Solían reunirse los sábados de verano para hablar de todo menos de asuntos de bélicos, más aún si había otras gentes ajenas a esas tertulias. El orgullo caminaba por dentro, aunque para ellos dejaba en evidencia algo que dejaron por terminar en esa guerra. Beber café y conversar ya era oficio de guerreros jubilados y […]
Solían reunirse los sábados de verano para hablar de todo menos de asuntos de bélicos, más aún si había otras gentes ajenas a esas tertulias. El orgullo caminaba por dentro, aunque para ellos dejaba en evidencia algo que dejaron por terminar en esa guerra. Beber café y conversar ya era oficio de guerreros jubilados y en reposo. Mientras los antiguos rebeldes sorbían el café vespertino, muy necesario para que los duendes del bembeteo sostuvieran el fervor de la palabra, el doctor Franklin Tello Mercado viéndolos entusiasmados, un día sin precisar, soltó la pregunta más incómoda que les hubieran formulado nunca: «¿Qué buscaban ustedes en esa revolución, qué pretendían, qué aspiraban, por qué exponían sus vidas, por qué mataban a tanta gente?». Silencio hasta para escuchar el suspiro de amor de las hormigas. El doctor Tello Mercado había hecho trizas el mayor misterio arrastrado desde la niñez hasta este sábado seco y ventoso de octubre. Y ya con el inesperado impulso de valentía, en vez de una encadenó cinco preguntas de un tirón y con una voz que años después, cuando conversaba para un documental del Banco Central del Ecuador, no creía que fuera la suya. Los dos comandantes y los dos mayores del ejército montonero, todos sobrevivientes de la Guerra Civil comenzada en septiembre de 1913, en Esmeraldas, enmudecieron. Ya no hablaron más, desviaron la mirada hacia puntos lejanos y terminaron por irse casi sin despedirse del médico. Su padre político, Gumersindo Villacrés, demostró su descontento con un obstinado silencio que duraría semanas. Los dos comandantes, Víctor Martínez y Tiberio Lemos, y el mayor Simón Plaza le huían temiendo sus preguntas. Aun así Franklin Tello no reprimió al niño sin respuestas y siguió al acecho hasta otra oportunidad.
Y llegó el día en que el mayor Gumersindo Villacrés, vestido de punto en blanco como preparado para esa ocasión le dijo al Doctor Tello: «Hoy le voy a dar la respuesta -pausa interminable que angustiaba al interesado- Usted, si en vez de los once o doce años que tenía, hubiera sido un joven de, por ejemplo, veinte o veinticinco, tenga la absoluta seguridad que también participaba en la revolución y habría estado entre los que cortaban cabezas a los serranos». Ahí hicieron un pacto de olvido, pero con memoria fresca. El doctor Franklin Tello Mercado les ganó con largueza a los historiadores por profundidad de análisis, meditación deductiva, comprensión nítida de relaciones conflictivas de contrarios en el infinitamente trágico tema de las guerras y su crecimiento con el siglo XX. Aunque saltan a la vista otras causas y otros propósitos, se repite como loro ese despropósito de la «revolución de Concha». O «Guerra de Concha». Ciertamente fue una revolución, liderada por Carlos Concha Torres, al menos como comandante principal, pero quienes la soñaban, añoraban y aguardaban eran otros y otras. Los hombres y mujeres negros de Esmeraldas. Y quizás de todo el Ecuador.
Años después el doctor Tello Mercado daría cuenta de su testimonio para refutar en ausencia a Abelardo Gutiérrez Concha, nieto del líder del Alzamiento. «¿Cómo sería el carisma de mi abuelo, cómo sería la influencia y atracción que ejercía sobre el negro esmeraldeño, que sin haberles pagado un centavo y sin haberles ofrecido nada pelearon durante tantos años y le seguían como si fuera su verdadero amo?» [1] Orgullo familiar de gamonal. Ya pasaron aquellos tiempos en los cuales los vecinos, mujeres y hombres, se saludaban a grito pelado desde la ventana de enfrente. En la ciudad de Esmeraldas. Pero ha quedado como certificación inapelable aquello de que en «Esmeraldas nos conocemos todos y lo sabemos todo». El doctor conoció la equivocación mayúscula y agobiada de menosprecio de don Abelardo. Ese día le fue tranparente la ‘otra’ historia, más verdadera y nunca contada. O negada. No hubo perros de guerra, de ninguna manera, el emperramiento combativo se debió a condiciones culturales, sociales y económicas, que empujó a centenares de afroecuatorianos a asaltar cuarteles y armarse para esa guerra. Ellos supieron el día del comienzo pero no el de la terminación ni los límites territoriales y hasta es posible que se hablara de alianzas y apoyos sin ninguna certeza, porque los coroneles alfaristas estaban en el Gobierno de Leonidas Plaza o en exilio. ¿Los cimarrones negros confiaban en esos coroneles? A la distancia de los acontecimientos hay que dudar de esa confianza y por eso se refuerza su certidumbre en el liderazgo de Carlos Concha.
Los historiadores como los pintores de angelitos blancos se olvidaron de la diversidad de personas participante en las guerras con sus pensamientos, sentimientos, enfoques, solidaridad cultural y decisiones. Todo aquello determinado por la memoria histórica recargada de malos recuerdos, ofensas sin tiempo y olvidos premeditados, en el caso de los afroecuatorianos. Y fue el caso de la provincia de Esmeraldas. Enfocados en el sonido de pocos nombres se ignora las resonancias útiles de miles de personas anónimas, héroes que definieron batallas, quienes se arriesgaron para explorar terrenos y mejorar estrategias y enfrentaron con el machete en la mano el mejor armamento de la infantería del ejército del Gobierno ecuatoriano de L. Plaza. La guerra de 1913 a 1916, en sus eventos iniciales se muestra tal ferocidad como si se tratara de un desquite largamente esperado y por fin alcanzado. De ninguna manera cabe hablar de una identidad perruna o servil, no tiene seriedad intelectual historiar de esa manera. «La guerra -señala K. von Clausewitz- por el hecho de que en cada caso concreto cambia de carácter (…) constituye una singular trinidad, si se la considera como un todo, en relación con las tendencias que predominan en ella. Esta trinidad está integrada tanto por el odio, la enemistad y la violencia primigenia de su esencia, elementos que deben ser considerados como un ciego impulso natural, como el juego del azar y de las probabilidades…» [2]
«No quise contestarle porque temía que se fuera a disgustar y alterar las magníficas relaciones de amistad que mantenía con toda la familia Gutiérrez Concha-rememora el doctor Franklin Tello Mercado- pero mi opinión es totalmente diferente. Cuando yo era niño, la provincia de Esmeraldas era un mundo aparte, era un mundo fuera del Ecuador». El retrato costumbrista continúa así: «La población de Esmeraldas era en un 50 % auténticamente negra [3] . Y esos hombres negros eran castigados, apaleados, puestos en cepos por más de 24 horas, se les daba látigo y se les cobraba multas y odiaban con todas sus fuerzas a los blancos provenientes de la Sierra y especialmente a las autoridades. De tal manera, que cuando se inició la Revolución, Carlos Concha encontró un terreno abonado, una especie de pajonal al cual bastó con arrojarle un fósforo». [4] Que nadie olvide la trinidad motora de una guerra: «… el odio, la enemistad y la violencia primigenia de su esencia…»
Las rebeliones armadas suelen comenzar por el ataque a cuarteles y la didáctica del convencimiento tiene ideas y pretextos tan sólidos que los historiadores de rumbo independiente suelen aceptarlos de buena gana. Siempre fue así y esta también tenía otro propósito y no era el que se comunicó a los coroneles y políticos liberales. Dizque «era para reconquistar el honor, ahuyentar las desgracias del liberalismo y desquitarse por el arrastre de Eloy Alfaro y sus compañeros». Dicho así un temblor de simpatías debió sacudir a quienes creían que la Revolución de 1895 tendría una segunda oportunidad en el Ecuador. A los tiros de septiembre de 1913, Carlos Concha los justificaba como rebelión armada para encontrar por otros medios políticos para una nueva gesta liberal y no la emancipación ilimitada de los cimarrones negros. O sea las proclamas revolucionarias tuvieron tono y énfasis de otras proclamas contra gobiernos más o menos parecidos. Nada nuevo, pero motivador para los nostálgicos alfaristas y las protestas armadas ocurrieron en algunos puntos de la Costa y con menos importancia en la Sierra. Los pregones son la viva literatura política de los coroneles liberales que están fuera del Gobierno y se resienten a la intemperie del alejamiento del poder. En las proclamas no se mencionan los padecimientos del concertaje (eufemismo por esclavización) y las restricciones sociales y económicas de los afroecuatorianos de Esmeraldas y del país; el total político del liberalismo obviaba las particularidades culturales de los avatares bélicos. Las cicatrices del alma ni siquiera son eso; en realidad, son mataduras emocionales incurables.
El apelmazamiento emocional fue el elemento irrenunciable ese 24 de septiembre de 1913 y lo sería más allá de esa fecha. «Si la guerra constituye un acto de fuerza, las emociones están necesariamente implicadas en ella. Si las emociones no son las que dan origen a la guerra, ésta ejerce, sin embargo, una acción de carácter mayor o menor sobre ellas, y la intensidad de la reacción depende no del estado de la civilización, sino de la importancia y la permanencia de los intereses hostiles» [5] . Las guerras no son hechos aislados o emprendidos por súbitas revelaciones, hay como una prolongada fermentación del ánima colectiva hasta el punto clave emocional. ¿Cuándo comenzó esa fermentación? ¿Cuándo comenzó esta andadura hasta el día en que «la vida no vale nada»? Dicho así: «no vale sino es para perecerla por aquello que se quiere y ama» [6] . Los cimarrones, mujeres y hombres, tenían un conteo infinito de vidas faltantes que debían exigir redención por cada una de ellas: la esclavización, aunque para unos pocos casos fuera menos feroz. La continuación de la esclavitud, aun después de la independencia, sin que se detuviera durante las primeras décadas de la república y la prolongación del cruel concertaje después del triunfo de la Revolución Liberal de 1895. Esas vicisitudes, por el costado más trágico, estaban cosidas en el paño genético, revivían en los sueños sin descanso y por el sistema de oralidad habían ahuyentado el olvido. Ningún olvido alcanzaba a desaparecer la montaña de malos recuerdos que acongojaba a cada uno de los que se apuntaron para esta guerra que jamás fue de Carlos Concha, si bien es innegable su liderazgo político y militar.
El 25 de julio de 1851, se firmó en la Casa de Gobierno de Guayaquil, el Decreto de Manumisión de los Esclavos, por el Jefe Supremo, José María Urbina. En el Artículo 1º del Decreto gubernamental se mandaba: «Mientras el Gobierno se procura fondos necesarios, para dar libertad a los hombres esclavos, queda exclusivamente afectado a este objeto, desde la publicación del presente Decreto, el producto libre del ramo pólvora». Se logró reunir unos 400 mil pesos durante cuatro años. Una bobería, si se calcula que, para 1747, la fortuna de los Jesuitas, a fuerza de esclavizados, era de 4 millones de pesos. Es posible que cientos de esclavizados murieran trabajando para acumular esa riqueza. El Decreto creó las Juntas Protectoras de la Libertad de Esclavos y autorizó que cada vez que se reunieran 200 pesos «de este fondo se procederá a dar libertad al hombre esclavo de mayor edad, por avalúo».
No fue un tema de corazones dolientes la manumisión de los esclavizados. Estuvo en la esencia capitalista la discusión que dividió a hacendados y plantadores entre abolicionistas y esclavistas. La discusión realmente comenzó con el mandato supremo de José María Urbina y fue utilizado para oponerse a su Gobierno. Los favorables a la abolición, en su mayoría agricultores de la Costa, sabían que los asalariados compran y esas compras obligan a ampliar los negocios. Sus contendores veían la gratuidad absoluta de la mano de obra y cierto ordenamiento divino en el mundo social. Para los abolicionistas (la burguesía costeña en ascenso) la única «ley implacable que desea es la de comercio» [7] y su rápida expansión hacia otros mercados al aumentar la producción a bajos precios por la manufactura y no por el trabajo de esclavos.
Los favorables a Urbina llenaban sus discursos con parrafadas filosóficas francesas y vigiaban aquello que ocurría en países gobernados por el liberalismo. Sus adversarios negaban que la igualdad política y social pudiera favorecer a negros libertos y peor para esclavizados. El 18 de septiembre de 1 852, en la Asamblea Nacional Constituyente las aproximaciones apenas alcanzaban para discutir si la abolición era de inmediato o a plazos. La mayoría votó por asumir como propio el Decreto de Urbina y detallar los impuestos de indemnización a los esclavistas y no a las víctimas. Los liberados quedaron de repente en los cruce de caminos o en las calles de las ciudades con lo que llevaran puesto y la comida de ese día. La justicia no tenía nada que ver con algún acto humanitario y sí con las fábulas del mercado.
Muchos se resignaron al concertaje, porque el dinero no alcanzó y los impuestos irritaron a unos opositores que empezaron a conspirar para derrocar al Gobierno urbinista por las armas. José María Urbina reclamó el favor y con los agradecidos formó la milicia de los Tauras o como quiso atemperar su ímpetu con una denominación inofensiva: mis canónigos. El posesivo dejaba abierto un horizonte de amenazas que todos comprendían.
Los que trabajaban en haciendas y plantaciones eran formalmente libres, pero estaban lejos del nivel de los otros ciudadanos del Ecuador y más abajo de los otros pobres. Lavaban oro a precio de nada, abrían caminos por un pago de a mentiras, cultivaban cacao y tabaco a cambio de comida y ropa en desuso, extraían madera sin que menguaran las deudas y a la hora de las «revoluciones» los coroneles leían unas proclamas esotéricas poco antes de mandarlos a ponerle el pecho a las balas. Así había sido desde las luchas por la independencia del país y la revolución liberal de 1 895. El día de la rebelión tardaba, pero nadie dudaba de su llegada, porque no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, hasta las de la historia. Y son terribles, porque «desde su nacimiento, le resulta claro que ese mundo estrecho, sembrado de contradicciones, no puede ser impugnado sino por la violencia absoluta» [8]
El doctor Franklin Tello Mercado a su manera precisa el diagnóstico de la Guerra Civil de 1913 a 1916: «… he llegado a la conclusión de que la Revolución, mejor dicho el levantamiento de la población no era en contra del Gobierno de Leonidas Plaza. En realidad era la insurgencia, la rebeldía, era la protesta violenta, armada cruel y sanguinaria de una provincia olvidada, preterida, falta de todo y a la cual se enviaba autoridades deshonestas y a veces alcohólicas» [9] . Al diablo las proclamas liberales, los negros, mujeres y hombres, no solo de Esmeraldas, tenían otras urgencias hostiles en sus mentes. Karl von Clausewitz lo explica de esta manera: «Si dos bandos se han armado para la lucha, tiene que existir un motivo hostil que los haya impulsado hacerlo… este motivo permanecerá presente y solo dejará de actuar en cualquiera de los dos oponentes por una sola razón, aquella que se prefiere esperar un momento más favorable para la acción». Los cimarrones habían esperado ese instante decisivo después del cual solo quedaba el combate con las artes que permitía el triunfo y la sobrevivencia. Es falsedad lírica ese fatalismo: vencer o morir. En realidad nadie quiere morir y sí vencer; el morir apenas es una posibilidad cierta que no desespera y se entrena el ánimo para sobrellevarla con decoro colectivo. A la distancia temporal de la Guerra Civil solo cabe preguntarse por lo justo o injusto del alzamiento bélico montonero de Esmeraldas.
El asalto al cuartel de la policía ocurrió la madrugada del 24 de septiembre de 1913. Según el santoral católico es el día de la Virgen de las Mercedes, pero también el día consagrado a Obatalá en el calendario de los cabildos de cultos de la religiosidad afroamericana (Cuba, Brasil, Venezuela, etc.). La coincidencia de festejos religiosos de aquellas deidades de alta popularidad entre la población afroamericana podría ser una coincidencia cronológica, pero no casualidad en los propósitos místicos insurreccionales. La ciudad de Esmeraldas se extendía (aún se extiende) a lo largo del estuario del río Esmeraldas. Los que llegaban por agua se encontraban con una primera hilera de casas solariegas, techumbre de zinc, persianas de madera y portal generoso para guarecerse del sol o las lluvias. Ciudad en crecimiento de calles de tierra batida, pequeñas caletas depositaban a pasajeros fluviales en el Malecón y la mercadería mayor se descargaba en el embarcadero de La Barraca. Para ese año, 1913, Esmeraldas todavía conservaba la fama comercial que había comenzado en 1852, cuando José María Urbina intentó pagar la deuda de las guerras de la independencia con Inglaterra entregándole 400 mil hectáreas, con gente y todo, para que los ingleses las explotaran a gusto y voluntad. Esos mercaderes trajeron a otros y pronto en la ciudad hubo casas comerciales alemana, británica y estadounidense, consulados de Colombia, China, Estados Unidos y Gran Bretaña. El río Esmeraldas era por lo menos veinte veces más alto y la navegación hasta muy arriba se hacía sin los tropiezos imposibles de estos días. Se exportaba tagua, madera y cacao. Las exportaciones eran abundantes y favorables. Y los músculos concertados demandaban ninguna exigencia laboral. El mundo urbano, al menos para los blancos, no era idílico, pero se le parecía hasta esa madrugada cuando veteranos de otras guerras, agricultores libres, estibadores marinos, trabajadores de plantaciones y conciertos ofendidos entraron a trompada limpia y se apoderaron del cuartel de la gendarmería, con las armas confiscadas se dirigieron al copamiento del batallón Manabí. El día ya estaba claro y con sol, los soldados del Gobierno rechazaron el ataque y los alzados se apresuraron a escapar con los guardiamarinas del cañonero Cotopaxi pisándoles los talones. Los cadáveres de nueve alzados quedaron atrás, las tropas del Manabí tuvieron quince bajas entre muertos y heridos.
«El arte de la guerra se basa en el engaño» [10] . El Gobierno del presidente Leonidas Plaza apenas si sospechaba un alzamiento en Esmeraldas y si lo creía nunca imaginó la enormidad del encono bélico ni su duración. «La guerra es de vital importancia para el Estado; es la región de la vida o de la muerte; el camino de la supervivencia o de la ruina. Se requiere estudiarla profundamente» [11] . La guerra no solo es importante para el Estado, también lo es para los pueblos. Su narración cultural y política previa a los combates no tiene altos líderes, es de palabras que tienen años de haber sido pensadas con el asombro de romper súbitamente el cristal de la opresión espiritual, meditadas para desterrar el pasmo del atrevimiento, dichas en tono bajitico y preciso, escuchadas con el alma recelosa y el comienzo de unas certezas, repetidas para establecer el convencimiento de vencer lo imposible y forja de la voluntad de combatir. Así empezó a configurarse el 24 de septiembre de 1913, el mismo día que Obatalá atiende las ofrendas o la Virgen de las Mercedes era arrullada.
El artista de la guerra, miles de años antes, retrata la atrocidad de matarse a voluntad: «Luchar con otros cara a cara para conseguir ventajas es lo más arduo del mundo» [12] . Cuando los cimarrones ingresaron al cuartel de la policía jamás debieron hacerlo por halagar la vanidad del coronel Carlos Concha o recuperar de las cenizas al Partido Liberal, ellos, al menos, estaban conscientes que ingresaban en la «región de la vida o la muerte; el camino de la supervivencia o de la ruina». Los injustos endosos vinieron después, pero en esos días la memoria ofendida y vengativa está de cogollo y «El pueblo comprueba que la vida es un combate interminable» [13] . El día del inicio del alzamiento el Pueblo Negro de Esmeraldas (y del Ecuador) debió sentir que la vida sin libertad es peso muerto insoportable. No requerían de arengas de convencimiento o leerles melosos manifiestos patrióticos, no eran para ellos. No los necesitaban. Servirían más para la gente que tenía ciudadanía completa antes que para ellos.
Algunos eran pacíficos agricultores revenidos de otras guerras con las insatisfacciones de la palabra dada y no cumplida. Otros debieron ser conciertos(o esclavos sin ese reconocimiento). Aun hubo campesinos dejados de sus legitimidades por los planazos de las fuerzas armadas de este y otros gobiernos. De aquello no hay equivocación: «La movilización de las masas, cuando se realiza con motivo de la guerra de liberación, introduce en cada conciencia la noción de causa común, (…), de historia colectiva» [14] . Las batallas de 1 913 a 1 916, no fueron las acciones de un pueblo violento por definición, sino la única vía de un pueblo violentado por los grupos dominantes de esos años. Así debieron entenderlo los guerreros en reposo de aquella tarde de sábado, pero no se atrevieron a contarlo.
BIBLIOGRAFÍA LEIDA Y CONSULTADA
1. De la guerra , Karl von Clausewitz.
2. El Arte de la Guerra , Sun Tzu.
3. Los condenados de la Tierra , Franz Fanon, Kolectivo editorial.
4. Historia general de Esmeraldas , Marcel Pérez Estupiñán.
5. Des corriendo los velos, Fernando Gutiérrez Concha.
6. Primero entre iguales , Elías Muñoz Vicuña.
7. Cuando los guayacanes florecían , Nelson Estupiñán Bass.
8. La hoguera bárbara , Alfredo Pareja Diezcanseco.
9. La santería en Cuba , C. Romero Bateman.
10. Changó, El Gran Putas , Manuel Zapata Olivella.
Notas:
[1] Historia General de Esmeraldas, Pág. 298. Escrita por Marcel Pérez Estupiñán, auspiciada por la Universidad Técnica Luis Vargas Torres.
[2] De la Guerra, de Karl von Clausewitz.
[3] Hay que entender la referencia en el contexto de tonalidad de la piel. Todavía subsisten gradaciones de tono epidérmico para acercarse o alejarse de la percepción ‘negro’. Por ejemplo, hay quienes para eludir la denominación ‘negro’ o ‘negra’ dice que es «trigueño», «canelita», «clarito», «morenito», etc. Según sea hombre o mujer.
[4] Op.cit. Págs. 298-299.
[5] De la guerra, de Karl von Clausewitz.
[6] De una canción de Pablo Milanés, La vida no vale nada.
[7] Tomada del Manifiesto Comunista.
[8] Los condenados de la Tierra, Frantz Fanon, p. 27, Kolectivo Editorial «Último recurso», Argentina, enero 2007.
[9] Óp. Cit. Pág. 300.
[10] El Arte de la Guerra, de Sun Tzu. Editora Bussines.
[11] Óp. cit.
[12] ÓP. Cit.
[13] Los condenados de la Tierra, Franz Fanon. Kolectivo Editorial Último recurso, Pág. 73.
[14] Óp. Cit. Pág. 73.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.