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Microimperialismos

Fuentes: Rebelión

Cuando parte del ideario de la intelectualidad, todavía muy minoritaria, se ha sensibilizado y ha aceptado que la invasión y la conquista de lo que muchos llaman América, comienzan a aparecer artículos condenando la celebración del genocidio. Desde esta periferia decadente del sur de una Europa en cuestión por las que fueron sus colonias, en […]

Cuando parte del ideario de la intelectualidad, todavía muy minoritaria, se ha sensibilizado y ha aceptado que la invasión y la conquista de lo que muchos llaman América, comienzan a aparecer artículos condenando la celebración del genocidio. Desde esta periferia decadente del sur de una Europa en cuestión por las que fueron sus colonias, en la ciudad fuera del EDUSI con un 40 % de paro, desde el puerto desde el que salieron los epistemicidas y llegaron riquezas manchadas de sangre, celebramos que nuestro amado líder y una concejal, un escritor de éxito, una poeta y cientos de usuarios y de comentarios más en diversas redes sociales, condenen y analicen críticamente la fiesta de la acumulación originaria presentada como Día de la Hispanidad.

Pero siempre hay un pero. Muchos patriotas (declarados o aún en el armario) todavía matizan el discurso colonial, del que es hermano el racismo y el capitalismo, justificando los «mestizajes», los «enriquecimientos mutuos», las «imposibilidades de cambiar la historia», los «maquillajes victimistas», «leyes que protegían a los indios», el encubrimiento de los pueblos originarios como sujeto civilizable situado en la zona del no ser y un largo etcétera de microimperialismos (véase las opiniones populares sobre «Venezuela»). Muchos de los «concienciados» olvidan que el discurso a favor de los indios no es nuevo. Es contemporáneo a lo sangriento de la conquista. Convendría recordar la figura de Bartolomé de Las Casas y su epifanía en abril de 1514: «comencé a descubrir la miseria y servidumbre que sufrían aquellas gentes (los indios). Aplicando lo uno (el texto bíblico) a lo otro (su propia situación), descubrió por sí mismo, convencido de la misma verdad, que era ceguera, injusticia y tiranía todo cuanto acerca de los indios se cometía» (De la Historia de las Indias, libro III, cap. 79).

También se olvida que parte de esa maquinaria de guerra y sufrimiento se puso en marcha en la conquista de Al-Ándalus, un epistemicidio que funda la tragedia de estas tierras con la persecución, expulsión y muerte de la población autóctona. Y que nos legó una aristocracia de papel couché que aún mantiene la mayor parte de la tierra cultivable de Andalucía con el respaldo de las subvenciones europeas. 

Criticar el genocidio de los pueblos originarios está estupendo (aunque antes de la invasión tampoco era una arcadia, solo hay que investigar, por ejemplo, qué pueblo era el sometido entre quechuas y aymaras). Pero rajar del castellano, que robó elementos y conceptos culturales andaluces para presentarse en Europa y a la vez denigra sistemáticamente su lengua, sus fiestas, su savoir vivre, es otra cosa. Porque si para la ilustración en los Pirineos comenzaba África, para la españolidad en Sierra Morena empieza la jauja del PER, los flojos y los graciosos, las guapas y salerosas.

Si la decolonialidad puede ser el «nuevo tema académico» que en unos años se impondrá como tópico que estudiar debido a su «novedad» mundial, creemos, con humildad y pretensión de verdad, que los nuevos descolonizadores tienen mucho trabajo por delante si realmente piensan aplicar la punzante teoría de Enrique Dussel, Ramón Grosfoguel y el resto del grupo Modernidad-Colonialidad a su vida cotidiana, a su práctica intelectual. 

Por ejemplo: hay que descartar a Descartes como primer filósofo moderno, que antes de ese «yo pienso» hay un «yo conquisto», que la cultura prestigiosa antes de la invasión (como bien representa Cide Hamete Benegeli) era la árabe, que en ni Kenya, ni en Indonesia hubo feudalismo y que los griegos y romanos no explican nada de su historia, que la edad media es sólo el encajonamiento de una muy aislada Europa, que Gutenberg no inventó nada que no supieran ya los chinos desde que descubrieron el acero en el siglo II, el papel en el VI, la imprenta en el VIII y el papel moneda en el IX, que los grandes inventos de Leonardo están copiados de una enciclopedia china, que debajo del eurocentrísmo late el helenocentrísmo y cientos de tics más.

Otro ejemplo claro es el zombismo cultural. Les ocurría a los afros secuestrados como esclavos, tras siglos de devastación de la cultura propia y cosificación, cuando nacía un niño y no sabían por qué debían enterrar (o sembrar) el cordón umbilical en la tierra. Algunos lo hacían sin entender y saber la razón última de esta ancestral práctica.
Este hecho también les ocurre a los que acumulan cuatro mil vinilos de música sin entender una palabra (ni papa) de lo que se dice profundamente en los discursos de la americana o del hip hop, y son capacer de ignorar olímpicamente la música popular que nos rodea (y atender a la de otros lugares) y aplicar criterios clasistas y de mofa sobre las diversas formas que tiene el pueblo andaluz de expresarse culturalmente. Para muchos músicos la cultura del flamenco es una extraña. Se dedican a trabajar con localismos de Michigan o Chicago (o de Salvador de Bahía) montando una exquisita sucursal de la música norteamericana. Lo hacen sin pensar que cuando uno de Chicago los escucha, en un inglés macarrónico, se ríe como cuando uno de Jerez se ríe de un guiri cantando por soleá. Ejemplos tenemos a manojitos.

Lo mismo ocurre con la literatura. Son más cool y trendings las peroratas preadolescentes de los nihilistas siesos que aparecen en los escaparates como la última vuelta de tuerca a la creatividad narrativa, con el apoyo promocional de un gran grupo editorial, y todos sus epígonos cercanos, que los relatos «metíos en manteca» que tiran de la memoria, no inventan nada e intentan expresar la riqueza de lo que pasa alrededor recombinando materiales familiares, para darlo a conocer de una cierta manera, para hacerlas sentir a los suyos.

Tiene más interés para la crítica literaria lo que sucedió desde los beatniks hasta los diggers que lo que sufrió y luchó el campo andaluz en el trienio bolchevique o la ética straigh edge de los anarquistas de Villamartín. Es mucho más interesante para la glosa de la revista posmoderna las peroratas de Neil Young sobre Monsanto o el camello que servía cocaína a la Rolling Thunder Revue que la creación de la malagueña del Mellizo o por qué baila así Rocío Molina. Les parece más sugestivo por qué Isidore Isou participó en la Internacional Letrista que por qué Pericón de Cádiz tenía esa forma peculiar de narrar sus peripecias. Y lo más triste: es mejor, más vendible, dedicar un disco conceptual a un agricultor estadounidense que cogió un fusil para vengar las afrentas que sufrió que dedicarle una canción al levantamiento campesino de Alcalá del Valle de 1903 o a hablar de las penalidades de la recogida de la aceituna en 2016.

La cosa es sacudirse el zombismo de vivir en una cultura colonizada por el consumo, la banalidad, el asombro vano y lo anglosajón. Y mirar alrededor. Y escuchar. 

Los que vivimos en el sur del estado, por ejemplo, podemos recuperar y rearmarnos con la magna cultura andaluza, con su lengua, con sus códigos culturales, con su toposensitividad, como dice Antonio Mandly. Empoderarnos culturalmente. No hablamos de renegar de toda nuestra educación sentimental labrada en tantos años de institutos estadounidenses, Disney, Jim Henson, el heavy inglés o Pixar (intercambiar por el Rockdelux, la CBS, Virgin o Subpop). Sino de ser bilingües como Antonio Lizana, El niño de Elche, Israel Galván o la ya citada Rocío Molina.

No es un regreso a las «arcadias pueblerinas», ni firmar un «panegírico del catetismo», ni revolcarnos en la etiqueta del «costumbrismo» o tener una discoteca de «coros y danzas». Estamos hablando de saber cómo escuchar y hablar a los viejos de las plazas de los pueblos, a las abuelas sobre remedios naturales y su resistencia política a través de los años, para entender una realidad hecha lenguaje vivo, eficaz, creativo. Para lamentarnos de la pérdida de la taberna como templo de la cultura de La Baja Andalucía frente al neoestrazismo de madera contrachapada.

Estamos hablando de saber que el ritmo del tanguillo no es menor en entidad cultural que la cadencia del blues. Que si Dylan es un dios incontestable, La Paquera de Jerez es una diosa, también; si Ryan Adams lo hizo con su música, David Palomar lo hará con la nuestra.

Como bien decía el maestro José María Pérez Orozco: «no vamos a poner nada por encima de nada, lo que me da coraje es que se ponga algo por debajo de algo y sobre todo cuando no hay ninguna apoyatura científica». Arsa y toma.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.