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Ocho claves para el patriotismo democrático que viene (II)

A propósito de democracia, soberanía y pueblo

Fuentes: CTXT

Continuamos la serie iniciada en el anterior artículo, en la que proponemos algunas claves para un patriotismo democrático. Abordamos ahora los puntos Democracia, Soberanía, Pueblo(s); continuaremos con Feminismo, Inmigración, Ecologismo, Identidad, Conservación-progreso-reacción. 1. Democracia Si la democracia es la participación de un pueblo en su destino, entonces es claramente incompatible con el capitalismo y el […]

Continuamos la serie iniciada en el anterior artículo, en la que proponemos algunas claves para un patriotismo democrático. Abordamos ahora los puntos Democracia, Soberanía, Pueblo(s); continuaremos con Feminismo, Inmigración, Ecologismo, Identidad, Conservación-progreso-reacción.

1. Democracia

Si la democracia es la participación de un pueblo en su destino, entonces es claramente incompatible con el capitalismo y el libre mercado.

Streeck, bajo el elocuente título «Mercados y pueblos», argumenta que existe desde 1945 una contradicción fundamental entre los intereses del capital y los de los votantes; tensión que se ha ido desplazando sucesivamente mediante un insostenible «pedir prestado al futuro» -expresión también utilizada por Varoufakis-, hasta desembocar en el colapso de 2008. Grecia ha sido el caso evidente de este gobierno de tecnócratas y la imposición de una «coacción fáctica» [ Sachzwang ]. Nuestros Estados democráticos ya no susurran a oídos del pueblo, sino que escuchan el lenguaje arcano de «los mercados», dice Streeck: «Dado que la confianza de los inversores es más importante ahora que la de los votantes, tanto la izquierda como la derecha ven la toma del poder por los confidentes del capital no como un problema, sino como la solución«.

Esta contradicción fundamental entre capitalismo y democracia se traduce en una contradicción política: democracia y globocracia. ¿Reside el poder en los pueblos, o en élites transnacionales que extienden su poder a lo largo del globo? Las fuerzas democráticas hoy tienen que dar salida al reclamo generalizado de que la toma colectiva de decisiones no se sustituya por la obediencia al Diktat de Bruselas.

2. Soberanía

La tradición democrática republicana denomina «soberana» a la voluntad general constituida como sujeto político. De poco sirve en política apelar a un marco jurídico o legal sin considerar la voluntad política que lo sustenta. Kant distinguía entre la forma regiminis , por la que un Estado es de Derecho o no, y la forma imperii , que determina qué tipo de Estado es, esto es, quién gobierna. Lo primero es ley, norma; lo segundo es soberanía, voluntad. En democracia, como se entiende desde Aristóteles, Cicerón, Rousseau o Robespierre, hay una voluntad general que reside en el conjunto de ciudadanos: mandan obedeciendo. El nombre moderno de este sujeto es la nación.

En cambio, entender el cuerpo político como un mero conjunto de normas sin referencia a su sujeto unitario constituyente tiene como presupuesto que lo político consistiría en normas que regulan un conjunto previo e independiente de individuos «libres»: la esfera privada de la «sociedad civil».

Pero la sociedad no es esta suma de individuos: por eso ninguna Constitución es un mero sistema de normas aplicadas al individuo, sino que comienza en sus primeros artículos definiendo el sujeto colectivo de soberanía. En la actual, «el pueblo español» (art. 1); en la de 1931, «España es una República democrática de trabajadores de toda clase […]. Los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo» (art. 1); en la de Cádiz de 1812: «La soberanía reside esencialmente en la Nación», definida como «reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» (arts. 1 y 3). O, de modo todavía más claro, en la actual Constitución alemana, recogiendo la formulación de la de Weimar de 1919: «El pueblo alemán […] se ha otorgado a sí mismo esta Constitución» (Preámbulo).

En resumen: la voluntad de democracia es la voluntad de autoconciencia política de un pueblo, que atañe a una determinada relación con sus élites y con una determinada capacidad de configurar su destino; y el modo en que esta conciencia política aparece en la modernidad es la de nación. No hay ciudadanía, reconocía Kant, sin comunidad que dé sentido a la voluntad general de un pueblo.

Una fuerza que hoy se quiera heredera de esta tradición democrática y republicana tendrá que ser capaz de pensar más allá del reparto liberal que reduce la política a la gestión de la esfera pre-política de los intereses individuales. Ello implica una voluntad general popular capaz de dotarse a sí misma de su propio orden y que decida sobre sí misma: soberana.

3. Pueblo(s)

Esta idea de voluntad soberana es el fundamento de la idea moderna de nación. Y ella no es necesariamente opresiva, sino la mejor herramienta para garantizar los derechos de quienes viven juntos y los más vulnerables. La pregunta es: ¿a favor de quién se ejerce la soberanía? El capitalismo es el primer destructor de fronteras. Adam Smith reconocía que el comerciante no tenía otra patria que aquella donde obtuviera el mayor beneficio, Marx, que los comunistas no pueden destruir la propiedad, la familia o la patria, porque para la mayoría ya los ha destruido el capital. Es decir, ha destruido las estructuras y los vínculos que permiten a los de abajo protegerse y tener bienestar. Para los que no se enriquecen especulando, sino que subsisten trabajando, una patria que les proteja no es un lujo del que puedan prescindir. Hoy por hoy, con una UE reducida a espacio tecnocrático de unión monetaria, y mientras no se vislumbre la posibilidad de constituirse como bloque continental con identidad política y capacidad de agregación, no se ha encontrado otra forma de articularla fuera de los espacios nacionales -sobre esto reflexionamos en Foro Res Publica con Gallego-Díaz, Álvarez Junco, Martínez-Bascuñán, Franzé, Villacañas o Errejón entre otros.

Para las élites no hay ninguna duda: el neoliberalismo en lo económico ha de acompañarse del globalismo en lo político. Una opción popular no puede sino responder, hoy por hoy, desde lo nacional y sus posibles ulteriores alianzas interestatales. Construir una voluntad general es construir un pueblo: donde lo nacional y lo popular coinciden. Así lo ha pensado la tradición democrática y republicana. Para Sieyès, la nación se constituye cuando la clase potencialmente universal, el Tercer Estado, se constituye como totalidad mediante la exclusión de una clase particular, los privilegiados. Sólo fundan nación quienes logran encarnar y representar el todo social y el interés general. Los privilegiados son la quiebra del «orden común», un reino dentro del reino, solo una sombra «que se esfuerza en vano en oprimir a una nación entera». Los de abajo no deben constituir un nuevo orden en los Estados Nacionales, sino una Asamblea Nacional. No son parte, son el todo.

Una parte de la izquierda ha sido muy crítica con esto, como hemos comprobado en las pasadas semanas en este mismo medio, en forma de intervenciones a veces virulentas. Un texto más antiguo de Fernández Liria, en su obra sobre populismo, decía: «La lógica institucional de la Ilustración no genera pertenencia, sino, más bien, derecho a no pertenecer». Defendía la prioridad de un «ser humano sin más», previo a «de cualquier pertenencia tribal, cultural, histórica o social». En nuestra opinión, esta comprensión de derechos humanos, de raigambre liberal anglosajona (se inicia en la Declaración de Virginia de 1776), nos deja muy desamparados. Algunos oídos se escandalizan con términos como seguridad, orden o pertenencia. Sin embargo, sería un grave error considerar que eso es entrar en el terreno de la derecha: bien al contrario, los más vulnerables son los primeros en sufrir la ley de los «poderes salvajes» de los mercados. No por casualidad el liberalismo se alió históricamente con el darwinismo social en la apología del libre mercado: para Treitschke y Rochau, Estados y regulaciones son lastres, la libertad individual prevalece y, quien quede atrás, es por debilidad y no merece. Es con la falta de orden con lo que la derecha se siente cómoda.

Frente a ello, patria democrática es orden que protege, institucionalidad de un destino común. El liberalismo, esto no es nuevo, tratará de estigmatizar toda posición estatalista, institucionalista o republicana como fascista -antes fue como estalinista o socialista-. Pero no se sostiene: parte del voto a Trump migró desde voto de Obama, desde Brexit a Corbyn, desde Le Pen a Mélenchon. ¿Son Obama, Corbyn o Mélenchon «fascistas»? O, aún más, ¿lo es Nancy Fraser (!)? Obviamente no. De poco sirve apelar a supuestos «engaños»: en política no hay falsa conciencia. Lo que ocurre es que mucha población demanda una opción que ofrezca seguridad, solidaridad, protección, garantía de derechos y comunidad con un horizonte de trascendencia por encima de la economía y el libre mercado; esto, más allá de fobias o provocaciones varias, era el fondo relevante de la polémica abierta con los artículos de Monereo, Anguita e Illueca.

En el caso de España, hay dos dificultades principales para su construcción popular como patria. En primer lugar, la usurpación de la bandera y la identidad nacional por la dictadura franquista, régimen violento e impotente que tuvo que masacrar y expulsar como «anti-España» a la mitad del país real que no era capaz de integrar. La resistencia, recogiendo hilos de la historia española de levantamientos populares, fue a la vez democrática y patriótica, nacional y popular, contra la considerada invasión extranjera alemana e italiana. Como explica el reputado historiador José Luis Martín Ramos, la noción de patria soberana en España se construye como reacción popular a la ocupación francesa; afirmar que el término «patria» es propiedad del franquismo o el centralismo denota la más abyecta subordinación cultural a los mismos y la impotente incapacidad de proponer un horizonte emancipador.

En segundo lugar, la insoslayable plurinacionalidad de España, como subrayábamos en la sesión del Foro Res Publica enlazada arriba. Quien no comprenda esto no tiene un problema con Cataluña o con País Vasco, lo tiene con España: un país cuya diversidad es una riqueza incalculable, expresada en instituciones locales y autonómicas, lenguas y tradiciones populares vivas, que pujan por existir como identidad propia. Nuestra mejor tradición democrática, plural y federal jamás ha olvidado este punto sin dejar de ser, aún más, por ello siendo, patriota.

No será, pues, posible construir un patriotismo democrático en España sin atender a las distintas identidades nacionales que la conforman y a las experiencias históricas que se expresaron como reivindicación de una patria democrática y popular.

 

Clara Ramas es doctora Europea en Filosofía (UCM). Investigadora post-doc en UCM y UCV. Tratando de pensar lo político hoy desde un verso de Juan Ramón Jiménez: «Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen». @clararamassm

Fuente: https://ctxt.es/es/20180926/Firmas/21965/democracia-soberania-patria-pueblo-clara-ramas-populismo.htm