Conferencia presentada en el VIII Encuentro de Escritores – Lorica, Córdoba (10-12/ago/2017). Texto ampliado de la conferencia presentada en la XV FILBO (4/may/02), que mis hijos iban representando por debajo de la mesa, y en la U. N., auditorio Camilo Torres, Fac. de Derecho: Semana Agraria: Arte, Literatura y Estética de lo rural (15/nov/02).
Y así el odio está condenado a la suerte lamentable de no poder dormirse jamás bajo la mesa (Charles Baudelaire)
Ninguna gran idea merece un cadáver (Héctor Rojas Herazo)
Si un político te da la mano, cuenta después tus dedos (Alejandro Jodorowski)
Al lado de Marea de ratas, de Arturo Echeverri, La casa grande (1962), del autor costeño Álvaro Cepeda, constituye uno de los aciertos literarios, desde la sorpresa y la conmoción, en el camino a superar la estética de la violencia visceral. Y a la vez a esclarecer las causas de esta que no poco tienen que ver con las arbitrariedades de la justicia: la que condenó a sobrevivientes de la Masacre de las Bananeras, a penas entre 2 y 25 años de presidio. No olvidar que detrás de su obra está la que, tras El Quijote, se considera la más importante en castellano: Cien años de soledad, cuya primera versión se titulaba La casa de los Buendía. Adicionalmente, La casa contiene una lúcida reflexión sobre el reverso del amor, el odio, el mismo que parece ser la Némesis sempiterna y ancestral de los colombianos, hasta tanto sus gobernantes entiendan que la única manera de superar el conflicto que nos mata es considerar a sus oponentes como iguales; que los muertos, un muerto, sí son importantes y no, como dijo el historiador Gonzalo Sánchez, que a estas alturas «Ya no importa cuántos fueron los muertos» en la Masacre de las Bananeras (1). No. Ni a estas alturas ni al nivel del mar: a cualquier altura los muertos son importantes… Un asesinado no es un muerto, sino una vida que se echó a perder por negligencia, mala fe o error, un lamentable e irreparable error, que alguien debería explicar, no llanamente archivar en los macabros sótanos de una fiscalía ni menos en las frías/inhumanas estadísticas de un Estado arbitrario e irresponsable.
Estado para el cual los falsos positivos fueron, según su santo ministro de defensa, un caso aislado: uno de los «2.500 casos aislados que invirtieron en las pirámides», diría Osuna (2); uno de los quince mil casos aislados de jóvenes víctimas de engaño, represión, ignominia, que se pueden contar en el país, sin olvidar el genocidio de los paramilitares. El que por una de las torcidas y usuales jugadas del Mesías se pretendió disipar entre las brumas del narcotráfico, convirtiendo un hecho de lesa humanidad en un vulgar asunto económico, con lo cual intenta negar sus vínculos con quienes lo ayudaron a subir en 2002 y limpiar una hoja de vida que tan bien recreó en Ciertas yerbas del pantano un valiente periodista asesinado allende las fronteras (3). Así, aunque G. Sánchez diga que «García Márquez sacó la Masacre de las Bananeras del ámbito histórico y la puso, a través de la literatura, en un universo simbólico»; que… «ya no importa si fueron 100, 200 o tres mil los muertos… Simplemente fueron muchos y ninguna demostración factual podrá borrar esa imagen»; y aunque diga: «Queda claro que cuando la violencia sobrepasa ciertos umbrales la cuantificación no importa», nadie podría ignorar que el número sí es importante; y que más que García M. fue Cepeda S. quien mejor recreó la Masacre desvirtuando lo desvirtuado: la historia de Henao y Arrubla, en la cual muchos jóvenes pretendieron aprender (y aprendieron… mal) la historia de un país y en particular la de un caso no aislado que llevó a la muerte a más de tres mil personas y a la cárcel a cientos de obreros, cuyo único pecado, eso sí, era trabajar… para, eso sí, una empresa fantasma: la United Fruit Company (UFC).
El escritor Roberto Montes, también costeño -no se trata de un cachaco resentido-recuerda algo que va más allá de lo siguiente: «La publicación en francés en 1984 de La casa grande, traducida por Jacques Gilard con el título de La maître de la Gabriele, situó a su autor, Álvaro Cepeda, como padre del boom latinoamericano.» Si esto fuera poco, sugiere que la obra del Nobel es hija de aquella otra menuda aunque portentosa: «El crítico de L’Express, Patrick Thévenon, dijo en su artículo, Papá Álvaro y sus hijos: ¿Sabía usted que la literatura latinoamericana tenía un padre y que éste la engendró en 1962?» (4) En franca parodia, sería lícito aquí modificar la pregunta: ¿Sabía usted, señor García M., que la novela Cien años de soledad tiene un padre y que este la engendró en 1962? ¿Sabía que adicionalmente su obra cumbre tiene dos tíos: Cosme (1927), la opera prima de José Félix Fuenmayor, y Respirando el verano (1962), novela seminal de Héctor Rojas Herazo?
La ficción del primero, padre de Alfonso, es tan importante dentro de la tradición costeña que Cepeda al referirse a los miembros de La Cueva dijo una vez: «Todos venimos del viejo Fuenmayor», como aparece en el prólogo a Cosme, precisamente (5). O, como asevera Germán Vargas: «Todo giraba en torno al gran escritor catalán Ramón Vinyes, el sabio catalán de Cien años de soledad» (6) Ahora, según el propio Gabo, fue el pintor, poeta y narrador Rojas Herazo, su profesor de dibujo en el Colegio de San José, de Barranquilla, quien por primera vez le habló, en mayo/48, sobre G. Vargas, Á. Cepeda y A. Fuenmayor. Éstos, habitantes de una Cueva que por manes del rumor y de la necesidad humana de crear mitos, dieron sin querer nombre al Grupo de Barranquilla, el que para Gabo fue invento de comentaristas y críticos, que tienden a sistematizar las cosas para poder explicarlas. (7)
Para García Márquez La casa grande constituye «un ejemplo magnífico de cómo un escritor puede sortear honradamente la inmensa cantidad de basura retórica y demagógica que se interpone entre la indignación y la nostalgia.» La nouvelle, pues parece más un relato largo que una novela, de Cepeda puede verse también como un fresco literario -su dedicatoria reza: Para Alejandro Obregón-, a porcentajes iguales entre arte figurativo y abstracto. En efecto, desde el I cap., Los soldados, las imágenes que suscita en el lector a través de aquellos seres, anónimos, que se comunican en un lenguaje lacónico aunque muy eficaz, son tan nítidas y aplastantes como los grabados y las composiciones históricas más conocidos de Goya acerca de la invasión napoleónica: los primeros pertenecientes a la serie Los desastres de la guerra (1810/14); las segundas, aparecidas bajo el título Los fusilamientos del 3 de mayo. Sin embargo, no es fácil enfrentarse a la alternancia entre las voces concretas de los soldados, y la voz abstracta y distante del narrador.
Tampoco debe olvidarse la relación entre La casa grande y otros textos de los que sin duda ha partido o tomado como referencia: la tragedia de Edipo Rey, de Sófocles, el drama salpicado de humor Un tal Rock Wagram, de W. Saroyan, y ante todo El sonido y la furia, de W. Faulkner. La relación con Edipo Rey no entraña una revelación, ni mucho menos, puesto que La casa grande escenifica a su modo el trasfondo cruel y fatídico de la vida del héroe, para el caso El padre, en realidad un antihéroe, ya que desde el II cap. (La hermana, 26-43) la narración en segunda persona del singular de una de las hermanas de la hermana, (cuya voz no se somete al autoritarismo del padre, de prédica asimilable a la del Estado, y es el único ser que osa desafiar el silencio impuesto y la verticalidad del discurso patriarcal) se refiere a él como al «Maldito padre», cuya voz dura llena todas las habitaciones de la casa. Y más adelante, para reconfirmar el fatum o destino fijado por los dioses, el padre adquiere el rostro prestado de Layo cuando la narradora se remite «al hombre que ya desde el momento cuando no se pudo evitar que naciera, no porque no se intentara sino porque esa misma pequeña y casual cantidad de sangre idéntica lo había afianzado en el vientre desprevenido, debió saber que estaba condenado a esa única muerte.» (p. 39)
Los nexos entre La casa grande y Un tal Rock Wagram se dan a nivel estructural, argumental y afectivo. La obra de aquél californiano de origen armenio, aunque sólo consta de tres capítulos, alude explícitamente a El padre, La madre y El hijo y la hija, en designación no gratuita si se nota la estructura de La casa grande. Estructura en la que la madre es desplazada por un patriarcado excluyente que niega la armonía de ese utópico núcleo llamado familia, patriarcado cerrado en sí mismo y organizado alrededor del odio, el prejuicio y la duda frente al Otro. En cuanto a lo argumental y afectivo, aspectos que van unidos respecto a la novela de Saroyan en particular y a su obra en general (que en parte Cepeda tradujo y ayudó a divulgar), se trata en ambos casos de narraciones que van de lo cotidiano a lo mítico y viceversa, en un intento por universalizar el deseo, la pasión, la libertad, el miedo, el fracaso, la muerte, dentro de los límites de un relato cruzado por la soledad y la esperanza del amor, en la realidad del odio; sí, el hombre es un ser familiar cuyo sentido lo encuentra en la familia, pero esta parece no pensar igual. Sí, de vez en cuando un perro muere como un hombre, pero éste muere a menudo como un perro: más si es pobre y de espíritu elevado. Sí, la vida tiene un sentido, secreto y patético, si no fuese por las mentiras del arte, a las cuales el hombre debe estar agradecido, como él bien sabe.
Los vínculos de La casa… con El sonido y la furia son tan directos que afectan la estructura de su relato, sin que implique copia de Faulkner ni plagio descarado de ciertos asuntos: odio intrafamiliar, deterioro de las cosas y los hombres, ruina, fracaso, derrota, muerte; temas también tratados por El Loco y con el mismo rigor, gravedad e idéntica altura a la del creador de Yoknapatawpha, origen a su vez de Macondo, por vía del microcosmos La casa… Como hecho coincidencial, la acción de El sonido… ocurre el mismo año de las Bananeras: 1928. Ya a nivel estructural, al autor gringo le bastaron tres hermanos, Benjy, Quentin y Jason pues su hermana Caddy carece de monólogo y aun de derechos, y tres monólogos ambientados en el viacrucis de semana santa; y una cuarta mirada, omnisciente y sintomática, que registra lo acaecido en un domingo de resurrección. Al Cabezón le bastaron jueves, viernes y sábado (no tan) santos para levantar su edificio literario: allí no hay cabida para la Resurrección, opción alguna de eludir la crisis, camino a la salvación.
La casa grande se inicia con un diálogo entre dos soldados de aquel contingente de 200 o 300 paisas que fueron enviados por el gobierno central a reprimir la huelga en La Zona, desde luego la Zona Bananera, los municipios de Aracataca, Puebloviejo y Ciénaga, lugar donde, precisamente, nació Cepeda el 30/mar/1926 (así Germán Vargas dijera que en Barranquilla), esto es, dos años antes de que el 11/nov/1928, 5.000 obreros de Santa Marta y La Zona, que también incluye a Sevilla, Riofrío, Fundación, Orihueca y Guacamayal, se presentaron ante el gobernador, Gral. José María Núñez Roca, con banderas blancas y consignas pacifistas, e iniciaran la primera huelga de proporciones (aunque ya en 1918, 24 y 27 hubo tres paros precursores) conocida en el país, contra la empresa gringa United Fruit Company (UFC) que apoyada por el gobierno rechazó todo entendimiento con sus más de 30.000 trabajadores. La que, fundada en Boston en 1899, se estableció de hecho y no de derecho en Magdalena en 1901, pues no había entonces legislación que correspondiera a la organización de sociedades agrícolas de gran importancia, y que a partir del 9/oct/1912, siendo presidente Carlos E. Restrepo, se estableció legalmente en el país, de conformidad con dos decretos legislativos de 1908, y las leyes 29/1907 y 6ª/1909: la primera le autorizaba por ocho años la exportación libre de gravámenes; y la segunda, por 20 años, la exención de impuestos para el banano enviado al exterior (8). En otras palabras, el gobierno del Gral. Rafael Reyes (1904/09) favoreció sin reservas a los productores de banano y en particular a la UFC, además de darles un subsidio de 15 pesos por hectárea sembrada.
La represión contra los huelguistas, llevada a cabo el 6/dic/1928, produjo entre 47 y más de 2.000 muertos, según diversas fuentes consultadas a propósito de tan atroz suceso, publicitado, como nunca, por los periódicos de oposición de la época para darle jaque mate a la hegemonía conservadora (1885-1930) y aprovechado, como siempre, por los políticos de turno para sacar dividendos personales: el 3/sept/1929, el representante liberal Jorge E. Gaitán inició un debate que duró 15 días consecutivos y que lo llevó, primero, a la gloria y luego a la muerte el 9/abr/1948. Las únicas deudas que nunca se dejan de cobrar son las políticas. El 19/may/1929, El Espectador publicó una entrevista con el disidente cacique godo Pompilio Gutiérrez, quien definió al responsable de la masacre, Cortés Vargas, como una fiera, causante del genocidio de mil personas. El 9/feb/1930, el liberal Olaya, recogiendo los frutos políticos de la oposición patrocinada por El Tiempo, derrotaba a un partido conservador desgastado, dividido y desmoralizado por casi medio siglo en el poder; vale recordar que cuando el Crack de 1929 causó deterioro en la industria del banano, por la baja de la producción para exportar, en 1932, fue quien hizo recobrar a la UFC su sitio de preeminencia al recibir de ella 500.000 dólares en préstamo, dada la escasez de dinero de su administración para afrontar la guerra con Perú. El mismo año 32, cuando el ferrocarril pasó a la Nación, Olaya se lo alquiló a la UFC hasta 1947. (9) Medio siglo más tarde, ya como Chiquita Brands, estableció nexos con paras por lo que en 2007 recibió una multa de 25 millones de dólares: en mar/2011, recibió dos nuevas demandas en un tribunal federal de Washington , relacionadas con asesinato y tortura de 931 personas en la zona de Urabá (10) .
No obstante la aparente divulgación del hecho, la verdad oficial sobre la Masacre terminó al filo del tiempo por imponerse: «No hubo muertos», se dice en Cien años de soledad, de ahí que el suceso se haya olvidado tan deplorablemente rápido en su época, como ignorado en la actual. O lo que es igualmente nocivo: la cifra de 3.000 muertos que se inventó García Márquez y que en vez de capturar la verdad, la ahuyentó. Hecho que lleva a cuestionar no el uso que el autor hace de la historia en su novela sino el uso de su obra como fuente histórica. Lo que, de paso, permite reflexionar, en el caso de La casa, sobre el carácter subversivo de la novela frente a la historia: la supuesta objetividad de esta ciencia es inalcanzable y a menudo la versión histórica de un hecho se revela más ficticia que la de un suceso novelado. El crítico Robert L. Sims, en su ensayo sobre la de Cepeda, señala que la novela, por ser dominio de la diversidad de lenguajes (heteroglosia), de la diversidad de voces (heterofonía), de la diversidad de discursos (heterología), o sea, por su propia naturaleza, se presenta como un género subversivo frente a la historia. Y es que la novela trastorna sobre todo el cómo de los acontecimientos mediante un logos o discurso que establece en el acto la polifonía textual. Aspecto notable en una como La casa, en el que el cómo de los hechos se somete a un cambio de dirección discursiva para que la masacre se focalice y se filtre a través de múltiples voces y perspectivas: las de los soldados, las de los miembros de la familia, las del pueblo y las oficiales. La novela en general busca recuperar esas múltiples voces que la historia persiste en silenciar. Voces que en aquel trozo de la historia colombiana narrado por Cepeda son evocadas de manera tan intensa como pocas veces con otros episodios de la misma, salvo el de la violencia bi/inter/partidista en Marea de ratas. Y como en esta novela, el primer capítulo de la de Cepeda (Los soldados, pp. 7-25, El padre, pp. 44-56 y Los hijos, pp. 86-92), desarrolla de modo magistral algo más bien precario, antes que poco frecuente, en la narrativa colombiana: el arte de dialogar.
Y la forma de lograrlo tiene que ver con la sencillez, la franqueza, la honestidad -como en Marea de ratas– de quien en su literatura no cohonesta la injusticia, el atropello, la corrupción: de un autor que no intenta complacer a nadie y que lo logra sin caer en los peligrosos terrenos del libelo, o del ditirambo, al que se considera probable germen de la tragedia. Entonces, cuando en un ambiente lluvioso, propio de la zona descrita, aquéllos dos soldados anónimos -hecho detrás del cual el autor haya querido ocultar la sinrazón de un conflicto del que se comienza a hacer parte, la ignorancia o la falta de conciencia partidista de dos seres que se preguntan por qué tienen que matar a sus hermanos, inermes, y que nada les han hecho y a los que no obstante terminarán por matar: «Sería mejor no poder ir a los pueblos. Sería mejor no tener que matar a nadie.» (p 13); cuando comienzan a dialogar, un primer elemento que surge es el miedo a lo desconocido, al igual que la dificultad para entender por qué se encuentran allí, qué pasa, qué desean los protagonistas de la huelga, todo ello en ambiente de rumor: «-¿Tienes miedo? El teniente dijo que tienen armas, pero yo no creo. -He estado pensando por qué nos mandaron. No oíste lo que dijo el teniente: no quieren trabajar, se fueron de las fincas y están saqueando los pueblos. -Es una huelga. -Sí, pero no tienen derecho. También quieren que les aumenten los jornales. -Están en huelga. -Claro: y por eso nos mandaron: para acabar con la huelga.» (pp. 7-8)
Del presente activo del diálogo de los soldados, se pasa al punto de vista de un narrador en pasado para describir la marcha del cuartel al puerto una tarde, la larga espera en él, la lentitud en el embarque, el miedo durante la travesía del río, el fuerte viento de diciembre, el asombro ante la ciudad iluminada a la que no habían visto nunca: Barranquilla -no se olvide que los soldados son cachacos, como lo testimonia el relato del primer personaje, una mujer, que con nombre propio menciona la novela (p. 30); otra es Isabel, empleada:
«Carmen siguió contando que la estación estaba llena de soldados: (llena de cachacos que habían llegado de Barranquilla en la madrugada y que iban para la zona a defender los intereses de la Compañía […] los trabajadores que habían ido a verlos decían que no pasaría nada porque los huelguistas estaban esperándolos en Sevilla para presentarle al General el pliego de peticiones […] el gobierno los había mandado para que la Compañía no siguiera abusando de los jornaleros, y la verdad era que los soldados se parecían mucho en el modo de hablar a la mayoría de los cortadores que la Compañía había traído para el primer corte de La Gabriela […] y decían que los cortadores hasta tenían conocidos entre los soldados porque también eran cachacos, pero había una cosa y era que habían quitado las mesas de fritos de la estación y habían cerrado las cantinas del otro lado de la línea, y decían que había orden de no volverlas a abrir hasta cuando se fueran los soldados, pero esta orden no sabían si la había dado el Alcalde o el General, porque el General no había llegado todavía aunque fue el primero que desembarcó, pero ya lo estaba esperando un motor y había salido inmediatamente para la Gerencia a hablar con los gringos […] y los que fueron hasta el puerto dicen que todavía vienen más […] y dicen que la misión como que es echar bala, […] y las academias de este lado de la línea también las habían cerrado, pero no saben por qué, y las académicas, con sus trajes largos, están todas en la estación hablando con los sargentos, dicen que son los sargentos porque son los que mandan a los soldados […] como ellas son de ciudad y bien corridas deben saberlo, seguro que esta noche vuelven a abrir las academias).» (pp. 30-31)
Y, sí señor, las academias (burdeles, como en los inicios del tango) volvieron a abrir, como en todo país/circo que se respete; y los soldados fueron a La Zona a defender intereses foráneos, ajenos. Y el General desoyó el pliego de peticiones (de nueve puntos exigidos por la directiva sindical de la época, liderada por Raúl E. Mahecha, sólo se aprobaron cuatro), como en toda dictablanda que se haga respetar. Y la Compañía siguió abusando de los jornaleros hasta que buenamente, cuando le dio la gana, se fue del país (en 1966, la Compañía Frutera de Sevilla, subsidiaria por razones estratégicas de la UFC, se retiró de La Zona). Y el General corrió solícito a la Gerencia a hablar primero que todo con los gringos: porque sí, primero que todo se habla con el Patrón, como siempre. Como ahora. Y efectivamente la misión fue echar bala, como tiene que ser cada vez que haya un mínimo brote de anarquismo, subversión, comunismo (el documento original reza 6/dic., no 18):
«Magdalena, diciembre 18 de 1928. Decreto No 4. Por el cual se declara cuadrilla de malhechores a los revoltosos de la Zona Bananera. El Jefe Civil y Militar de la provincia de Santa Marta en uso de sus facultades legales y Considerando: Que se sabe que los huelguistas amotinados están cometiendo toda clase de atropellos: incendiado varios edificios de nacionales y extranjeros, saqueado, cortado las comunicaciones telegráficas y telefónicas; destruido líneas férreas, atacado a mano armada a ciudadanos pacíficos; cometido asesinatos, que por sus características demuestran un pavoroso estado de ánimo, muy conforme con las doctrinas comunistas y anarquistas […] que es un deber de la autoridad legítimamente constituida dar garantías a los ciudadanos, tanto nacionales como extranjeros, y restablecer el imperio del orden [o el orden del Imperio, igual da] adoptando todas las medidas que el derecho de gentes y la Ley marcial contemplan, Decreta: Artículo 1o– Declárase cuadrilla de malhechores a los revoltosos, incendiarios y asesinos que pululan en la actualidad en la zona bananera. Firmado, Carlos Cortés Vargas, General; Mayor Enrique García Isaza, Secretario.» (pp. 59-60)
Nunca se dijo que los revoltosos, incendiarios y asesinos estaban realmente del lado oficial… tampoco, que la UFC era una empresa muy singular: declaraba no tener trabajadores. Los casi 30.000 hombres que limpiaban los terrenos de la Compañía -como no sin ironía la llama Cepeda, muerto en NY, el 12/oct/1972-, abrían sus canales de riego, sembraban su banano, recogían su cosecha, empacaban su fruta cortada y la subían a sus vagones para transportarla hasta los vapores de su gran flota blanca, jamás figuraron en la nómina de la sociedad creada por Minor Cooper Keith. La UFC se valía de ajusteros, contratistas que se obligaban para con aquella a cumplir por su propia cuenta y riesgo una actividad, para burlar la ley laboral: la que se supone había, la que aún se supone hay. Estos ajusteros se encargaban de enganchar a los jornaleros, pactar con ellos el tipo de labor que realizarían y el salario que les sería pagado cada 15 días. Eso sí, en el contrato con cada ajustero aparecía la cláusula: «Ni el contratista ni sus jornaleros son empleados de la UFC.«
Tal vez no valga la pena repetir la historia oficial sobre el hecho, la del texto en el que los jóvenes del país intentaron -sin lograrlo- aprender historia durante más de 70 años, el de Henao y Arrubla, toda vez que en tan reaccionario documento fue que Cepeda basó aquel Considerando que habla de incendios, saqueos, incomunicación, etc., cometidos por los huelguistas amotinados. Lo que sí cabría citar del texto es su sesgada conclusión:
«Las vías de hecho adoptadas, mediante el imperio de la ley marcial, hicieron renacer la tranquilidad y volver al régimen legal. El orden público se restableció en la región el 14 de marzo de 1929.» (Historia de Colombia, Voluntad, Bogotá, 1952, 7a edición, p. 875).
Sin embargo, en defensa de lo que ya no se puede defender mas si recordar, hay que decir que el 12/nov/1928, los invisibles jornaleros de la UFC se declararon en huelga, tras solicitar desde octubre a la empresa negociar un pliego de peticiones. El gerente, Thomas Bradshaw, basaba su negativa a recibir a los negociadores con un argumento recurrente: no había ningún vínculo jurídico entre la empresa y los trabajadores bananeros: el mismo día que estalló la huelga, telegrafió al presidente Abadía, comunicándole que en la zona había estallado una peligrosa revuelta planeada por cabecillas irresponsables… El gobierno, mediante orden redactada por el MinGuerra Ignacio Rengifo, dispuso que el general Cortés V. se trasladara al Magdalena con tres batallones «para dar amparo a los pacíficos trabajadores hostilizados allí por revoltosos.» En una semana, gracias a su folletinesca imaginación, descubrió una conjura comunista para destruir las bananeras, y una grave amenaza de invasión -y no es que pensara hacia el futuro, hacia esta época, ni más faltaba- por barcos de guerra gringos. Mientras procuraba romper la huelga con detenciones en masa y patrullajes intimidatorios, en sus mensajes a Bogotá describía una situación dantesca: según él, en la zona afectada por el movimiento obrero ya operaba un soviet (consejo, para los bolcheviques) dispuesto a acabar con su tropa. Entonces, el gobierno dictó estado de sitio para a su vez designar a Cortés Jefe Civil y Militar del Magdalena. En la madrugada de aquel 6/dic/28, el general hizo marchar a sus hombres hasta la plaza de Ciénaga y ocurrió lo que según el divino designio oficial tenía que ocurrir.
Es en este punto donde Cepeda hace gala de su capacidad para «sortear honradamente la inmensa cantidad de basura retórica y demagógica que se interpone entre la indignación y la nostalgia». Así, pese a la indignación, evita la ruta del patetismo y opta por la del relato directo aunque compasivo, quizás no exento de crueldad (la crueldad emana de lo narrado no de quien narra) pero nunca kitsch o grotesco; o, en su defecto, por la metáfora… (palabra equivalente a transporte o traslación) como cuando habla de aquellos soldados antes de la masacre y para ello recurre a la metáfora del fusil como símbolo de la muerte inevitable:
«Todavía no eran la muerte: pero llevaban ya la muerte en la yema de los dedos: marchaban con la muerte pegada a las piernas: la muerte les golpeaba una pierna a cada trance: les pesaba la muerte sobre la clavícula izquierda: una muerte de metal y madera que habían limpiado con dedicación.» (p. 22)
Y viene luego el relato desnudo de cada soldado a través del cual Cepeda representa la orgía de violación y de sangre, sangre que termina por volverse mierda de verdad:
«… Por qué los mataron: no tenían armas. Tú tenías razón: no tenían armas. No tuve necesidad de ir donde las mujeres. No le he visto bien la cara. Tampoco habló. […] un rato después, se puso a llorar, no gritando, sino despacio: casi no se oía que estaba llorando. Yo no entiendo nada. No la obligué. Ella [Isabel] se dejó. Mírame los dedos, es como si me hubiera cortado.» (pp. 23-24) Y luego: «Con el cañón casi tocándole la barriga disparé. Quedó colgando en el aire como una cometa. Se cayó de pronto. Oí el disparo. Se desenganchó de la punta del fusil y me cayó sobre la cara, los hombros, mis botas. Y entonces comenzó el olor. Olía a mierda. Y el olor me ha cubierto como una manta gruesa y pegajosa. He olido el cañón de mi fusil, las mangas y el pecho de la camisa, los pantalones y las botas: y no es sangre: no estoy cubierto de sangre sino de mierda.» (p. 24)
Tras la masacre y ya convencidos de que: «No tenía que matarlo, no tenía que matar a un hombre que no conocía» y de que es por la costumbre: «Dieron la orden y disparaste. Tú no tienes la culpa» (24-25), los dos soldados llegan a la conclusión de que alguien tiene que ser responsable de toda esa violencia injustificada… entonces uno afirma: «Alguien no: todos: la culpa es de todos.» Y viene la maldición reiterada y el consuelo y el olvido y la memoria, olvido y memoria que por una vuelta de tuerca juegan papeles inversos a los que deberían jugar: así, el olvido se vuelve útil para el invasor y la memoria inútil para el invadido: «-No te preocupes tanto. ¿Tú crees que [ella, la muchacha violada] se acuerde de mí? -En este pueblo se acordarán de nosotros: […] siempre, somos nosotros los que olvidaremos. -Sí, es verdad, se acordarán.» (p. 25) La verdad es que, aunque la memoria sea el único tribunal incorruptible, en este territorio de la desmemoria, del olvido deliberado, de la insolidaridad, de la manipulación mediática, del silencio impuesto… apenas J. E. Gaitán -y se trata sólo de reconocer su actitud aquella vez-, en las sesiones del Congreso de sept./1929, salió a denunciar los atropellos perpetrados por las tropas de Cortés Vargas:
«Tenía un vivo interés por asistir a aquella Cámara para continuar una campaña que había iniciado en la revista Universidad de Germán Arciniegas, sobre los sucesos de la zona bananera. Es el caso que el asunto se había presentado como una revuelta de los comunistas contra la UFC. Había sido turbado el orden público, y, en esquivas y sintéticas comunicaciones, se daba cuenta de algunos muertos y en otras -ellas sí abundantes- se hacía saber que los tribunales de guerra condenaban a diario y en pocas horas a obreros de ambos sexos, a 18, 20 y 25 años de presidio. Todo aquello en medio de la indiferencia de la opinión pública, cuando no con la justificación de los periódicos de todos los partidos. Mi reacción la motivó lo único que me era dable conocer, o sea el aspecto constitucional y legal, que lo encontraba arbitrario. Lo estudié y en la dicha revista comencé la campaña, recriminando ante todo, según ahora he podido refrescar en aquellos viejos papeles, la actitud de los dirigentes obreros que callaban como ostras… Una vez obtenida mi credencial y ya restablecido el orden en la zona bananera, me fui a aquel lugar para adelantar una investigación personal, cuyos documentos y pruebas demostraron luego que lo sucedido allí había sido una gran hecatombe. El país se estremeció, pues si bien ya había pasado un año de lo sucedido, sólo hasta entonces vino a saberse lo que en realidad había ocurrido. Pero yo llevaba una finalidad concreta. Treinta o más obreros estaban cumpliendo condenas de 10 a 25 años de presidio. Presenté un proyecto de ley de amnistía para todos los condenados… A pesar de que el Congreso era de mayoría conservadora, la realidad de los hechos por mí alegados y comprobados era tan grande, que el proyecto pasó. Y aquellos hombres fueron puestos en libertad.» (11).
Pese a que Gaitán demostró, ante la desidia e hipocresía de sus colegas, «la criminal complicidad entre la United Fruit y los militares que allí actuaron», jamás se investigó a uno solo de ellos. A los descarriados funcionarios oficiales se les castiga con premios: así, el Min Rengifo fue nombrado embajador en Londres; Cortés V., ahora director de la policía nacional se vio envuelto en nuevas acusaciones por la muerte del estudiante Gonzalo Bravo y seguramente siguió teniendo pesadillas sobre revoluciones comunistas y flotas invasoras: eso sí, exentas de vínculo alguno con la masacre de las bananeras: los militares no se permiten remordimientos. Y esto por cuestiones de estructura, disciplina, seguridad. O de machismo, diría J. Wayne, u homosexualismo reprimido, diría Freud. De todas maneras, nunca se supo a cuántas personas se asesinó en Ciénaga, ni cuántos inocentes fueron a las cárceles; y sobre la represión en Sevilla, otro pueblo bananero, se dice -otra vez el rumor, como en la novela– que el ejército mató a 29 trabajadores. En el caso de Ciénaga, Cortés -tan conservador como militar- dijo que por efectos de los disparos sólo hubo nueve muertos. Raúl E. Mahecha elevaba a 1.004 el número de huelguistas asesinados y hablaba de 3.068 heridos, por lo cual tuvo que huir tras ser herido en una pierna con fusil Máuser, no sin antes tener que quitarse el forro dorado de sus dientes para impedir su identificación. Muy pocos, aun sabiendo que había sido así, hablaron de centenares de víctimas.
La razón de haber incluido aquel Decreto No 4, «por el cual se declara cuadrilla de malhechores a los revoltosos de la Zona Bananera», solo radica en la imperiosa necesidad de hablar del sometimiento ancestral de un pueblo, el que, desde luego, tiene que ver con el hecho de verse privado de la educación, no poder acceder a ella, no prepararse. Hecho que en La casa grande se manifiesta en el cap. de El padre, a quien una de las hijas recrimina:
«Entonces eras cruel: con una crueldad metódica y tremenda que nos hacía más dependientes de tu voluntad. Si hubiéramos ido a un colegio tal vez habríamos tenido una niñez alegre. Pero cuando la madre insinuó, no lo dijo, ni siquiera dejó saber que lo deseaba, que deberíamos ser enviadas a la escuela, el Padre bajó un poco el periódico para que le pudiéramos ver los ojos y dijo: Lo que tengan que aprender lo aprenderán aquí.» (p. 33)
Y aquí el Padre es el Estado, para el que la educación cada día es más un privilegio que un derecho: ese mismo Padre castrador, que niega de plano el acceso femenino a la educación, es el que luego será asesinado a punta de cavadores, no sin antes haber sentido juntos, el Estado y el Padre, la fruición por la muerte de sus hijos. Y como sostiene La Muchacha, a quien Josefa le ha dicho en una especie de muerte anunciada que, en efecto, lo van a matar:
«No es por la plata, a usted no lo odian por la plata: es por lo de la huelga. El Padre: ¿La huelga? La Muchacha: Mataron muchos en la estación: los soldados dispararon desde los vagones: no se bajaron: […] los soldados no se bajaron pero mataron un montón. El Padre: Bien hecho.» (p. 48)
Y así es como el Estado… perdón, El Padre, el terrateniente, firma su propia sentencia de muerte. La que cada día que pasa parece estar firmando el país, un país en el que cada uno de sus habitantes parece formar un mundo aparte, un país desorientado que parece tenerle miedo a la libertad, que sigue siendo esclavo de la sangre derramada por hacer parte de un reto involuntario, como atestigua El Hermano (75-85) a propósito de la hermana que
«Ha muerto sola. […] sin alternativas, liberada de la tarea de afirmar con su presencia la inutilidad del desafío; un desafío que ella no había planteado, ni querido, sino que le fue impuesto» (75) «He regresado a su cuerpo muerto y a sus tres hijos vivos: he regresado a ella: he regresado a mí. Estoy nuevamente en el comienzo. Entonces, ¿toda la sangre seca y olvidada en la mejilla de la hermana, en los dedos de un solo soldado, en los andenes de las estaciones de los pueblos y sobre el barro salitroso, en una calle oscura y estrecha, debajo de los cascos de un caballo, toda esa sangre para qué? ¿Va a ser necesario acaso recomenzar?» (pp. 75-76)
O, ¿seguiremos dentro de este mundo incomprensible de familiares y de rostros serios, palabras duras y llantos resignados que es el país, formando cada uno un mundo aparte? ¿Seguiremos culpándonos el resto de la vida, recreando en nosotros la de la gente que construyó esta casa, este pueblo, que fueron destruidos por aferrarse al odio? ¿Seguiremos siendo solo por imposición del Padre/Estado parte de esta casa, esta sangre, este odio?
Como advierten Los Hijos (pp. 86-92) al final de La casa grande:
«-Es que si no hablamos ahora nos va a llenar el odio y entonces también estaremos derrotados. -De todas maneras estamos derrotados. -Sí, de todas maneras.» (p. 92).
¿Seguiremos formando cada uno un mundo aparte, culpándonos el resto de la vida, siendo parte de este pueblo solo por imposición? ¿Será imprescindible volver a empezar? ¿Estamos derrotados? Como sería insensato decir que no, se dirá que sí. Pero, solo mientras la casa grande, el Estado, siga siendo el Padre irresponsable, corrupto y derrochador que hasta hoy ha sido: de ahí la urgencia de un profundo cambio de estructuras. Solo así sus hijos podrán tener el país que merecen y por el cual valdría, y vale, la pena seguir luchando.
A modo de epílogo: El diálogo y la paz solo se dan entre iguales
Siempre hay que repetir lo obvio: «El diálogo y la paz únicamente se pueden dar entre iguales», decía el lúcido intelectual Edward Said; que en un país donde sólo se ha administrado el crimen como forma de justicia, se ha perdido la memoria de los muertos entre la amnesia de millares más; que no hay «casos aislados»: únicamente la regla mortal, que su autor siempre niega, no porque quiera, ¡qué más le gustaría que lanzar al viento las evidencias de su osadía!, sino porque le conviene: así, las víctimas se hacen invisibles por incontables. Se sabe más del execrable crimen de Yuliana Samboní, que de los miles de niños que a diario son violados/asesinados o mueren de hambre en el mundo; los medios remarcan que su victimario es un monstruo y por ello se le condena a 52 años y la masa pasa a olvidar a los otros monstruos y al unísono aplaude como si se hubiera hecho justicia por los demás crímenes, los de paras y cómplices: a los primeros, se les envió a EE.UU para que fueran juzgados por narcotráfico y para que cambiaran penas por plata; a los segundos, se les condena a irrisoria reclusión, no cárcel, al cabo de la cual salen para volver a sus andadas: en fin, sabemos más por tinta de pasquín vía intravenosa de los criminales de DMG, Carrusel de Contratación, Foncolpuertos, Saludcoop, Interbolsa, Reficar, pero nada de los gobiernos que durante 8 + 8 años los toleró, trató y cuando ya no les sirvieron más, de ellos se deshizo, se quedó con la plata y de paso con la de los ahorradores, primer caso, y en los otros cinco cohonestó y ayudó, gracias a la dudosa gestión del Fiscal hijo de humorista, a tapar la olla podrida en asocio con los medios masivos y las autoridades (12).
Recuérdese, si hay odio es «el odio que produjo el odio», para recordar aquí a quien lo superó al constatar, antes del genoma, que «todos los hombres son iguales», aunque cada quien piense que hay unos más iguales. Para que haya diálogo y paz, al adjetivo, iguales, hay que quitarle el adverbio más para que podamos seguir siendo diferentes, sin que eso signifique seguir señalándonos, matándonos: ¿una idea merece un cadáver? La diferencia enriquece, la unanimidad empobrece, por la ruta del diálogo a la paz se llega también a la igualdad: lo que nunca será posible por vía de la política, mientras siga siendo lo que dice el Diccionario del diablo, de Bierce, el mago de la ironía que se hizo humo luchando en las huestes de Pancho Villa: «Política, sustantivo. Conflicto de intereses disfrazado de lucha de principios. Manejo de los intereses públicos en provecho privado». Igualdad nunca posible mientras los políticos la sigan usando para engañar: así, cuiden sus dedos al darles la mano.
A grandes rasgos esto permite extrapolar la lectura de La casa grande, tributaria de Marea y benefactora de Cien años… hecho no debidamente reconocido, menos por su autor, el ganador del único Nobel legítimo que ha tenido el país del café, y de los reinados de la canela, la panela. Ah, y del cartel de los sapos que contra lo que se piensa no es parte de la TV sino que estuvo entre la población, como pieza del eufemismo seguridad democrática, entre cuyos programas el más triste fue familias en acción: en el que todo fue acción pura o impura, igual da, como se infiere del lema nazi: arbeit, trabajar, pero ¡para robar y matar! Y ahora el circo paz, equidad y educación al estilo del otro, falso, Nobel: sin que se note (13).
A mis hijos, Santiago y Valentina, los seres que
principalmente me impiden aceptar la derrota.
https://www.youtube.com/watch?v=_bC9mqsGeJQ La memoria (León Gieco) 6:20
Notas:
(1) El Espectador, 30/nov/08: 17.
(2) El Espectador, 7/dic/08: 57.
(3) http://www.derechos.org/nizkor/colombia/doc/garavito4.html
(4) El Magazín de El Espectador No 479 (28.VI.92)
(5) De ficciones y realidades, Tercer Mundo, Bogotá, 1989: 118.
(6) En la publicación de Valencia Editores, 1983. Cosme es para Gustavo Bell Lemus, la primera novela urbana colombiana. José F. Fuenmayor es también autor de Una triste aventura de catorce sabios (1928), cuento fantástico considerado la primera obra de ciencia-ficción colombiana.
(7) El Tiempo, 7.IV.02, p. 2-2. Lo de La Cueva, como exclusivo sitio de reunión del Grupo se puede desvirtuar rápidamente: Café Colombia, El Japy (sic), Los Almendros, un extraño bar llamado El Tercer Hombre (por el filme de Carol Reed, 1949), el América-Billares. Germán Vargas: «Era ya lo que Próspero Morales Pradilla llamó, desde El Tiempo, el Grupo de Barranquilla» (1989: 118).
(8) El 6/abr/1914, siendo presidente Carlos E. Restrepo, se firmó con EE.UU el Tratado Thomson-Urrutia que indemnizaba a Colombia por la pérdida de Panamá con 25 millones de dólares y libre paso por el Canal para sus naves. Restrepo se vio criticado por una escaramuza expansionista hacia el Perú, el Conflicto de La Pedrera, con altos costos en vidas humanas y ningún beneficio para el país. Su gobierno, presionado por el aumento de denuncias y el temor latente por la reciente separación de Panamá, envió el 27/ene/1911 una reducida tropa para hacer presencia en el margen derecho del río Caquetá. Al frente se envió a los generales Isaías Gamboa y Gabriel Valencia con otros 70 hombres. El gobierno republicano de Restrepo reacciona en forma aletargada e irresponsable. Aparentemente hay una resistencia a la defensa de la soberanía nacional por parte del Estado cuyo vocero es el canciller Enrique Olaya H. La insistencia de los militares y la oposición liderada por el Gral. José María Valencia hacen eco en el gobierno. Finalmente accediendo a las suplicas insistentes del Gral. Gamboa, el Ministro de Guerra, Mariano Ospina Vásquez lo despachó con el Gral. Valencia y una reducida guarnición a La Pedrera, debajo de Puerto Córdoba y cerca de la frontera con Brasil. Un grupo que salió bajo las más inicuas fallas administrativas y logísticas, quedando prácticamente abandonado a su suerte.
(9) En sept/1932 el puerto de Leticia fue tomado por soldados peruanos; el general Alfredo Vásquez Cobo fue llamado para dirigir las operaciones armadas de Colombia. El pueblo colaboró con dinero y joyas para financiar la guerra. Después de varias batallas, la Guerra Colombo-Peruana finalizó con la firma del Protocolo de Río de Janeiro en 1934; también, con la ratificación del Tratado Salomón-Lozano de 1922. Dicho Tratado fue un acuerdo de límites firmado el 24/mar/1922 que puso fin a un litigio territorial de casi un siglo entre Colombia y Perú y fue obra del Plenipotenciario de Colombia, Fabio Lozano Torrijos, y del de Perú, Alberto Salomón.
(11) «Gaitán ante sí mismo…», parte de una entrevista de B. Moreno Torralbo publicada primero en El Siglo en 1943, luego en El Espectador, Bogotá, Magazín Dominical, 7/abr/68, p 14, y más recientemente en El saqueo de una ilusión, el 9 de abril: 50 años después, Número Ediciones, Bogotá, 1997.
(12) http://www.elcolombiano.com/negocios/economia/los-cinco-escandalos-financieros-mas-polemicos-de-colombia-BA2839542 http://www.elespectador.com/economia/los-llamados-responder-por-escandalo-de-reficar-articulo-684385
(13) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=222754
Otras notas:
http://www.redalyc.org/pdf/1591/159123802010.pdf
Proyecto de adaptación de La casa grande por Luis Alcoriza pdf 18 pp.
La soledad de las mujeres en La casa grande – Tesis de grado UTP por Bany Raquel Bañol y Diana Milena Barriga, pdf 86 pp.
Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Invitado al V Congreso Internacional de REIAL, Nahuatzén, Michoacán, México, con Roberto Arlt: La palabra como recurso ante la impotencia (22-25/oct/12). Invitado por El Teatrito, de Mérida, Yucatán, para hablar de Burgess-Kubrick y Una naranja mecánica (27/oct/12). XXIV FILBO (4-16.V.11): Invitado por MinCultura a presentar el ensayo Arnoldo Palacios: Matar, un acto excluido de nuestras vidas (MinCultura, 2011), en Pabellón Juvenil de Colsubsidio (13/may/11). Invitado al II Congreso Internacional de REIAL, Cap. Colombia, Izquierdas, Movimientos Sociales y Cultura Política en Colombia, con el ensayo Arnoldo Palacios: Matar, un acto excluido de nuestras vidas, U. Nacional, Bogotá, 6 a 8/nov/2013. Invitado por UFES, Vitória, Brasil, al I Congreso Int. Modernismo y marxismo en época de Pos-autonomía Literaria, ponente y miembro del Comité Científico (27-28/nov/2014). Invitado a la XXXIV Semana Internacional de la Cultura Bolivariana con la charla-audición El Jazz y su influencia en la literatura: arte que no entiende de mezquindades, Colegio Integrado G. L. Valencia, Duitama (28/may-1°/jun/2015). Invitado al III Festival Internacional LIT con el Taller Cine & Literatura: el matrimonio de la posible convivencia, Duitama (15-22/may/2016). Invitado al XIV Parlamento Internacional de Escritores de Cartagena con el ensayo Jack London: tres historias distintas y un solo relato verdadero (24-27/ago/2016). Invitado a la 36 Semana Internacional de la Cultura Bolivariana con las charlas-audiciones Los Blues. Música y memoria del pueblo y para el pueblo y Leonard Cohen: Como un pájaro en un cable, Duitama, Boyacá (21/jul/2017). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Su libro Ocho minutos y otros cuentos (Pijao Editores, 2017) fue lanzado en la XXX FILBO, Colección 50 Libros de Cuento Colombiano Contemporáneo: 50 autores y dos antologías. Hoy, autor, traductor y, con LES, coautor de ensayos para Rebelión.
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