En 1984 Bárbara W. Tuchman publicó un libro apasionante. Su título: La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam. En él la autora pasa revista a una serie de situaciones que tienen un común denominador: gobiernos y pueblos actuando en contra de sus propios intereses. No pude dejar de pensar que la […]
En 1984 Bárbara W. Tuchman publicó un libro apasionante. Su título: La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam. En él la autora pasa revista a una serie de situaciones que tienen un común denominador: gobiernos y pueblos actuando en contra de sus propios intereses.
No pude dejar de pensar que la disyuntiva que se abre en el Ecuador el próximo domingo podría, según fuese el resultado de la elección presidencial, aportar un nuevo y triste ejemplo de esta serie de desatinos que causaron indecibles sufrimientos a sus protagonistas. Porque, al escuchar a encumbrados dirigentes de diversos movimientos sociales y autoproclamadas fuerzas de izquierda decir una y otra vez que preferían un banquero neoliberal a un dictador recordé inmediatamente el libro de Tuchman y sus valiosas enseñanzas. Que organizaciones supuestamente representativas de los intereses populares enuncien tesis políticas como esa y que se acuse al presidente Rafael Correa de dictador, de corrupto, de demagogo, ¡de neoliberal!, cosa que sus críticos hacen con total impunidad a través de la vasta red de medios de comunicación que controla la derecha no puede sino evidenciar la ominosa presencia de un «sentido común» completamente extraviado por el odio y el fanatismo, de una ceguera histórica que puede conducir a un pueblo a su suicidio. Porque basta con un pequeño soplo de sobriedad para caer en la cuenta del absurdo que encierra aquella tesis.
Por más desaciertos que puedan atribuírsele al gobierno del presidente Correa y por más escozor que provoque su irascible personalidad, los aciertos de su gestión superan ampliamente sus errores, sus equívocos y hasta sus desplantes. Y si ese hálito de sobriedad no está presente los críticos del correísmo deberían mirar a su alrededor y tomar nota del holocausto que los amigos y cofrades de Guillermo Lasso están haciendo en Argentina y Brasil, países cuyos gobiernos están llevando a la práctica una lúgubre eutanasia de los pobres, de los ancianos y de los niños, despojando a sus pueblos de derechos conquistados mediante arduas luchas a lo largo de varias décadas. Todo eso fue barrido por un vendaval político, si bien apelando a distintos instrumentos.
En el caso argentino, apelando a un «empresario exitoso» que hizo una campaña demagógica prometiendo conservar los avances registrados en la década kirchnerista. Bastó con que Mauricio Macri pusiera un pie en la Casa Rosada para que comenzara a demoler, sistemáticamente, las conquistas sociales de la década anterior y promover un ajuste salvaje que en menos de un año acrecentó en un millón y medio el número de pobres en la Argentina. La derecha miente, se viste con piel de cordero pero es un lobo feroz que actúa con mucha astucia: primero engaña, con cantos de sirena como los que hoy entona Lasso en el Ecuador. Pero una vez en el gobierno arrojan por la borda todas sus promesas y, fieles a sus intereses de clase, proceden metódicamente a subyugar a los pueblos y a favorecer descaradamente a las grandes fortunas, dando origen a una regresión social que, a partir de un enjundioso análisis del caso español Arantxa Tirado Sánchez y Ricardo Romero Laullén, no han titubeado en caracterizar como una «neoesclavitud» en un libro de reciente aparición. Y lo mismo vale decir del gobierno de Michel Temer en Brasil, causante de una restauración oligárquica que en algunos aspectos hace retroceder a ese país medio siglo.
Desgraciadamente los pueblos, y los gobiernos pueden suicidarse, y hay sectores en la sociedad ecuatoriana que, enceguecidos por sus pasiones, parecen dispuestos a hacerlo, sumiendo al país en una catástrofe que demoraría décadas en ser reparada. Que esto no suceda dependerá de la sensatez con la cual el pueblo ecuatoriano se maneje, de su capacidad para reflexionar, discernir y anticipar las consecuencias de sus actos. De la consciencia que tengan de lo fácil y rápido que es desandar el camino y revertir los logros, pocos o muchos, conseguidos en la década correísta. Y de percibir con nitidez que un banquero, por más que se disfrace de demócrata y que pronuncie frases bonitas, siempre será el fiel ejecutor de la lógica despótica del capital. Y en esa lógica, las clases populares están irremisiblemente condenadas. Serán llevadas al cadalso por un verdugo que, obedeciendo a las reglas del «coaching» político, se presentará como un personaje bonachón y sonriente pero que, llegado el momento, no vacilará un segundo en ejecutar sin piedad a quienes confiaron en sus promesas. Si tal cosa ocurriera tarde aprenderían la diferencia existente entre un banquero neoliberal y un «dictador» como Rafael Correa. Ojalá que el noble pueblo ecuatoriano sea librado de tan infausto destino.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.