Después de la guerra civil española, la última de las guerras civiles de Europa Vieja, y después de ajusticiar los vencedores a decenas de miles de sus enemigos, 55 años después, en 1994, en un país africano, Ruanda, mayoritariamente cristiano, con un 62% de población católica, un 18% protestante y 1% musulmán, la tribu de […]
Después de la guerra civil española, la última de las guerras civiles de Europa Vieja, y después de ajusticiar los vencedores a decenas de miles de sus enemigos, 55 años después, en 1994, en un país africano, Ruanda, mayoritariamente cristiano, con un 62% de población católica, un 18% protestante y 1% musulmán, la tribu de los hutus cometió genocidio sobre otra minoritaria, los tutsis, en el que decenas de sacerdotes, religiosos y monjas participaron activamente en las matanzas. El gobierno hegemónico de la tribu de los hutus eliminó al 75% de la tribu de los tutsis. Los discursos de odio hacia los tutsis fueron una gran arma de propaganda. (Recogido de Wikipedia).
Refiero ahora esta historia relativamente reciente porque España, tan diferente en todo lo más negativo en esta materia de las demás naciones europeas, me trae a la cabeza ese otro trance africano que si no, naturalmente, parecido en crueldad y barbarie, sí me parece similar a él por la índole de la enemiga, por el abuso persistente y por la prepotencia de ciertos seres humanos que en el mundo civilizado están en vía de extinción. Sobre todo, por la similitud en el manejo del odio en España por los grupos sociales que predominan y abusan de otras partes de la misma sociedad, y además impunemente.
Me refiero, naturalmente, a un nutrido grupo humano que algunos llaman casta, es decir, grupo que forma una clase especial y tiende a permanecer separado de los demás por su raza, religión, etc., (de la tercera acepción de la RAE). Me refiero, en España, a esos herederos de glorias nacionales pasadas; a esos legatarios de títulos nobiliarios adjudicados in illo tempore por la máxima crueldad de sus titulares originarios; a aquellos instructores de la Causa General Roja instruida por el Ministerio de Justicia de la dictadura; a esos beneficiarios directos de ésta por vía ordinariamente familiar; a esos que vienen detentando poder de hecho desde los tiempos del franquismo, ellos y sus hijos o nietos, transmitiendo las esencias del dictador con todo el cortejo de catolicismo apabullante, de horror al comunismo, de altanería y fanfarronería ancestral propias de todos los abusadores sociales de la historia; a esos generadores de odio que me recuerdan los sucesos de Ruanda hace solamente 24 años.
Pues bien, todos ellos, hijos o nietos de los vencedores en la guerra civil y franquistas acérrimos, se concertaron inmediatamente después de morir en la cama el dictador para formar una tribu integrada por los jerifaltes y mandamases del franquismo a cuyo frente estaba un ministro que había desfilado por más de un ministerio, agrupándose y organizándose rápidamente en todos los estamentos del Estado residual. El objetivo sería configurar en adelante un modelo de Estado a la medida de la voluntad del tirano y de acuerdo con la ley de sucesión que había promulgado. España en modo alguno podría ser una República, necesariamente habría de ser un reino cuyo monarca debería ser, el que fue…
En efecto, esos miembros de la tribu estaban en todas las instituciones: desde el ejército hasta la justicia, desde las diversas clases de policías hasta la Iglesia nacional, desde los medios de comunicación abiertamente afines hasta los medios nuevos con cabeceras nuevas pero dirigidas, a la luz o a la sombra, por adictos al régimen anterior. Y poco ha variado el esquema hasta hoy. Y así, la perpetuación del franquismo maquillado la logran mediante una Constitución pactada a su vez entre dos grupos de individuos. Uno compuesto por los miembros destacados de la tribu, y otro grupo formado por neopolíticos en parte ingenuos con esa ingenuidad propia de los voluntariosos pero sin determinación, con esa inteligencia teórica propia de los ilusos y de los pacifistas a ultranza, con esa actitud propia de lo que posteriormente justo los adversarios llaman «buenismo». Así, ambos grupos, el segundo atraído, seducido o abducido por el primero, se avinieron a redactar un texto constitucional cocinado por siete personas llegadas de la nada y elegidas por cualquiera (el ministro en cuestión), menos por el pueblo. Y entre unas cosas y otras, un ejército con mandos más autoritarios si cabe que el mismísimo tirano, amenazando desde distintos puntos de la sociedad con un golpe de Estado se encargaría de vigilar el proceso constitucional. De ese modo, el pueblo se encontraría entre la espada y la pared: o refrendaba dando su voto el texto, con la monarquía, las Autonomías, un Senado inoperante y decorativo, una Justicia abotargada por las ideas destiladas por el ordenamiento jurídico dictatorial y unas Diputaciones que alojaban a los custodios del plan, en el paquete, etc, o topaba con la espeluznante idea de una nueva dictadura militar si no aprobaba el texto…
Desde entonces hasta hoy, todo ha sido un camino intermitente de desarrollo económico y social, por un lado, e involutivo, por el otro; un desarrollo propiciado por la Unión Europea a la que España inmediatamente se adhirió, pero atravesado por el despojo metódico de las arcas públicas por parte de numerosos individuos pertenecientes al partido que con distintas siglas pero con el mismo espíritu franquista y expoliador, siguen dominadores en la Justicia, en el Senado, en las Diputaciones, en las policías y en los medios de comunicación predominantes… Una ley, la de Memoria Histórica, por otra parte, promovida por un líder voluntarioso que intentó restañar la profunda herida dejada por la persistencia en las cunetas de miles de ajusticiados por los franquistas después de la guerra civil, ha terminado siendo un brindis al sol manejada por los miembros de la tribu que desde 1978 mantienen el poder de hecho.
Así las cosas quién pone el cascabel al gato, para remontar una situación que amenaza prolongarse por tiempo indefinido o perpetuarse?
Los hutus no cejan en su empeño de seguir el sendero abierto por un militar que acaparó el poder político durante cuarenta años, para proseguir sus designios con la obstinada idea de una nación a la fuerza artificial y con la interesada idea de predominio de su ralea en la política, en la justicia, en la iglesia, en los medios, en la enseñanza, en las policías para, después de haber estado saqueando las arcas públicas durante 43 años. Enfrentados a los tutsis, que aunque no minoritarios como los de Ruanda sí tan débiles como ellos en todos los centros neurálgicos de la sociedad; una sociedad nueva que, como es natural, pugna por romper con todos los presupuestos morales e ideológicos del franquismo, que tiene la necesidad vital de una dignidad que se le sigue negando, así como de una justicia social y ordinaria tan lejos de las libertades y de la justicia del resto de los países de la Unión Europea como cercana a la atmósfera política irrespirable que aún llega del franquismo casi medio siglo después…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista
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