La Iglesia Católica, pero también las distintas confesiones existentes, plantean a menudo la necesidad de incluir en el sistema educativo una formación en sus valores, bajo el presupuesto de la superioridad de estos frente al laicismo imperante, cuyos valores, así como el propio concepto, denigran constantemente. Si del laicismo pasamos al ateísmo, los dignatarios y […]
La Iglesia Católica, pero también las distintas confesiones existentes, plantean a menudo la necesidad de incluir en el sistema educativo una formación en sus valores, bajo el presupuesto de la superioridad de estos frente al laicismo imperante, cuyos valores, así como el propio concepto, denigran constantemente. Si del laicismo pasamos al ateísmo, los dignatarios y religiosos no es que denigren, es que demonizan directamente, invitando al odio de los creyentes. Así, por ejemplo, Amvrosios de Kalavrita, obispo griego de la iglesia ortodoxa, ante una oleada de incendios provocada el pasado mes de julio por la ola de calor, declaraba en su blog que «El ateo del primer ministro Alexis Tsipras atrae la ira de Dios». Esto es claramente incitar al odio de los creyentes hacia los ateos, pues no faltan millones de incautos que se creen estos disparates; como es también incitar al odio comparar el aborto con el genocidio nazi (Juan Antonio Reig Plá, obispo de Alcalá de Henares) o decir que el hombre puede abusar de la mujer que aborta (Javier Martínez, arzobispo de Granada).
Sin llegar a este grado de odio, es frecuente el planteamiento por parte de los sectores religiosos de que el «remedio» al ateísmo es la formación religiosa, como si el ateísmo fuese una carencia del cerebro o alguna terrible enfermedad. Igualmente, son frecuentes en el discurso religioso ideas como que cuando falta el sentido religioso la persona se degrada o tonterías como que donde no hay fe aumentan los homicidios, el alcoholismo, los abortos y todas las plagas imaginables.
Si descartamos el aspecto litúrgico de las religiones, gran parte de sus principios morales son principios básicos que suscribe cualquier persona civilizada. Dejando de lado la moralina que se deriva de entender como pecaminosa toda conducta que no cabe en las estrechas mentes de las jerarquías religiosas, obsesionadas enfermizamente por el sexo, no hace falta ser creyente para entender que no hay que matar, mentir o robar, o que debemos tratar a los demás como uno mismo quiere ser tratado. Tampoco hace falta ser religioso para pensar profundamente en el significado de la vida, de las relaciones con los demás o de la justicia en un mundo profundamente desigual.
Arrogarse una superioridad moral sobre laicos, agnósticos y ateos, es una ilusión que seguramente ni se creen los jerarcas religiosos, pero que les proporciona buenos réditos ante sus masas de fieles. Dejémoslo claro: la visión religiosa de la sociedad y del mundo no aporta ninguna superioridad moral a las personas, que pueden ser tan virtuosas siendo ateas como siendo creyentes.
Por otro lado, si bien es cierto que las instituciones no suelen representar la pureza de las ideas y los valores, dado que toda institución es humana y por tanto corruptible, hace falta mucha desfachatez para que una institución como la Iglesia Católica se crea con derecho a imponer sus enseñanzas en el sistema educativo. Y es que sacerdotes y dignatarios son con muchísima frecuencia precisamente contraejemplos de virtudes morales. Veamos:
La pederastia ya no es una suma de casos más o menos inflada, es una auténtica epidemia que abochorna a los católicos; desde Estados Unidos a Irlanda o España, es difícil encontrar lugares donde sus representantes católicos no estén manchados por esta canallada. Hasta ahora, el tratamiento dado a esta infamia por el derecho canónico es irrisorio. El País del pasado domingo 14 de octubre informaba de un caso producido en La Bañeza (León) que dio lugar a un procedimiento eclesiástico contra el abusador que se resolvió con la sanción de ejercicios espirituales y privación del oficio de párroco por un período «no inferior a un año». El fenómeno de los abusos no es algo exclusivo del catolicismo, por supuesto: no hace mucho nos enteramos de que el Dalai Lama, en otra órbita religiosa, reconocía saber desde los 90 casos de sacerdotes budistas abusadores sexuales, pero que había encubierto. Los abusadores son miles, pero los encubridores también, tanto en el caso de la religión católica como en otros. Desde luego, no hay que dejar al margen otros sectores religiosos, como el ISIS, grupo paramilitar de inspiración religiosa, y su utilización de esclavas sexuales.
Otra mancha inocultable es el apoyo que todas las dictaduras de derechas han obtenido de la Iglesia Católica. Desde el genocida Franco, al que la Iglesia Católica no ve inconveniente en inhumar en la catedral de Madrid, hasta los dictadores de numerosos países han tenido el apoyo o la connivencia de la jerarquía católica, incluyendo el silencio cómplice de la barbarie nazi. No en vano el Vaticano fue posible gracias al apoyo de la Iglesia a Mussolini.
Un capítulo infame es el de las numerosas tramas de robos de niños, empezando por la gigantesca red en España, posible en gran parte por la colaboración de monjas en clínicas y hospitales, que intervenían para engañar a las madres que sufrían los robos, como se está viendo cada vez más claramente gracias a numerosos testimonios. No es un fenómeno exclusivamente español, como vimos hace pocos años con la película Philomena, que denunciaba otra trama de robo de niños perpetrada por monjas en Irlanda.
La acusación de «materialista» a la sociedad y a las personas no creyentes por parte de sacerdotes y obispos es un clásico. Pero de cuando en cuando tenemos noticias que sorprenden por el grado de cinismo que suponen por parte de altos jerarcas religiosos. El pasado mes de agosto saltaba la noticia de que la Iglesia de California compraba una vivienda de 2,4 millones de dólares para un obispo retirado. Y todos recordaremos por estos pagos el «modesto» pisito que pasó a ocupar Rouco Varela a su retiro, con un valor de 1,2 millones de euros. Pero no les cuesta hablar de humildad, sobriedad, austeridad y tantas otras virtudes que debemos practicar los demás.
La vergüenza de las inmatriculaciones con su espectáculo de codicia insaciable se suma a esta lista. Con la connivencia de los sucesivos gobiernos, la Iglesia Católica se ha convertido en el mayor propietario inmobiliario después del Estado. ¿Para qué necesita una religión tener un imperio económico?, ¿es esto lo que predicaba Jesucristo, el personaje que inspira los sermones católicos?
Si de «poner la otra mejilla» hablamos -o hablan ellos, para decirlo con más propiedad-, es irritante el blindaje que proporciona el delito de blasfemia, según el cual, ofender los sentimientos religiosos debe ser castigado con el código penal. No disfrutamos de este privilegio los demás, que tenemos sentimientos tan altos y respetables como puedan tenerlos las personas religiosas. Por el contrario, no solo pretenden el privilegio de estar blindados contra el insulto o la ofensa, a diferencia de los demás, sino que persiguen con auténtica saña a sus ofensores (véase, por ejemplo, el caso de Willy Toledo o el que hace unos años protagonizó Javier Krahe). Y es que, afirmaba el político estadounidense del siglo XIX Robert Green Ingersoll, «el crimen llamado blasfemia fue inventado por los sacerdotes con el propósito de defender doctrinas que no se pueden sostener por sí mismas».
Del «negocio» del final de la vida, también podrían decirse algunas cosas. Los chantajes a los presos políticos condenados a muerte en el franquismo eran miserables: si querían escribir a sus familiares en el último momento, se les obligaba a confesarse, por lo que muchos ateos tuvieron que pasar por el trago de morir «confortados espiritualmente por los santos sacramentos». Del respeto a las creencias o falta de ellas han pasado siempre los religiosos más que olímpicamente, y tratándose de personas relevantes, han intentado la «conversión» con las artes más ruines que cabe imaginar. Al oler la muerte de una buena pieza de trofeo, acuden raudos sacerdotes e incluso dignatarios para «auxiliar espiritualmente» sin que nadie los requiera. Así lo hicieron con el escritor Luis Martín-Santos, con el filósofo Ortega y Gasset, con Jesús Monzón, el comunista que organizó la entrada por el Valle de Arán en 1944, o con Matilde Landa, un caso especialmente dramático y miserable por parte de las monjas que la presionaron hasta llevarla al suicidio. Son casos lejanos, pero no tengo noticia de que la práctica haya terminado. Sobre la especial atención a las herencias, remito a los lectores a una obra maestra de Blasco Ibáñez, La Araña Negra.
Pues bien, estas críticas, y otras que podrían hacerse, son compartidas por gran parte de las bases católicas, pero eso no impide que la Iglesia como institución se presente como víctima de una feroz persecución religiosa cuando se cuestionan lo que no son más que privilegios, y no derechos. Y uno de estos privilegios que no quiere soltar la Iglesia es el supuesto «derecho» a transmitir sus dogmas en el sistema educativo, obviando que este está para transmitir conocimientos contrastados y enseñar a los estudiantes a reflexionar para que puedan conformar autónomamente su propia conciencia moral; decía el pedagogo y filósofo británico Alfred Jules Ayer que «ninguna moral puede fundarse sobre la autoridad, ni siquiera aunque la autoridad fuera divina». Precisamente la protección de la libertad de conciencia para que el individuo forme la suya autónomamente es el objetivo del laicismo.
En febrero de este mismo año Jesús Aparicio Bernal, un alto cargo del franquismo, adepto durante décadas al nacionalcatolicismo, pero a estas alturas de la película ya de vuelta de todo, publicó el libro No te lo creas: la dudosa credibilidad de los dogmas de fe. En sus últimas palabras, dice en el libro «No es posible, pues, creer que la religión católica es una religión verdadera cuando se basa en tal sinnúmero de falsedades. Sin embargo, la Iglesia ha intentado desde su origen imponer las creencias que ha declarado dogmáticas mediante toda clase de coacciones». No me gusta citar a personajes que caen en las antípodas de mis parámetros ideológicos, pero creo que la fuerza de este testimonio, proveniente de alguien que ha compartido durante muchas décadas los dogmas católicos, lo hace necesario.
Por tanto, ni el código moral católico o de cualquier otra religión es superior a los códigos morales que pueden inspirar la conducta de los no creyentes y/o laicos, ni está justificada la pretensión abusiva de imponer en el sistema educativo dogmas y códigos morales particulares. Sin una sociedad y un sistema educativo laicos dudosamente se puede alcanzar una democracia de calidad.
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