Al eterno e inmortal Robert Kurz, que se fue cuando más lo necesitábamos. Al imprescindible Anselm Jappe, sin cuya lectura será imposible comprender qué es ese monstruo llamado capitalismo. A Jorge Félix, el primer maestro que tanto me motivó a estudiar a Marx, ¡tanto! que aún 34 años después sigo haciéndolo, ¡gracias por ello! «cuando […]
Al imprescindible Anselm Jappe, sin cuya lectura será imposible comprender qué es ese monstruo llamado capitalismo.
A Jorge Félix, el primer maestro que tanto me motivó a estudiar a Marx, ¡tanto! que aún 34 años después sigo haciéndolo, ¡gracias por ello!
«cuando uno [se introduce en el estudio del valor] tiene la impresión de penetrar en la cámara en la que se guardan los secretos más importantes de la vida social, aquellos secretos de los que dependen todos los demás». Anselm Jappe
«No se necesita un gran esfuerzo mental para pedir una distribución diferente del dinero o más empleo. Es infinitamente más difícil criticarse a uno mismo en cuanto sujeto que trabaja y que gana dinero» . Anselm Jappe
Introducción
Lo que se ha dado en llamar conceptualmente como «critica del valor» es una escuela de pensamiento que surgió desde la segunda mitad de los años 1980 a partir de los trabajos publicados en la revista alemana Krisis y de su autor principal Robert Kurz en Alemania, de Moishe Postone en los Estados Unidos y de J.-M. Vincent en Francia, que sin contacto entre ellos llegaron, a veces literalmente, a las mismas conclusiones, hecho que se explica no por un aumento de la inteligencia de los teóricos, sino por el fin del capitalismo clásico y con éste al mismo tiempo el fin del marxismo tradicional, lo que ha despejado así la vista sobre otro ámbito de la crítica social.
La crítica del valor, no obstante, tiene sus antecedentes en los años veinte del siglo XX con Historia y conciencia de clase de G. Lukács y los Estudios de la teoría del valor de I. Rubin. Continúa entre las líneas de los escritos de Theodor Adorno, para encontrar su verdadero nacimiento en torno a 1968, cuando en diferentes países (Alemania, Italia, Estados Unidos) autores como H.-J. Krahl, H.-G. Backhaus, L. Colletti, R. Rosdolsky, F. Perlman trabajan sobre el mismo tema.
Sin embargo, el salto cualitativo lo tiene con Robert Kurz en la revista Krisis, cuando la «crítica del valor» se ha separado definitivamente del marxismo tradicional y de la teoría burguesa académica, y superado también su fase inicial, cuando era una especie de ciencia esotérica.
En el año 2004 la «critica del valor» da otro salto cualitativo de enorme trascendencia, un conflicto entre miembros del colectivo de la revista Krisis lleva a la exclusión de Robert Kurz y Roswitha Scholz de la redacción de la misma por, entre otras cosas, un rechazo o negación de la condición escindida del valor, como defienden tanto Kurz como Scholz, que suponen que la parte del hombre no aprovechable por el trabajo asalariado, es decir, todo lo sensual o emotivo, es separada de éste, y relacionada con lo femenino, que se asigna a la mujer, mientras el modelo del sujeto del valor es masculino, blanco y occidental. Así Scholz explica la marginalización de personas que no cumplen con una de estas condiciones en la sociedad basada en el trabajo. Ambos, junto con otros miembros de la redacción y el apoyo entusiasta de distintos grupos de otros países, fundan la revista Exit!, que desarrolla el teorema de la escisión del valor.
La «critica del valor» teoría que emergió en los márgenes de los grupos de discusión marxista de los años ochenta del siglo XX se ha ido haciendo, poco a poco, con un público bastante amplio, siendo destacable que ninguno de sus autores principales esté ligado a la universidad o a otras instituciones, tampoco a partido político alguno no recibiendo, por tanto ayuda de nadie, lo que le permitió a sus investigadores dentro de un alto grado de libertad conseguir un elevado nivel de objetividad en sus estudios y producciones teóricas.
Este ensayo constituye un resumen metodológico de los principales aportes que Anselm Jappe y la «crítica del valor» han realizado al estudio del capitalismo y que se encuentran en su libro Las aventuras de la mercancía, la mejor y más completa obra (desde nuestro punto de vista) sobre la cuestión que se haya escrito en lengua castellana hasta el momento.
En un posterior análisis quedarían pendientes los asombrosos puntos de contactos que, sobre estas cuestiones, tienen la «critica del valor» y la «perspectiva de sistemas-mundo», a nuestro juicio, las dos más importantes cosmovisiones que sobre el capitalismo existen hoy en día.
En estos aportes, como diría Jappe, nadie encontrará una «guía para la acción» que es lo que todos buscamos, pero también podría afirmarse que sin atender a los mismos toda acción, sino ciega, tampoco estaría impregnada de la suficiente luz que requiere una tarea de la magnitud de la transformación del capitalismo en otro tipo de sociedad más humana y justa, en la que ningún miembro pueda apropiarse lucrativamente del trabajo y el excedente producido por los demás.
1. La cuestión del fetichismo.
La estructura real de la producción capitalista produce necesariamente representaciones falsas que ocultan su verdadero aspecto, mixtificando y tergiversando la realidad, sin embargo, aunque esta mistificación existe, el fetichismo no solo es una mistificación , un conjunto de categorías que se reflejan de forma invertida en las cabezas de los sujetos, una representación invertida de la realidad, sino una inversión de la realidad misma.
El marxismo tradicional ha ignorado sistemáticamente y relacionado el concepto de fetichismo, misterioso para él, exclusivamente con la «representación invertida» que hace aparecer al propio capital como creador de valor. Marx habla en efecto de esa «representación invertida», pero describiéndola como una consecuencia de la «relación realmente invertida» entre el sujeto y el objeto que comienza ya con la mercancía simple.
Conceptualizar el sistema capitalista simplemente y solo como un régimen fetichista implica la aceptación del capitalismo como un conjunto de relaciones personales de dominación, en las que los que dominan, para engañar mejor a los explotados y los dominados, se ocultarían tras una apariencia de circunstancias «objetivas» como el valor, haciendo pasar sus maniobras subjetivas por los resultados de un proceso natural.
Sin embargo, considerar el carácter fetichista de las relaciones de producción capitalistas como una excusa, una apariencia, una especie de «fetichismo subjetivo», detrás de la cual las clases dominantes ocultan sus artimañas subjetivas y sus manipulaciones, significa en realidad suponer que tales manipulaciones constituyen, a pesar del gesto «desmitificador» y «desfetichizador», una actitud consoladora y lenitiva, pues suponemos en tal caso que la sociedad se dirige a sí misma y que simplemente los dirigentes habrían sido mal elegidos.
La teoría del «fetichismo objetivo» reconoce, por el contrario, que mientras existan el valor, la mercancía y el dinero, la sociedad estará efectivamente gobernada por el automovimiento de las cosas creadas por ella. El fetichismo de la mercancía existe dondequiera que exista una doble naturaleza de la mercancía y dondequiera que el valor mercantil, que es creado por la faceta abstracta del trabajo y representada por el dinero, forme el vínculo social y decida, por consiguiente, el destino de los productos y de los hombres, mientras que la producción de valores de uso no es más que una especie de consecuencia secundaria, casi un mal necesario.
Por supuesto, en realidad no son las cosas las que dominan, como pretende la apariencia fetichista, pero sí lo hacen en la medida en que las relaciones sociales se han objetivado en ellas. El fetichismo es precisamente la universalidad que no es la suma de las particularidades, sino el resultado no deseado creado por las acciones conscientes particulares (que existen efectivamente) de los sujetos.
El fetichismo según Marx, reside ya en el hecho de que para los hombres sus propias relaciones de producción, independientemente de su control y de su consciente actuación individual, se manifiestan en primer lugar en que la actividad social, los productos de su trabajo, asumen una «apariencia objetiva» en la mercancía , el valor y el dinero. Los hombres no son, sin embargo, conscientes de esa apariencia; la producen, sin saberlo, con sus acciones de intercambio, en las cuales se impone siempre, como una ley natural, el tiempo de trabajo socialmente necesario en cuanto elemento regulador.
Sin embargo, que las relaciones entre los hombres se manifiesten como relaciones entre cosas no significa que «en realidad» se trate de relaciones de dominación personal que se ocultarían tras la apariencia de una lógica objetiva de las cosas. Afirmar esto significa pasar por alto los rasgos específicos del capitalismo para considerarlo una continuación lineal de las relaciones de explotación precedentes.
Lejos de ser una «superestructura» perteneciente a la esfera mental o simbólica de la vida social, el fetichismo reside en la base misma de la sociedad capitalista e impregna todos sus aspectos. Es por ello que el fetichismo de la mercancía puede ser considerado como expresión de una «patología de la sociedad burguesa».
La consanguinidad, el totemismo, la propiedad del suelo y el valor pueden ser considerados como etapas del proceso en el que el hombre se despega de la naturaleza, convirtiéndose en un sujeto relativamente consciente con respecto a la primera naturaleza, pero todavía no con respecto a la segunda, que es su propia conexión social creada por él mismo.
Todas las sociedades que han existido hasta hoy se han basado en una constitución inconsciente; no hay que recurrir por tanto a las teorías de la manipulación para explicar a través de argucias y patrañas cómo las clases dominantes han podido imponer un sistema de explotación a la mayoría de los hombres: son las relaciones fetichistas las que han hecho hasta ahora este papel creando las relaciones de producción y, con ellas, sus correspondientes formas de conciencia.
Resulta evidente que los hombres son, en último término, los creadores de sus productos, pero eso no significa que detrás de las relaciones «fetichistas» de las cosas, se encuentren en realidad relaciones humanas.
«Detrás» de la mercancía, en cuanto forma fetichizada de objetividad, se encuentra a nivel material el hombre; pero no el hombre como sujeto consciente, no el hombre que controlaría su propia socialidad, sino el hombre fetichista. El creador del fetichismo es un hombre que no es sujeto más que con respecto a la naturaleza, pero no con respecto a su propia socialidad. Por eso es preciso concebir la teoría del fetichismo como teoría del nacimiento histórico del sujeto y del objeto en sus formas alienadas desde el principio.
La crítica marxiana del fetichismo significa justamente desvelar como falsa la apariencia de un automovimiento de las cosas (económicas), pero superar el fetichismo no puede significar, el hecho de restituir sus predicados a un sujeto que ya existe en sí y cuya esencia ha sido alienada. Más bien significa crear el sujeto consciente y no fetichista y apropiarse de todo lo que ha sido producido bajo forma fetichista. El fetichismo «superable» consiste en la existencia de la mercancía y del valor; y mientras ambos existan, el hombre estará efectivamente dominado por sus propios productos.
Todas las sociedades que han existido hasta nuestros días han tenido su propia forma de fetichismo, cumpliendo una función que de todas maneras ha de ser satisfecha en la existencia humana, pero esto no prueba que tenga que ser así en el futuro ni que se trate de una estructura ontológica que formaría parte de una supuesta «naturaleza humana».
Tampoco se puede probar mediante el razonamiento que la etapa de superación de la constitución inconsciente y fetichista de la sociedad en general sea algo inminente, pero lo que sí está claro es que, a diferencia de los fetichismos anteriores, el fetichismo de la mercancía conduce actualmente a la humanidad hacia una situación, en la que las propias exigencias de la supervivencia la obligarán a desembarazarse del fetichismo y a encontrar formas menos ruinosas de mediación social.
Se puede decir que todas las sociedades que han existido hasta el presente han sido ciegas. No ha habido ninguna que verdaderamente dispusiera de manera consciente de sus propias fuerzas y en la que no hubiese mediación fetichista, pero en comparación con la sociedad capitalista, todas ellas carecían de dinamismo. Lo que hace tan peligrosa a la sociedad moderna es que está sometida a un dinamismo muy fuerte que no logra controlar en absoluto porque está plenamente entregada a su medio fetichista.
Ninguna de las formas precedentes de fetichismo había supuesto una amenaza para la existencia misma del género humano. Al mismo tiempo, la sociedad mercantil es la primera sociedad que ha reconocido la existencia de las formas fetichistas en cuanto tales. Este progreso de la conciencia es una condición previa -que no existía con anterioridad- para salir del fetichismo tal vez algún día. En efecto, la salida del inconsciente social no puede producirse ella misma de forma inconsciente.
Ninguna «ley de la historia», ninguna teleología filosófica, ninguna sucesión de tesis, antítesis y síntesis puede garantizar que el fetichismo de la mercancía sea verdaderamente el último, ni que sea posible una vida humana sin objetivación infiel de sus poderes, pero también podemos afirmar que no es posible superación alguna del fetichismo sin abolir prácticamente el trabajo como principio de síntesis social.
No existe pues ninguna razón para excluir a priori , que los cambios más dramáticos en las condiciones materiales y sociales de vida que la humanidad haya conocido jamás, se vean seguidos de un cambio igual de radical en las formas de mediación social.
La crítica del fetichismo no es una crítica de la mediación en cuanto tal en nombre de una inmediatez imaginaria, sino una crítica de las mediaciones engañosas.
El fetichismo de la mercancía es históricamente el primer fetichismo que lleva a la superación de todos los fetichismos, produciendo una toma de conciencia. Marx dice del portador de la fuerza de trabajo: «Reconocer los productos como suyos y el juicio de esa separación respecto a sus condiciones de realización como algo inaceptable e impuesto constituyen una conciencia inmensa, producto ella misma del modo de producción que se funda en el capital, y que anuncia su irremediable final, de suerte que este modo de producción, al igual que el antiguo régimen esclavista, no puede persistir».
La teoría del fetichismo es el centro de toda la crítica que Marx dirige a los fundamentos del capitalismo y con todo derecho, se puede hablar de una identidad entre la teoría del valor y la teoría del fetichismo en Marx.
2. La cuestión del sujeto, y del sujeto revolucionario en particular, en la sociedad capitalista.
En el régimen capitalista no existe un sujeto tal y como se percibe en la acepción de éste término.
El sujeto es la mercancía y el hombre no es más que el ejecutor de su lógica.
A los hombres les aparece su propia subjetividad y socialidad como sometidas al automovimiento de una cosa.
El verdadero sujeto en el capitalismo es el valor, que es un sujeto automático, Marx dice que «El valor entra en escena como sujeto»
Hasta ahora los sujetos no son los hombres, sino sus relaciones objetivadas; en cuanto sujetos, [los sujetos] son sujetos del Capital. Que sean asalariados o capitalistas importa poco; ellos son los soportes de unos procesos que los superan.
Detrás de la mercancía en cuanto forma fetichizada de objetividad se encuentra, a nivel material, el hombre; pero no el hombre como sujeto consciente, no el hombre que controlaría su propia socialidad, sino un hombre que no es sujeto más que con respecto a la naturaleza, pero no con respecto a su propia socialidad.
El sujeto existe, pero actualmente el sujeto no es el hombre, sino su producto ya que en una sociedad fetichista los sujetos han alienado su poder en sus propias criaturas.
La democracia en el sentido de presuponer que la sociedad esté compuesta por sujetos dotados de libre arbitrio no existe ni podrá existir jamás en el capitalismo. Para poseer una libertad de decisión los sujetos deberían encontrarse fuera de la forma mercancía y poder disponer del valor como de su objeto, pero este sujeto autónomo y consciente no puede existir en una sociedad fetichista.
El valor no se limita a ser una forma de producción es también una forma de conciencia, pero no solo en el sentido de que cada modo de producción produce al mismo tiempo sus correspondientes formas de conciencia, es un esquema del que los sujetos no tienen conciencia. Dicho de otro modo, todo lo que los sujetos del valor pueden pensar, imaginar, querer o hacer se muestra ya bajo la forma de la mercancía, del dinero, del poder estatal, del derecho. El libre arbitrio no es libre frente a su propia forma; es decir, frente a la forma-mercancía y la forma-dinero, y sus leyes. En una constitución fetichista, no existe una voluntad del sujeto que pueda oponerse a la realidad objetiva.
En el capitalismo no existe un sujeto ontológicamente opuesto «en sí» a él, al que estaría sometido simplemente de forma exterior. Si así fuera, bastaría con que ese sujeto tomara conciencia de su situación para convertirse también «para sí», en un sujeto anticapitalista, de forma que su despliegue coincidiría con la ruina del capitalismo, pero en el capitalismo solo puede existir y existe un sujeto: el «sujeto automático», es decir el valor, que habría que abolir, no desarrollar. Parece difícil, en consecuencia, atribuir la tarea de superar el sistema fetichista a grupos sociales que se constituyeron mediante el desarrollo de la propia mercancía y que se definen por su papel en la producción de valor.
Para el marxismo tradicional el sujeto es un derivado de las clases, que serían el verdadero sujeto, de tal forma que el capitalismo sería el resultado de la voluntad de los capitalistas, y su abolición sería la consecuencia de la voluntad del proletariado, en el sentido de los trabajadores de las fábricas, pero eso hoy ya no tiene cabida, ni siquiera entre la mayoría de los marxistas. La esperanza de que el capitalismo desaparecerá porque un proletariado cada vez más numeroso, más miserable, más concentrado y más organizado lo abolirá ha llegado a su fin antes que el propio capitalismo.
Los intentos que se han dado a partir de la década del 1960 de poner a otro aspirante sobre el trono vacante del sujeto revolucionario, capaz de hacer realidad la salida del capitalismo, es continuar con el mismo error al seguir presuponiendo que en el capitalismo existe un sujeto que no forma parte de las relaciones capitalistas más que superficialmente y que en su forma actual ya está «en si» más allá de la lógica capitalista.
Lo que habría más bien que reconocer es que los intereses de los asalariados no son esencialmente diferentes de los demás intereses en competencia dentro de la sociedad mercantil. La defensa de sus intereses puede estar más justificada que la de otros intereses porque los obreros, o las otras categorías sociales en cuestión, son más numerosos o más pobres, o están más explotados que los demás sujetos del mercado, o porque son víctimas de una injusticia mayor, pero en esta defensa no hay nada que sea necesariamente «emancipador». Se trata tan solo de hacer valer una determinada categoría de vendedores de bienes (en este caso, de su fuerza de trabajo) frente a otros vendedores. En la sociedad fetichista capitalista, no puede haber una «clase de la conciencia» constituida por una de las categorías funcionales de la mercancía, que al mismo tiempo tenga la misión histórica de ponerle término a la sociedad de clases.
Del mismo modo, la izquierda radical ha exagerado mucho la importancia de la «traición de los dirigentes» que tuvo lugar en la Revolución rusa, en las demás revoluciones que desembocaron en la formación de Estados especialmente autoritarios y prácticamente dentro de todos los movimientos de protesta. Sin pretender quitarle importancia a la pertinencia del juicio moral contra los sepultureros de las revoluciones, hay que señalar que estos no hacían otra cosa que seguir al sujeto automático que los propios traicionados no habían superado.
La dinámica de la sociedad mercantil no puede concebirse como el efecto de la subjetividad de los explotadores, a la cual se opondría la subjetividad de los explotados. En realidad, en la sociedad mercantil no es posible el nacimiento de una auténtica subjetividad social, ésta sería en último término, el límite contra el cual se rompería. El sujeto automático no puede llegar a gobernar las dinámicas que él mismo ha desencadenado y han destruido las formas de subjetividad que existían con anterioridad.
Marx caracteriza explícitamente el capital como la sustancia automotriz que es el Sujeto. Al hacerlo, Marx sugiere que un Sujeto histórico en sentido hegeliano existe realmente en el capitalismo, pero aun así no lo identifica con ningún sector social, como el proletariado, ni con la humanidad, sino que lo analiza en términos de la estructura de las relaciones sociales constituidas por un tipo de práctica objetivadora y aprehendida por la categoría de capital (y por tanto de valor). El Sujeto de Marx, como el de Hegel, entonces, es abstracto y no puede ser identificado con ningún actor social.
En una constitución fetichista, no existe una voluntad del sujeto que pueda oponerse a la realidad «objetiva».
El sujeto humano no es una ficción, pero hasta ahora tampoco ha existido en su forma completa. De él solo pueden existir fragmentos en vías de formación. El error ha sido partir del hombre como sujeto pensante, y no actuante.
3. La cuestión de la producción de valor.
En el capitalismo el fin no es la producción de valores de uso, ni siquiera de la mayor cantidad posible de valores de uso.
La producción de valores de uso no es más que un medio, un mal necesario, con vistas a una sola finalidad: producir la mayor cantidad posible de valor y, en consecuencia, de transformar la mayor cantidad posible de trabajo vivo en trabajo muerto.
Para la producción y acumulación de valor es una condición sine qua nom el crecimiento continuo de la producción de bienes de uso, sino ésta no funciona. Por eso el capitalismo es la única sociedad que ha proclamado la productividad material como el bien supremo. De ahí deriva el bien conocido carácter «materialista» de la sociedad moderna que, tomado como factor aislado, es el blanco preferido de toda crítica puramente moralista. En realidad, solo indirectamente, a través de la autovalorización del valor las exigencias de la producción material prevalecen en la sociedad capitalista por encima de cualesquiera consideraciones sociales, estéticas, religiosas, morales, etc., mientras que en otras sociedades se podía, por el contrario, sacrificar la productividad material a este género de preocupaciones.
La producción de valor y de valores de uso no tiene que coincidir y pueden ir, incluso, en direcciones opuestas como explica Marx: «Si por alguna circunstancia la productividad de todos los trabajos disminuyese en la misma medida, de suerte que todas las mercancías requiriesen mayor tiempo de trabajo, en la misma proporción, para su producción, entonces habría aumentado el valor de todas las mercancías, la expresión real de su valor de cambio habría permanecido inalterado, y la riqueza real de la sociedad hubiese disminuido, ya que la misma necesitaría mayor tiempo de trabajo para crear la misma cantidad de valores de uso».
La producción real no es más que un anexo, un «eslabón inevitable, un mal necesario para hacer dinero».
El valor no es otra cosa que una forma social de organización. Su producción no enriquece a la sociedad; es la creación de un vínculo social que no es creado en la producción misma, sino que existe al lado de esta en una forma exteriorizada.
Cada vez que oigamos hablar de «sobreproducción», es preciso preguntarse: ¿sobreproducción de valor o de riqueza? «No se produce demasiada riqueza. Pero periódicamente se produce demasiada riqueza en sus formas capitalistas, antagónicas» por más que no podamos llamarlo realmente «riqueza», pues «la autovalorización del capital, la creación de plusvalía» es un «contenido absolutamente mezquino y abstracto».
Los avances en productividad, a saber, el aumento de la producción de valores de uso, no cambian en absoluto el valor producido en cada unidad de tiempo. Una hora de trabajo es siempre una hora de trabajo, y si en esa hora uno produce sesenta sillas en lugar de una, eso significa que en cada silla no está contenida más que la sexagésima parte de una hora: la silla «vale» entonces solamente un minuto. El aumento de las fuerzas productivas, impulsado por la competencia, no aumenta en modo alguno el valor de cada unidad de tiempo: este hecho constituye un límite insuperable para la creación de plusvalía, cuyo incremento se vuelve cada vez más difícil.
Para producir la misma cantidad de valor, es necesaria una producción continuamente ampliada de valores de uso, y en consecuencia un consumo incrementado de recursos naturales. Si no quiere ser eliminado por la competencia, el propietario del capital necesita producir las sesenta sillas con la esperanza de encontrar una demanda solvente. Incluso puede intentar crearla sin tener en cuenta la relación real entre necesidades y recursos dentro de la sociedad.
La caída de la tasa de ganancia en la mercancía particular conlleva la necesidad de aumentar continuamente la producción de mercancías para bloquear la caída de la masa global de beneficios. Es justamente porque los avances en la productividad no aumentan la plusvalía más que indirectamente por lo que siempre es preciso incrementar dicha productividad. Todo el mundo concreto se va consumiendo entonces poco a poco con el fin de conservar la forma del valor. En el sistema del valor, la productividad incrementada del trabajo es una desgracia, porque ella es la razón profunda de la crisis ecológica. Se trata de una manifestación de la oposición entre forma abstracta y contenido concreto que atraviesa toda la historia del capitalismo.
Finalmente hay que destacar la diferencia en el origen del valor en la sociedad capitalista y las que le precedieron: en la sociedad capitalista un simple producto es ya desde el principio una mercancía, en lugar de convertirse en ella solo cuando entra en el intercambio, en la circulación. Mientras en las sociedades precapitalistas el producto adquiere (puede adquirir) la forma del valor en la circulación, en el modo de producción capitalista, por el contrario, el producto es fabricado ya como mercancía, con una cantidad determinada de valor. Dicha cantidad, no obstante, necesita del intercambio para manifestarse. Si el valor nace en la producción, entonces es resultado del trabajo abstracto, que por su naturaleza es cuantitativamente limitado y en efecto disminuye como consecuencia del aumento del capital fijo. Si, a la inversa, el valor naciera en la circulación, sería el resultado de transacciones comerciales y su cantidad no dependería más que del éxito de tales operaciones. No tendría pues una tendencia inmanente al agotamiento como sí ocurre en el capitalismo.
4. La cuestión del trabajo abstracto (o la faceta abstracta del trabajo) como algo verdaderamente real.
En la sociedad mercantil, cada cosa tiene una existencia doble, una como realidad concreta y otra como cantidad de trabajo abstracto. Es este segundo modo de existencia el que se expresa en el dinero, y el que merece en consecuencia ser llamado la abstracción real principal.
El trabajo abstracto, concepto establecido por Marx no es una generalización mental, sino una realidad social, una abstracción que se convierte en realidad.
Es mejor hablar de la «faceta abstracta del trabajo»; resulta más claro que «trabajo abstracto». En efecto, en un régimen capitalista todo trabajo posee una faceta abstracta y una faceta concreta, no se trata de dos géneros distintos de trabajo. Lo que si debe quedar claro es que el trabajo abstracto no tiene nada que ver con el trabajo inmaterial.
Fue Robert Kurz quien mejor ha explicitado la complejidad de entender la existencia de algo no empírico y no mensurable en el caso particular como el valor, cuya existencia es el resultado de la faceta abstracta del trabajo, cuando dijo que: «Se pueden comprender empíricamente los trabajos concretos y útiles, y se pueden comprender empíricamente el valor de cambio y el dinero. Pero en medio hay una laguna que no se puede comprender empíricamente y que Marx trata de colmar con las categorías ‘incomprensibles’ del trabajo abstracto y el valor».
Lo que hace intercambiable a las mercancías es el hecho de que el trabajo contenido en ellas es igual, aunque igual en el sentido de gastos de la fuerza humana de trabajo en general, si bien no es el trabajo individual invertido en su fabricación, sino aquel ejecutado en las condiciones normales de producción y con el grado medio de destreza e intensidad imperante en el momento dado. Es en ese instante del cambio que el contenido concreto del trabajo queda borrado en cada mercancía. No se trata de una operación puramente mental, puesto que se representa en una forma material concreta, que en las condiciones más evolucionadas asume la forma de una cantidad determinada de dinero.
Si en la vida las abstracciones no existen en la práctica, cosificadas, sino lo que hacen es resumir mentalmente los objetos, fenómenos y procesos que sí existen concretamente en la realidad objetiva, en el caso del trabajo abstracto, de la abstracción de toda cualidad sensible de todos los valores de uso a la hora del cambio entre las mercancías, sí es algo bien real; como dice Marx «es como si, además de leones, tigres, liebres y de todos los restantes animales reales, que agrupados conforman los géneros, especies, subespecies, familias, etc. del reino animal, existiera también el animal, la encarnación individual del reino animal en sus conjunto». Hay que darse cuenta de que el trabajo abstracto no es una abstracción nominal, ni una convención que nazca (aunque fuera inconscientemente) en el intercambio: es la reducción efectiva de toda actividad a un simple gasto de energía.
5. La cuestión del trabajo productivo.
En el capitalismo no todo trabajo es trabajo productivo; los «trabajos» realizados en el sector de los servicios, la informática, etc., independientemente que sean «útiles» o no, no son «trabajo productivo» en el sentido capitalista. Naturalmente, no hablamos aquí de la utilidad real del trabajo, porque este nivel está ausente de la lógica de la valorización.
El único trabajo productivo en el sentido capitalista es aquel que crea plusvalía que puede ser reinvertida. Los demás trabajos no hacen otra cosa que consumir las rentas de quienes los pagan. Si voy al sastre para que me confeccione un traje para mi propio uso, no se trata de un gasto productivo y el sastre no ha hecho un trabajo productivo en el sentido capitalista. Si empleo el mismo dinero como salario para pagar a obreros de la confección cuyos trajes revendo, entonces sí se trata de un trabajo productivo. La prueba es el hecho de que el primer gasto, si lo repito un número lo bastante grande de veces, me deja sin dinero, mientras que el segundo, después de varias repeticiones, debería de hacer de mí un hombre rico a causa de la plusvalía arrebatada a los obreros.
El capitalismo no puede renunciar por completo a los trabajos «no productivos». Pero dado que solo el trabajo productivo constituye su esencia, el capitalismo trata por todos los medios de limitar los trabajos no productivos y transformarlos todo lo posible en trabajos productivos.
La distinción entre trabajo productivo y no productivo de un trabajo no se puede identificar con su contenido material o inmaterial, no se puede decidir en un caso aislado si un trabajo es productivo o no; esto depende de su posición en el proceso completo de reproducción. Solo a nivel del capital global se ve el carácter productivo o no productivo de un trabajo: las personas que dentro de una empresa se encargan de la limpieza o de la contabilidad, por ejemplo, son trabajadores no productivos. Constituyen un mal necesario para la empresa. Su organización en empresas especializadas que ofrecen sus servicios a otras empresas, que entonces ya no emplean trabajadores fijos para esas tareas, crea plusvalía para los propietarios de dichas empresas de servicios y constituye el secreto de lo que se llama «terciarización». Pero estas ganancias para los capitales particulares se anulan a nivel del capital global, donde dichas actividades representan siempre una deducción de la plusvalía realizada por el capital productivo.
Para que un trabajo sea productivo, es preciso que sus productos retornen al proceso de acumulación del capital y que su consumo alimente la reproducción ampliada del mismo capital, siendo consumidos por trabajadores productivos o convirtiéndose en bienes de inversión para un ciclo que efectivamente produzca plusvalía.
Dada la disminución visible del trabajo en el mundo contemporáneo y el encogimiento invisible del trabajo productivo, solo una parte muy pequeña de las actividades que se desarrollan en el mundo crean plusvalía y siguen nutriendo al capitalismo.
6. La cuestión de la contradicción fundamental del capitalismo.
Para el marxismo tradicional en todas sus variantes, la contradicción fundamental del capitalismo es la que se da entre capital y trabajo asalariado, entre trabajo muerto y trabajo vivo. Para la crítica del valor la contradicción fundamental del capitalismo no es el conflicto entre el capital y el trabajo asalariado, porque desde el punto de vista del funcionamiento del capital, el conflicto entre capitalistas y asalariados es un conflicto entre los portadores vivos del capital fijo y los portadores vivos del capital variable; por tanto, un conflicto inmanente al sistema mismo.
Para la crítica del valor esta oposición no es, por el contrario, más que un aspecto derivado de la verdadera contradicción fundamental del capitalismo que es la contradicción que se da entre el valor y la vida social concreta.
7. La cuestión de la lucha de clases
La lucha de clases fue la forma de movimiento inmanente al capitalismo, la forma en la que se desarrolló la base aceptada por todo el mundo: el valor.
El desarrollo lógico, que comienza con la contradicción interna de la mercancía y luego deduce todas sus consecuencias, considera las clases sociales, y sobre todo las dos clases por excelencia: la de los capitalistas y la de los trabajadores, no como las creadoras de la sociedad capitalista, sino como sus criaturas, no son sus actores, sino que son activados por ella. Como el dinero y la mercancía no pueden «ir por sí solos al mercado, ni intercambiarse por sí mismos» es esto lo que, en el plano lógico, genera las clases.
En su nivel más profundo, el capitalismo no es el dominio de una clase sobre otra, sino el hecho de que la sociedad entera está dominada por abstracciones reales y anónimas. Desde luego hay grupos sociales que gestionan ese proceso y obtienen beneficios de él, pero llamarles «clases dominantes» significaría tomar las apariencias por realidades. Marx no dice otra cosa cuando llama al valor el «sujeto automático» del capitalismo.
Son la valorización del valor, en cuanto trabajo muerto, a través de la absorción del trabajo vivo, y su acumulación en forma de capital las que gobiernan la sociedad capitalista, reduciendo a los actores sociales a simples engranajes de ese mecanismo. La propiedad privada de los medios de producción y la explotación de los asalariados, el dominio de un grupo social sobre otro y la lucha de clases, aunque son sin duda reales, no son sino las formas concretas, los fenómenos visibles en la superficie, de ese proceso más profundo que es la reducción de la vida social a la creación de valor mercantil.
Las clases no existen más que como ejecutoras de la lógica de los componentes del capital, el capital fijo y el capital variable. Las clases no se encuentran en el origen: El capitalista funciona únicamente como capital personificado, el capital como persona, del mismo modo que el trabajador no es más que trabajo personificado. La dominación de los capitalistas sobre los trabajadores es por tanto la dominación de la cosa sobre los seres humanos, del trabajo muerto sobre el vivo, del producto sobre los productores, un proceso que, desde otro punto de vista, presenta al capitalista igualmente sometido a la relación del capital.
El capitalista es un fanático de la valorización del valor, que no es más que una rueda del engranaje del mecanismo social. Se trata de «oficiales» o «suboficiales» los cuales «imparten órdenes en nombre del capital». En consecuencia, el capitalista no actúa como actúa porque sea «malo», el funcionamiento estructural del capitalismo no se debe a la «sed de ganancia» o a la «rapacidad» de un grupo social como los burgueses, tampoco puede reducirse la producción capitalista o los cambios en su evolución a una estrategia consciente o a una «conspiración» de los «poderosos», por más que los detentadores del capital no son víctimas inocentes pues se prestan de buena gana a su labor, pero tampoco son capaces de controlar un proceso impulsado por las contradicciones internas de una sociedad que tiene la mercancía como «célula germinal». En realidad, los capitalistas no son más que los siervos de la autovalorización tautológica del capital, que reinvierten sus beneficios en el ciclo siempre incrementado de la producción.
Trabajo asalariado y capital no son más que dos estados de agregación de la misma sustancia: el trabajo abstracto cosificado en valor. Se trata de dos momentos sucesivos del proceso de valorización, de dos formas del valor.
Las clases no constituyen un antagonismo absoluto; son formas con ayuda de las cuales se realiza el sujeto automático, el valor.
El trabajo asalariado y el capital no existen más que en su oposición recíproca, en consecuencia, solo pueden desaparecer juntos.
Sí como Marx dice, el capital no es una «cosa», sino una «relación social», esto significa que, tanto los trabajadores como los propietarios forman parte del capital, pero como los marxistas recaen en la definición burguesa del capital como conjunto de medios de producción; conciben la «relación» como una relación entre clases, en la que solo una de ellas «posee» el capital, y no como la relación tautológica del trabajo abstracto consigo mismo, que más adelante produce a los sujetos sociales.
La clase capitalista y la clase obrera son consecuencias de la organización del trabajo social en las categorías del capital y del trabajo asalariado, y no sus creadores; es el valor el que constituye las clases y cuyo reparto es lo éstas se disputan.
Los «marxistas tradicionales» de todas las tendencias: leninistas o socialdemócratas, académicos o revolucionarios, tercermundistas o socialistas «éticos», ponían en el centro de sus razonamientos la idea del conflicto de clases en cuanto lucha por el reparto del dinero, de la mercancía y del valor, sin ponerlos ya en cuestión como tales.
Una parte considerable de las «luchas sociales» actuales, en el mundo entero, es esencialmente la lucha por el acceso a la riqueza capitalista, sin cuestionar el carácter de esta supuesta riqueza.
Lo que queda hoy de la lucha de clases es un corporativismo, un lobbismo para unos grupos de asalariados que no demandan otra cosa que sobrevivir en la competencia mundial, en cuyo accionar, a menudo van del brazo de sus empleadores, aceptando reestructuraciones «dolorosas» y/o reducciones de salario para mantener la «competitividad» de «sus» empresas y salvar «empleos», con lo cual no «traicionan» su misión, sino que hacen explícita la identidad entre capital y trabajo asalariado, que ya está establecida con el valor.
Todas las revoluciones socialistas que hemos visto dejaron intacto el modo de actividad y solo trataban de lograr otra distribución de esta actividad, una nueva distribución del trabajo entre otras personas, al paso que la verdadera revolución comunista deberá estar dirigida contra el modo anterior de actividad, eliminando el trabajo y suprimiendo la dominación de las clases al acabar con las clases mismas. De tal forma que el lema no es «liberar el trabajo» puesto que el trabajo es libre en todos los países civilizados, de lo que se trata no es de liberar al trabajo, sino de abolirlo.
8. La cuestión del llamado «sistema socialista».
La Unión Soviética nunca fue una alternativa histórica, sino solo la contrapotencia mundial capitalista de los países históricamente retrasados, una especie de contrasistema de capitalismo de estado, pero nunca llegó a estructurar ni a encabezar lo que se ha dado en llamar un sistema socialista mundial.
Como en el siglo XX se hizo imposible implantar el modo de producción capitalista en un país sin que su economía se viera sacudida de inmediato por el flujo de mercancías baratas provenientes de los países ya industrializados, la única posibilidad de participar en la «modernidad» en una posición no completamente subordinada era una autarquía forzada: un espacio protegido de toda competencia exterior que debía permitir el desarrollo de un capitalismo local. Es, en efecto, lo que ocurrió en Rusia, en China y en muchos países de la periferia capitalista.
La «construcción del socialismo» en Rusia no era ni una tentativa –que finalmente habría fracasado- de construir una sociedad emancipada (como afirmaban sus partidarios), ni la loca ambición de realizar una utopía ideológica (como querían creer sus críticos burgueses), ni tampoco una «revolución traicionada» por la nueva burocracia parasitaria (como proclamaban sus críticos «de izquierdas»). Era sobre todo una «modernización tardía» en un país atrasado.
La mercancía, el dinero, el valor y el trabajo abstracto no solo no se abolieron en la Rusia socialista, sino que se trató de desarrollarlos hasta los niveles occidentales suspendiendo el libre mercado. La economía mercantil no fue superada.
En Rusia se repitió una especie de «acumulación primitiva» que implicaba la transformación forzosa de decenas de millones de campesinos en trabajadores de fábrica y la difusión de una mentalidad adaptada al trabajo abstracto.
La autarquía llevó a un nivel tal de autosuficiencia que el comercio exterior se redujo al mínimo; en esas condiciones de cero disputa y rivalidad sin emular con nadie le permitió desarrollar a ese enorme país una industria que habría desaparecido al instante de haber tenido que resistir a la competencia mundial, ello condujo a que la Unión Soviética se convirtiera en la segunda potencia industrial del mundo. Es bueno recalcar que, sin la existencia de un vasto y extenso mercado protegido (el llamado Consejo de Ayuda Mutua Económica) la supervivencia de numerosas industrias no habrían tenido ninguna oportunidad de triunfar en los mercados mundiales.
Las «democracias occidentales» se declaraban horrorizadas por los métodos con los que se había alcanzado ese resultado, aunque en realidad, no deberían haber visto en ellos más que un resumen de los horrores de su propio pasado. La atrasada Rusia había repetido en algunos años lo que en el Oeste había llevado siglos. El Occidente llamado «libre» hubiera debido reconocer en los países del Este el reflejo de sus propios orígenes, aunque ni de un lado ni del otro se quería admitir este hecho.
Los éxitos iniciales de la URSS animaron en gran medida a otros países a intentar seguir la misma vía para integrarse con una posición de fuerza en la economía mundial. Tal fue primero el caso de China, mientras que numerosos países del Tercer Mundo trataban de combinar el enfoque estatista con dosis más o menos elevadas de mercado. Cuanto más avanzada estaba la evolución del mercado mundial y más atrasados estaban los países en cuestión conforme a los criterios capitalistas, más violentos, e incluso delirantes, eran los métodos. La ideología socialista no era más que una justificación paradójica para introducir más rápidamente las categorías capitalistas en países en los que estas estaban en gran medida ausentes. En lugar de «emancipar» al proletariado, primero había sido preciso crearlo de la nada.
El llamado «socialismo real» jamás fue una «alternativa» a la sociedad mercantil, sino una rama muerta de esa misma sociedad, una nota a pie de página de su historia que, al no poder superar su contradicción de fondo aspiraba a regular de manera consciente el automovimiento del valor y del dinero, que es ciego por naturaleza. Se trataba pues de una sociedad basada en la mercancía y el valor que al mismo tiempo había abolido la competencia, que en una sociedad mercantil adapta la producción a las necesidades sociales, por eso todas las insuficiencias de la economía soviética: una producción que no tenía en cuenta ni la calidad ni las necesidades, una gran dificultad para enviar los recursos allí donde resultaban útiles, un bajo rendimiento del trabajo, etc.
Agotado el fordismo en los años 1970, a esta especie de contrasistema de capitalismo de estado no le fue posible hacer la transición hacia la tercera revolución industrial, la de la micro-electrónica, para mantener en su conjunto las formas de reproducción social, por eso, en los años 80 el capitalismo de estado del Este colapsó, al fracasar económicamente en el mercado mundial, con cuyos criterios y modelos tenía que medirse como sistema productor de mercancías.
Pero a diferencia de lo que pensaban los vencedores, el hundimiento del llamado «sistema socialista» no significó la victoria definitiva del capitalismo occidental. Constituye, bien al contrario, una nueva etapa en la crisis mundial de la sociedad mercantil. Se ha roto otro eslabón más de la cadena. Una economía mundial basada en la competencia produce necesariamente ganadores y perdedores, y la distancia entre ellos se vuelve pronto infranqueable cuando cada nueva invención tecnológica beneficia sólo a aquellos que pueden permitirse incorporarla y en la que los excluidos acaban en la miseria.
9. La cuestión de la ley del valor y la producción de plusvalía en el socialismo.
Hay «dos niveles» de la representación fetichizada: el primero, cuando el trabajo se representa en el valor y, el segundo, cuando el valor se representa en el valor de cambio; es decir, en el dinero. Aparentemente, se trata de un problema muy teórico, casi filológico, pero no lo es.
No podemos considerar como normal el paso del trabajo al valor, mientras lo malo sería exclusivamente el paso del valor al dinero.
Lo anterior se corresponde con la idea de que el trabajo, representado en el valor, es «bueno», pero debería representarse directamente, y no en el dinero. De esta manera, la concepción del valor pierde toda su dimensión crítica y se vuelve posible reemplazarla por la supuesta «ley del valor», que habría de regular la distribución de las cantidades de trabajo en las diferentes ramas de la producción.
El reproche principal que los marxistas tradicionales le han hecho al capitalismo no ha sido el de someter el contenido material de la producción al valor. Le reprochaban, bien al contrario, que obstaculizase el funcionamiento «natural» de la ley del valor. Sería la «anarquía del mercado» la que en el capitalismo falsearía el «verdadero» valor, concebido como una instancia neutra de regulación; mientras que el socialismo se caracterizaría, no por la abolición de la ley del valor, sino por su «aplicación consciente» a través de la planificación. Esta no era una consecuencia implícita, sino que se proclamaba de viva voz en todos los países que se han llamado socialistas como la verdadera diferencia entre socialismo y capitalismo. De este modo, quedaba naturalmente justificada la perennidad de la mercancía y del dinero en tal forma de «socialismo».
La «ley del valor» era considerada además como una teoría de la justicia que fundamenta el derecho del obrero, en cuanto productor del valor, a recibir este sin merma.
La «ley del valor» es fetichismo porque significa que la sociedad al completo presta a los objetos una cualidad imaginaria. Creer que las mercancías «contienen» trabajo es una ficción aceptada por todos los miembros de la sociedad mercantil. Esta supuesta «ley» no es en absoluto una base natural velada por el fetichismo, como pretende el marxismo tradicional, sino que ella misma es un fetichismo, un totemismo moderno.
Los marxistas tradicionales no han comprendido nunca bien la diferencia entre trabajo abstracto y trabajo concreto, entre la producción como satisfacción de necesidades y la producción como acumulación de trabajo muerto bajo la forma de valor. Para ellos, el trabajo, incluso bajo condiciones capitalistas, es siempre un trabajo útil cuyo contenido no ponen en cuestión. El trabajo, cualquiera que este sea, es así el bien supremo, y el trabajador es glorificado como «creador de todos los valores», sin distinguir entre la producción de valores de uso y la producción de valor para el capital, y sin tener tampoco en consideración la naturaleza de los valores de uso.
El ideal inconfesado ha sido siempre el retorno a una especie de producción simple de mercancías sin plusvalía ni capital; llegando incluso a plantearse que este tipo de producción había existido realmente antes del capitalismo; en el fondo criticaban la existencia del dinero como fin en sí mismo, pero sin poner en duda su base social, el trabajo como fin en sí mismo. Se escandalizaban por la acumulación tautológica del dinero sin preocuparse por la acumulación tautológica del trabajo.
Para el marxismo oficial que dominó el movimiento obrero el trabajo constituye lo contrario, concreto y positivo, de la abstracción representada por el dinero. De aquí derivaban el programa de una sociedad basada enteramente en el «trabajo honrado», en el que no habría apropiación de plusvalía. Según las circunstancias, este programa podría adoptar la forma de una red de cooperativas, donde los trabajadores produjesen sin patrón, o de un «Estado obrero», en el que la administración de la plusvalía estaría regulada por una instancia que supuestamente representaría a todos los trabajadores: el partido-Estado.
Pero un intercambio de mercancías no puede tener lugar sin dinero, pues solo gracias al hecho de designar una mercancía como mercancía universal -es decir, como dinero-, las demás mercancías se convierten realmente en iguales en cuanto mercancías. Si se le retira al dinero su «privilegio», para hacer de él una mercancía como las otras, todo el sistema se disuelve. Por supuesto, puede existir una producción material sin dinero, pero no intercambios mercantiles sin dinero, es la tentativa de mantener la producción capitalista, identificada solo con la técnica, y no cambiar más que la distribución y la circulación.
De la misma manera no es posible una abolición de la producción de la plusvalía sin la abolición de la producción de valor. Esto exp1ica también por qué los marxistas de todas las tendencias han llegado tan rara vez a esta conclusión teórica: estaban casi siempre empeñados en ver ya en acto la abolición de la producción de plusvalía en algún lugar del mundo, pero evidentemente sin poder afirmar que en el país en cuestión ya no existía el valor.
10. La cuestión de la democracia, la política y el Estado.
La política nació debido a que el intercambio de mercancías no prevé relaciones sociales directas y como consecuencia, es necesaria una esfera para tales relaciones y para la realización de los intereses universales. Sin instancia política, los sujetos del mercado entrarían inmediatamente en una guerra generalizada de todos contra todos, y naturalmente nadie querría encargarse de garantizar las infraestructuras.
Como la lógica del valor se basa en productores privados que no tienen vínculo social entre ellos, debe producir una instancia separada que se ocupe del aspecto general, y esa es la política. El Estado moderno ha sido creado, pues, por la lógica de la mercancía. Es la otra cara de la mercancía; los dos están ligados entre sí como dos polos inseparables.
Aunque muchos se nieguen todavía a comprender la lógica inexorable que ha conducido a un estado del mundo tan sombrío, se extiende la convicción de que la economía capitalista ha puesto a la humanidad ante grandes problemas, pero ante los mismos casi siempre la primera respuesta es la siguiente: «Hay que volver a la política para imponerle reglas al mercado. Es preciso restablecer la democracia amenazada por el poder de las multinacionales y por las bolsas.»
¿Pero de verdad la política y la democracia son lo contrario de la economía autonomizada? ¿De verdad son capaces de reducirla a sus «justos límites»?. No, en la sociedad del valor la política se encuentra en una relación de dependencia con respecto a la economía El problema no reside en el hecho de que la política no sea lo bastante «democrática», y que la democracia esté «manipulada», sea «formal», «falsa» y/o «burguesa», sino todo lo contrario: la democracia es la otra cara del capital, la forma más adecuada a la sociedad capitalista, en la cual los individuos han interiorizado completamente la necesidad de trabajar y de ganar dinero. Donde aún es indispensable inculcar a los hombres la sumisión al capital sirviéndose del palo, el capital todavía se halla en una forma imperfecta.
Incasablemente en la izquierda, nos limitamos a poner de relieve que los grupos económicos, los medios, las iglesias, etc. manipulan a los electores y transforman la democracia en una cosa muy diferente de aquello que está escrito en las constituciones, por más que tales manipulaciones existan.
La democracia está completa cuando todo es materia de negociaciones…salvo las constricciones que se derivan del trabajo y del dinero.
Los sujetos para los que la transformación del trabajo en dinero es el fundamento indiscutible de su existencia siempre se decantarán, incluso si son «completamente libres» de elegir, a favor de lo que las leyes de la mercancía imponen bajo la forma de «imperativos tecnológicos» o «imperativos del mercado». «Desenmascarar» los «verdaderos intereses» ocultos detrás de tales «imperativos» es uno de los deportes preferidos de la izquierda. Pero lo que habría que poner más bien en discusión es el sistema fetichista que produce esos imperativos, que son bien reales en su seno.
Oponer las realidades «sólidas» y «honestas» del Estado y de la nación, del trabajo y de las «inversiones productivas» al capital financiero y la especulación bursátil corre el riesgo de convertirse, independientemente de cuales sean las intenciones de sus promotores, en un juego bastante peligroso, más útil para movilizar resentimientos que para crear un movimiento de emancipación social, eso es limitarse a elegir un polo de la abstracción (el Estado, el trabajo) para enfrentarlo al otro (el dinero, las finanzas).
Está de moda oponer la «democracia» a las «finanzas desencadenadas» en lugar de oponer la emancipación social al capitalismo. Pero en realidad la polémica contra la especulación es perfectamente compatible con el elogio del «capitalismo sano», mientras que los «excesos financieros» serían una especie de enfermedad, argumentación que confunde la causa y el efecto de la crisis ya que no es el peso de las finanzas parasitarias el que abruma a una economía capitalista, sino que es la ya agotada economía del valor la que sigue sobreviviendo provisionalmente gracias a la especulación.
11. La cuestión del capitalismo como sociedad sexista, machista y masculina.
La transformación del trabajo en valor no puede tener lugar más que si está rodeada de una gran cantidad de otras actividades que, por su parte, no pueden responder a los criterios de la rentabilidad y de la transformación en valor, o bien en las cuales el gasto de trabajo ni siquiera puede determinarse. Los «faux frais» de la producción son solo una parte de ellas, una parte además que aún se encuentra dentro del campo «económico».
Mucho más extendidas, aunque resultan incalculables, están todas las actividades indispensables para la reproducción social que se desarrollan fuera de la esfera «económica», ellas son como el «reverso oscuro» de la valorización, de una enorme zona de sombra sin la cual no existiría la luz de aquello que vale como «producción».
La parte más importante de esas actividades que no son consideradas como «trabajo», y que en consecuencia no se pagan, es efectuada por las mujeres, pero el valor es masculino, es el hombre; por eso, la relación tradicional entre los sexos es puesta en cuestión porque el trabajo femenino, en cuanto «reverso oscuro» de la valorización, no puede integrarse en la lógica del valor.
A pesar de su carácter abstracto, el valor no es «neutro» en el plano del sexo, pues se basa en una escisión: todo lo que es susceptible de crear valor es «masculino». Las actividades que en ningún caso pueden adoptar la forma del trabajo abstracto, y sobre todo la creación de un espacio protegido en el que el trabajador puede descansar de sus fatigas, son estructuralmente «femeninas» y no se pagan. Esta es una de las razones por las que la sociedad capitalista ha negado durante tanto tiempo el estatus de «sujeto» a la mujer como, por ejemplo, el derecho al voto.
En la sociedad mercantil, solo aquel que gasta trabajo abstracto es considerado un sujeto de pleno derecho. Las demás actividades, por muy fatigosas o necesarias que sean, aquellas que no logran la «dignidad» de hacerse consumir directamente por la máquina de la valorización, permanecen marcadas por el signo de la inferioridad. Es pues consecuencia de la lógica del valor que la mujer que cuida al suegro de cierta edad se considere como que no «trabaja», mientras que su marido, que fabrica bombas o llaveros, sí lo hace.
Por supuesto, en las últimas décadas muchas mujeres se han convertido en «sujetos» en el sentido de la mercancía, y en ocasiones incluso han alcanzado puestos de dirección, pero para lograrlo han tenido que convertirse en «varones»; en efecto, la «escisión» producida por el valor implica también que el sujeto capitalista desarrolle en sí mismo solo aquellas cualidades que son necesarias para el éxito en el mundo del trabajo, consideradas estructuralmente como «masculinas»: autodisciplina, razón, lógica, dureza para consigo mismo y con los otros. Su propia parte «femenina» se delega enteramente a las mujeres, que deben utilizarla para «amueblar» el reposo del guerrero. El hecho de que hoy tales cualidades, que evidentemente son culturales, puedan desligarse de sus portadores biológicos no hace más que reforzar el mecanismo estructural: aquel que, sea hombre o mujer, se comporte en el mundo del trabajo según criterios tradicionalmente «femeninos» como la compasión no llegará demasiado lejos.
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