernidad de la atmósfera mental finisecular, ha quedado para el monopolio de la tecnología, que se asume no tiene fin. Ella, todopoderosa, marca la pauta del devenir histórico cuyos protagonistas son los datos macroeconómicos. Queda marginado el significado.
La historia no ha muerto -aunque Dios lo haya hecho, a decir de Nietzsche-. Cierto que el ciudadano de nuestra civilización actúa como si, porque puede que experimente la libertad como una abstracción o promesa difícilmente realizable en la concreta existencia individual definida por unas condiciones materiales más sobrevenidas que escogidas en tanto que sujetas a la providencia de un paradigma económico respecto del cual parece quedar proscrita cualquier alternativa. Sí que hay una muy extendida falta de conciencia histórica, una medieval creencia de que así son las cosas, una relevancia indebida de una metafísica esencialista que torna las realidades múltiples, complejas y dinámicas en simples entidades inmutables. Es el caso de la identidad -ya sea personal o colectiva-, que nos arroja en brazos del mito que acaba justificando cualquier delirio nacional o religioso, condición necesaria para la gestación del fanatismo, el cual exige siempre la ruptura con la realidad. La historia siempre será la antítesis del mito, pues de ella dimana intrínsecamente todo lo opuesto a la ontología de lo perfecto (vale decir: lo concluido, lo acabado, ya desde el mismo principio, y que cualquier novedad no haría otra cosa que estropear).
Nuestra libertad exige la conciencia histórica como la toma de conciencia subjetiva ha menester de la memoria propia. La condición humana se desenvuelve en la dimensión histórica a cuyo través se despliegan las potencialidades específicas de nuestra naturaleza. En continua dialéctica nuestras disposiciones filogenéticas y las circunstancias en las que nos ha ido colocando el azar y las consecuencias (queridas y no queridas) de nuestros actos van revelando lo que somos. Acertaba Spinoza al ligar libertad y conocimiento, ya que, en efecto, es libre quien trata, en la medida de lo posible, de actuar y no de padecer; para lo cual es ingrediente necesario la conciencia, es decir, el conocimiento de lo que somos, que sólo es completo en conexión con la dimensión histórica.
El retorno de la historia conlleva la resistencia a cualquier tentación de autocomplacencia o de resignación fatalista. Supone mantener vivas las ideas mediante el estudio de su genealogía y el análisis de su relación dialéctica con la realidad, de la que brotan y a la que transforman. Así se evita el anquilosamiento del horizonte de la humanidad y el error desmoralizador de confundirlo con el orbe completo. Se trata, en fin, de sustraerse al hechizo de la profecía autocumplida que es el fin de la historia, afrontando los retos que ésta plantea a la especie humana sin dejar de aspirar a ese ancestral ideal de sabiduría que radica en el cultivo del vínculo entre conocimiento, poder tecnológico y opciones vitales.
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