¿Quién no conoce el viejo cuento (¿infantil?) que habla de la generosa ayuda que los países ricos del Norte brindan a los países pobres del Sur para que puedan erradicar la pobreza y ascender por la escalera del desarrollo? Nada más lejano de la realidad. Lo cierto es que, cada año, los países ricos literalmente […]
¿Quién no conoce el viejo cuento (¿infantil?) que habla de la generosa ayuda que los países ricos del Norte brindan a los países pobres del Sur para que puedan erradicar la pobreza y ascender por la escalera del desarrollo? Nada más lejano de la realidad. Lo cierto es que, cada año, los países ricos literalmente extraen de los pobres el equivalente de más de dos mil millones de dólares estadounidenses por concepto de la diferencia entre los recursos que generosamente ponen a disposición de las naciones pobres y los beneficios que derivan para ellos de tan filantrópico gesto.
La entidad estadounidense Global Financial Integrity (GFI) y el centro para investigaciones aplicadas de la Escuela Noruega de Economía recientemente publicaron algunos significativos datos acerca de los recursos financieros que permiten la evaluación más completa que se haya emprendido hasta el presente sobre las transferencias de recursos entre países ricos y países pobres cada año. Acopiaron y analizaron no sólo la ayuda, los flujos de comercio y la inversión extranjera sino también datos sobre transferencias no financieras, incluyendo cancelaciones de deuda, transferencias sin contraparte, remesas de los trabajadores y la fuga de capitales no registrados. Ellos compararon los recursos cedidos a los países pobres por los ricos como ayuda e inversión y lo repatriado para sí como utilidades por las naciones desarrolladas para concluir que quienes más necesitan de ayuda exterior están siendo víctimas un robo masivo de parte de sus benefactores.
Así lo destaca Jason Hickel, antropólogo de la London School of Economics, en su libro The Divide: una nueva historia sobre la desigualdad Global, que publicará próximamente Penguin Books. El flujo de dinero de los países ricos a países pobres palidece en comparación con el flujo que se ejecuta en la otra dirección. ¿Quién es culpable de este desastre? Según Hickel, puesto que la fuga ilegal de capitales es gran parte del problema, es un buen lugar para empezar. Las empresas que se encuentran en sus facturas comerciales son claramente culpables; pero, ¿por qué es tan fácil para ellos legar tan lejos? En el pasado, funcionarios de aduanas podían bloquear transacciones que parecían dudosas, haciendo prácticamente imposible para cualquiera hacer trampas. Pero la Organización Mundial de Comercio alegó que esta práctica hacía ineficiente las operaciones y, desde 1994, los funcionarios de aduanas han sido obligados a aceptar precios facturados a valor nominal, excepto en circunstancias muy sospechosas, lo que hace difícil para ellos detectar y detener operaciones ilícitas.
Aún así, la fuga ilegal de capitales no sería posible sin los paraísos fiscales. Y en cuanto a los paraísos fiscales, los culpables no son difíciles de identificar: en el mundo no hay más de 60 y la mayoría de ellos es controlada por unos pocos países occidentales. Hay paraísos fiscales europeos como Luxemburgo y Bélgica, y Estados Unidos tiene los de Delaware y Manhattan. Pero en gran medida la más grande red de paraísos fiscales se concentra en los alrededores de la ciudad de Londres, que controla las jurisdicciones secretas a través de las dependencias de la corona británica y los territorios de ultramar. En otras palabras, algunos de los países que más se precian de practicar la asistencia internacional son aquellos que propician el robo masivo contra los países en vías de desarrollo. El tema de la ayuda empieza a tornarse ingenuo cuando se consideran estos reflujos. Para Hickel, «se hace claro que la ayuda no hace más que enmascarar la mala distribución a nivel mundial de los recursos que hace a los receptores aparecer como benefactores y les otorga una especie de mayor consideración moral, al tiempo que impide a quienes nos preocupamos por la pobreza global comprender cómo funciona verdaderamente el sistema.»
Los países pobres no necesitan caridad. Lo que necesitan es justicia. Y la justicia no es difícil de otorgar. Podría provenir de la suspensión de las excesivas deudas de los países pobres para que puedan gastar su dinero en desarrollo y no en pagos de intereses de antiguos préstamos; podríamos cerrar las jurisdicciones secretas y sancionar a los banqueros y contadores que facilitan las fugas ilícitas de capital, y nos podríamos aplicar un impuesto mínimo global sobre los ingresos corporativos que elimine los incentivos para las empresas que cambian secretamente el dinero alrededor del mundo. Sabemos cómo solucionar el problema- concluye Jason Hickel. Pero hacerlo significaría chocar contra los intereses de poderosos bancos y corporaciones que tanto beneficio extraen del sistema existente. La pregunta es, ¿tendremos el coraje?
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