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La sociedad del cambio

Fuentes: Rebelión

En la naturaleza, salvo los cambios súbitos y aleatorios que solemos llamar catástrofes, los predecibles, cíclicos y armoniosos de las cuatro estaciones del año son tan necesa­rios como poéticos. Pero ello sin olvidar que, a los ojos de las doradas estrellas, tan trágica es la desaparición de un pueblo sepultado por la lava de un […]

En la naturaleza, salvo los cambios súbitos y aleatorios que solemos llamar catástrofes, los predecibles, cíclicos y armoniosos de las cuatro estaciones del año son tan necesa­rios como poéticos. Pero ello sin olvidar que, a los ojos de las doradas estrellas, tan trágica es la desaparición de un pueblo sepultado por la lava de un volcán o el ani­quilamiento de una civilización en guerras de exterminio por la suprema necedad de sus jerarcas, como la rotura de la segunda articulación de la segunda pata de una hor­miga por el peso de una paja…

El caso es que si fueron lentos los cambios durante la ma­yor parte de la historia de la sociedad del homínido, los cambios sustantivos empezaron hace unos cien años, siguie­ron una razonable progresión en el tiempo y han ter­minado, casi de repente, vertiginosos, frenéticos, histéricos…

La vida de un europeo que en 1900 tuviese 80 años habría transcurrido sin apenas darse cuenta de los cam­bios habidos en su pueblo o en su ciudad y en las costum­bres de su país en general. Si no le alcanzó alguna de las guerras que salpicaron el continente, ese anciano viviría en una burbuja de cambios casi imperceptibles. Pero si hubiese seguido viviendo hasta hoy, después de haberse asombrado de aquella batería de novedades que empeza­ron con la radio, el teléfono y el coche, seguiría asombrado luego con la televisión, y terminaría hoy menos asombrado por la tendencia pero curioso a cuenta de los ensa­yos de teletransportación cuántica…

El caso es que a partir de la segunda guerra mundial es cuando empieza la eclosión de los cambios mecánicos y tec­nológicos en los países avanzados, y luego en el resto. Pero en el último tercio del siglo XX hasta ahora, los cam­bios son constantes y casi marean. Tanto se han disparado, que podría decirse que vivimos centrifugados por ellos y en medio de un fuego cruzado de cambios y de intentos de cambio que a menudo se neutralizan entre sí dificultando o impidiendo notables mejoras posibles para la sociedad en general, unas veces, y para una sociedad con­creta, otras. El desaprovechamiento en España de la energía solar, por ejemplo, es el caso paradigmático del des­perdicio por los intereses de unos cuantos…

Un octogenario observador de hoy, que ha ido de perpleji­dad en perplejidad asistiendo a todos esos cambios a lo largo de su vida puede constatar ahora que, después de haberlo visto, probado y comprobado casi todo, nece­sita distinguir en esta materia el oro del oropel, pues al lado de sólidos adelantos o utilidades abunda lo superfluo y toda clase de espejuelos. El oro es lo atractivo o estimu­lante unas veces, y lo ciertamente ventajoso otras. El oro­pel son tantas cosas que encierran la incitación al abuso y al embrutecimiento que, en detrimento de otras, pueden llegar a complicarnos o a agriarnos absurdamente la vida, e incluso moral y anímicamente empobrecerla. A cada cual incumbe distinguirlos.

Los cambios afectan a todo; a todo, menos a la condición humana. Ha evolucionado muy poco. La prueba está en dos detalles de una importancia colosal. La primera es la desigualdad entre los individuos escalonados por clases, que ha existido siempre, y que no sólo no ha ido amino­rando sino que ahonda cada vez más la brecha entre posee­dores y desposeídos. La segunda es la pésima justi­cia distributiva que en lugar de corregirla, refuerza la des­igualdad con estrábicas sentencias en función de los ran­gos sociales.

Sin embargo, hay otra posibilidad más asequible que el cambio de la humana condición que parece imposible. Y esa posibilidad es el perfeccionamiento moral de la socie­dad que en unos países ya se percibe o es un hecho como consecuencia de una armónica evolución entre racionali­dad e instinto, pero en otros, como España, no acaba de producirse, salvo en sectores aislados, en buena medida por el prosecución de la intolerancia salvo hacia lo que la merece una sociedad mentalmente sana. Desde luego el «sistema», es decir, el capitalismo extremo, es decir, el neoliberalismo, es el mayor obstáculo. Pues prima el indivi­dualismo hasta ex­tremos nauseabundos y la idea neo­liberal se explica bási­camente por la, unas veces dire­cta y otras subrepticia, imposición de la privatización. Transferir, de los Estados a manos privadas por definición societarias, todas las com­petencias hasta anular al Estado, es la consigna. El Estado, convertido en instituto tutelador de la idea, queda redu­cido así a aparato represor, de polic­ías y de una justicia, diri­gido a proteger el proceso privati­zador contra quienes lo obstaculicen. Una ideología esa, la neoliberal, que ca­rece de otros fundamentos morales que no sean iusnatura­listas; iusnaturalistas en el sentido de la ley natural del pre­dominio del más fuerte, atemperada hasta ayer por la religión y la ética. Religión y ética, a su vez, cuyo valor en tanto que reguladores o controladores sociales se han debi­litado hoy de tal modo que no son capa­ces de refrenar los impulsos de predominio y de depre­dación social. Y tampoco quienes son sus adalides, los moralistas religio­sos y civiles, pueden explicar la reli­gión y la ética, siquiera engañosamente como en otros tiem­pos, sin hacer el más es­pantoso ridículo. Pues no queda ya nadie en Occidente que no esté avisado de que re­ligión y ética se siguen predi­cando, como siempre, para reforzar la causa del po­deroso.

Los cambios tecnológicos y de costumbres, en efecto, son brutales, pero el cambio que en España, más que en ningún otro país del sistema, no se produce y por ello todo el mundo debiera contribuir a él, es el de la mentali­dad de los que acaparan privilegios y riqueza. Riqueza y privilegios por lo general ad­quiridos, en el mejor de los ca­sos sin más merecimiento que el allegado por la mera lo­cuacidad, por los pocos escrúpulos o por la suerte del horóscopo…

Jaime Richart, Antropólogo y jurista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.