A finales de la década de los cincuenta, los jóvenes ecuatorianos con inclinaciones comunistas admirábamos la cultura europea, Wilde, Camus, Sartre, Truffaut, Clouzot, Fellini… eran nuestro faro. Venerábamos a Rusia soviética: preferíamos Chaikovski a todo compositor, Dostoyevski a cualquier escritor; también estábamos persuadidos de que únicamente las teorías de Michurin eran correctas y la Genética […]
A finales de la década de los cincuenta, los jóvenes ecuatorianos con inclinaciones comunistas admirábamos la cultura europea, Wilde, Camus, Sartre, Truffaut, Clouzot, Fellini… eran nuestro faro. Venerábamos a Rusia soviética: preferíamos Chaikovski a todo compositor, Dostoyevski a cualquier escritor; también estábamos persuadidos de que únicamente las teorías de Michurin eran correctas y la Genética de Mendel era una pseudociencia reaccionaria; de que el cosmos sería conquistado gracias a las fórmulas y experimentos de Tsiolkovski y que Von Braun no era más que un farsante. Creíamos que los pueblos de la URSS habían sido escogidos por la historia para construir el mundo del mañana, el comunismo…
La revolución en Ecuador era vista como una utopía, la ausencia de un proletariado moderno y la traición al levantamiento popular del 28 de mayo de 1945, hecha por el ex presidente José María Velasco Ibarra, eran prueba de ello. El triunfo de Fidel Castro nos obligó a cambiar de opinión. Las condiciones políticas del país no eran como para un movimiento armado, en cambio, el panorama electoral era de envidia.
El sector consciente del Ecuador candidatizó el binomio de Antonio Parra Velasco, ex Canciller y rector de la Universidad de Guayaquil, y Benjamín Carrión, intelectual y fundador de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. El pueblo coreaba con entusiasmo: «¡Parra-Carrión, revolución!» La victoria, aparentemente, era ineludible, pues estos candidatos contaba con un fuerte respaldo nacional. Hábilmente, esta fuerza fue la que usó Velasco Ibarra para derrotar a su favor a su ex Canciller. A donde iba, reconocía en sus discursos que el mejor candidato era Parra Velasco, que estaban fuera de toda duda su valía, probidad e inteligencia; en cambio, que Galo Plaza representaba a las empresas de EEUU y por eso era una porquería; que Cordero Crespo era conservador y, por lo tanto, hablaba a nombre de los gamonales de la Sierra. Velasco Ibarra enseñó al mundo que se puede vencer a un contrincante hablando a su favor.
Pero algo de malo debería tener el Dr. Velasco, pues apenas se sentaba en el solio presidencial, y el pueblo que lo eligió se aburría de lo que llamaba sus locuras. En esta ocasión olvidó de que EEUU es el único país que puede imprimir dinero sin respaldo y emitió demasiada moneda; el Sucre se devaluó y hubo una fuerte inflación nunca vista antes.
En consecuencia, se generalizó el descontento popular. Los estudiantes se lanzaron a las calles de Guayaquil para exigir la renuncia del que era el principal sostén del gobierno, el Alcalde de la ciudad, don Pedro Menéndez, al que llamaban «Burro» por su enorme estatura y las cualidades intelectuales, de las que hacía gala. Menéndez era resguardado por la «pandilla», una banda de matones organizada para asustar al más bizarro luchador. Imitando a las camisas negras de Mussolini, la pandilla tiró al blanco contra los estudiantes y asesinó a cinco de ellos. Los sobrevivientes se refugiaron en la Casona, cede de la Universidad de Guayaquil; allí se velaron a las víctimas. Unos treinta mil guayaquileños asistieron al funeral y el entierro se fijó para el día siguiente.
En la medida en que la noche avanzaba, la multitud abandonaba la Casona, que quedó rodeada de tropas militares. Cerca de la media noche, sólo una docena de estudiantes custodiaba a los difuntos; a buena hora, eso no lo sabía el gobierno. Cerca de las tres de la madrugada se hizo patente que la orden de desalojo se iba a cumplir. Los estudiantes, precavidamente, se refugiaron en la buhardilla de la Casona; no tenían más armas que su coraje. A la cabeza de ellos estaba Eduardo Flores, miembro del Movimiento Socialista Revolucionario. Era el mayor de todos, frisaba los cuarenta años y había luchado en la Gloriosa Revolución de Mayo de 1945. Mientras animaba a los muchachos a resistir sin temor, surgió, espontáneamente: «Yo quiero que a mí me entierren, como a revolucionario, envuelto en bandera roja y con el fusil cargado», imitación de Vasija de Barro, canción de la serranía ecuatoriana que los estudiantes llamaron «Vasija Revolucionaria».
En el exterior, las tropas se formaban, preparaban sus armas y se aprestaban a asaltar lo desconocido. Sólo esperaban la orden, que nunca se cumplió, llegó, pero el comandante no la acató porque al frente de la Casona se hallaba un hospital infantil, que debía ser trasladado previamente para evitar muertes inútiles, pero no había cómo hacerlo sin provocar el maltrato de los niños. En la medida en que en el horizonte se levantaban los rayos del Sol, la multitud se congregaba cerca de la Casona. A eso de las nueve de la mañana se volvió tan gigantesca que la tropa no la pudo contener. Por la tarde, el entierro fue tan multitudinario que daba la impresión de que Guayaquil entero acompañó a los cinco mártires a su última posada. En la Zona, donde se encuentra el mando militar de Guayaquil, se había refugiado el alcalde Menéndez con su pandilla. Desde allí, no se sabe hasta ahora por orden de quién, partió un disparo que se introdujo entre las cejas de Eduardo Flores, que falleció instantáneamente en los brazos de uno de sus camaradas. Gloria eterna a este valiente luchador.
Su muerte conmovió al país. En Quito, el gobierno había apresado a Carlos Julio Arosemena, Vicepresidente del Ecuador y Presidente del Congreso Nacional; entonces, una multitud se dirigió al Panóptico, donde se encontraba preso, y lo liberó. La Fuerza Aérea y la Marina Nacional, previamente se habían pronunciado en el sentido de que respaldaban la indignación popular y que jamás iban a reprimir al pueblo ecuatoriano. El gobierno rodeó de tanques al Congreso Nacional. La aviación revoloteó sobre ellos, disparó misiles al aire, los asustó, y la soldadesca se retiró a sus cuarteles.
Al día siguiente se enterró a Eduardo Flores, lo despidió un pueblo conmovido, lo homenajeó un escuadrón de Fuerza Aérea y los delegados de las Fuerzas Armadas. Arosemena fue nombrado presidente el 7 de noviembre de 1961. Eso fue todo. Faltó la organización de los sectores populares que viabilizaran conquistas más profundas, para liberar al país de las lacras que en ese entonces, y hasta ahora, existen.
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