Un día de noviembre de 1979, Marianne Breslauer cumplía setenta años, y sus hijos le hicieron un regalo inesperado: una edición de las fotografías olvidadas que ella había hecho casi medio siglo atrás, en la Europa de entreguerras, cuando era una joven decidida y libre en Berlín, durante los años peligrosos del tránsito de la […]
Un día de noviembre de 1979, Marianne Breslauer cumplía setenta años, y sus hijos le hicieron un regalo inesperado: una edición de las fotografías olvidadas que ella había hecho casi medio siglo atrás, en la Europa de entreguerras, cuando era una joven decidida y libre en Berlín, durante los años peligrosos del tránsito de la república de Weimar al nazismo. Era una edición privada, que costearon ellos mismos, con un sencillo título: Retrospektive Fotografie-Marianne Breslauer.
Era un gesto familiar, de amor filial, que no iba más allá de la celebración íntima. Sin embargo, gracias a esa edición, el nombre de Marianne Breslauer empezó a recibir atención, hasta el punto de que, años después, esas mismas fotografías arrinconadas durante décadas merecieron la atención de la prensa, de las editoriales y salas de exposiciones. Marianne Breslauer había vivido casi ignorada desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ocupada en su trabajo de marchante y en sus hijos, y, de pronto, la prensa y los aficionados a la fotografía empezaron a sentir curiosidad por ella. Debió pensar entonces que tenía algo que contar, y, cuando ya tenía más de noventa años, empezó a dictar sus recuerdos de una época mitológica, que fueron publicados tras su muerte. Casi desconocida durante tanto tiempo, en ese momento pareció eterna, hasta el punto de que el catálogo de la muestra barcelonesa de sus fotografías, que se han mostrado en el MNAC, le otorga más años de vida de los que tuvo: noventa y ocho, en vez de noventa y uno.
Nacida en Berlín en 1909, Marianne Breslauer procedía de una familia de la alta burguesía alemana, de orígenes judíos; creció en el barrio berlinés de Dahlem, lugar de burgueses acomodados junto a los bosques de Grunewald y el río Havel. Se crió y educó como cristiana («yo no soy una mujer judía», dijo), y, poco interesada en los estudios convencionales, dejó la escuela a los dieciséis años, sin ni siquiera acabar los programas educativos. La enviaron entonces a Suiza, a la École Nouvelle Ménagère, en la pequeña población de Jongny-sur-Vevey junto al lago Leman. Iba a estudiar francés y economía doméstica.
Pero su pasión era la fotografía; le gustaban las imágenes de Frieda Riess, una fotógrafa, también judía, de Czarnikau, en la Prusia occidental (hoy, la polaca Czarnków) , que había abierto en 1917 un estudio en la elegante Kurfürstendamm berlinesa adonde acudían artistas y sujetos adinerados a retratarse, desde Anna Pawlova a Tamara Karsávina, pasando por Ruth Landshoff, Gerhart Hauptmann, Max Liebermann, o Kseniya Boguslavskaia, entre otros muchos, y que retrató incluso al propio Mussolini, quien la invitó a fotografiarlo durante un viaje a Italia. Breslauer empezó entonces a hacer fotografías: una de las primeras se la hizo al hoy casi olvidado escritor Gerhard Hauptmann (premio Nobel, y modelo del desgraciado Mynheer Peeperkorn de Thomas Mann) mientras estaba de vacaciones con su mujer en la isla de Hiddensee, en el Báltico alemán. En 1927, Breslauer empieza a estudiar fotografía en la escuela Lette-Verein de Berlín, y, poco después, conoce a Walter Feilchenfeldt, que se convertiría en su marido en 1936. Era un hombre quince años mayor que ella, que ejercía su profesión de economista y que poseía además la galería de arte Cassirer. Su muerte en los años cincuenta hizo que Marianne Breslauer llevase durante casi medio siglo su apellido.
Dos años después, en 1929, Breslauer ingresó en el estudio que Man Ray mantenía en París, cuyos rayogramas de sus primeros tiempos en la capital francesa, unas imágenes hechas sin cámara, y su adhesión al surrealismo, le habían hecho muy conocido en los ambientes artísticos. En esos meses, Lee Miller, otra mujer que se convertiría en una relevante fotógrafa, llega también a París, con la misma intención de entrar en el estudio de Man Ray, cuya negativa inicial a aceptarla no impedirá que acaben colaborando y convertidos en amantes. La capital francesa bulle de actividad, pero a Breslauer no le atraen las brillantes fiestas parisinas (¡aunque acude a ellas!), ni la jactancia de quienes presumen de relaciones sociales. En esos años, numerosos fotógrafos (entre los que hay muchos norteamericanos) han elegido París como lugar para construir su mundo y triunfar: Man Ray, Kertész, Brassaï, Paul Outerbridge, George Hoyningen-Huene, Germaine Krull, Ergy Landau, Berenice Abbot, Lee Miller, coinciden allí, cuando la capital francesa comparte con Berlín y Moscú la explosión de la nueva fotografía que se aleja de la vieja dependencia de la pintura. Las escenas populares, los rincones de la marginación, los personajes que viven en los márgenes ásperos de la existencia, excitan la imaginación de los fotógrafos. Brassaï, por ejemplo, recorre al anochecer, obsesivamente, las calles parisinas, y captura en su Paris de nuit (en colaboración con el texto de Paul Morand) los barrios peligrosos, las calles siniestras, los rincones de putas, drogadictos e invertidos, como denominaba a los homosexuales la hipócrita burguesía de la época. Miller, Abbot, Breslauer acaban en el estudio de Ray.
Como a Brassaï, Krull o Kertész, a Breslauer le atrae la calle, la vida de la gente que se puede observar caminando sin rumbo, callejeando como hacían Baudeleaire y Benjamin; Breslauer, en su particular ejercicio de flâneur, descorre el velo benjaminiano tras el que se oculta la «ciudad íntima», pero no fotografía monumentos. Estaba aprendiendo, y le interesaban otras cosas. Según su propia confesión, los muelles de París eran lo más hermoso; fotografía vagabundos y escenas que no ha visto en Berlín, pero sin ningún ánimo de crítica social: muchos años después, reconoce: «eso estaba muy lejos de mis intenciones, sólo quería mostrar aquello que me atraía». Inquieta, también visita con frecuencia el Museo del Louvre para embriagarse con Degas y los impresionistas. En sus fotografías, juega con visiones fragmentarias de la ciudad, espía a vagabundos y clochards, recurre a composiciones de luz y sombra, y utiliza con frecuencia el «plano picado», recurso habitual en la fotografía de esos años, como puede verse en su imagen de La Rotonde, el restaurante donde se reunían los artistas e intelectuales de París. En sus recuerdos, la fotógrafa constata: «Me interesaba vagar por París, […] [captar] escenas de la vida cotidiana, momentos que pasan inadvertidos, trivialidades». Para ella, sus fotos capturan cierta poesía, pero no tienen nada que ver con la Nueva Objetividad. Tiene oportunidad de pasar unas vacaciones en el velero de Paul Poiret (entonces, un rico y famoso modisto, que después morirá en la pobreza), con quien recorre la costa atlántica francesa mientras fotografía sin cesar; y se nutre con avidez de las nuevas corrientes artísticas, aunque escondan aullidos furiosos: asiste al estreno de la película muda de Ray, Les Mystères du Château de Dé, que se acompañó de Un chien andalou, de Buñuel; y, en la apoteosis del surrealismo cinematográfico, Breslauer se desmaya en brazos de Ray ante la visión de la afilada navaja que corta el ojo de una mujer. Ha publicado ya algunas fotografías en suplementos del Frankfurter Zeitung, y Breslauer deja París en noviembre de 1929 para volver a Alemania: la capital francesa era el «paraíso» para ella, pero Berlín es también una gran ciudad. Regresará a París en 1932, donde, convertida ya en fotógrafa profesional, retrata a Man Ray ante su cuadro Legend y un peculiar juego de ajedrez.
A partir de 1930, Marianne Breslauer empieza a trabajar para Ullstein Verlag, el imperio periodístico que Leopold Ullstein había creado a partir del Berliner Zeitung y que marcaba desde la Ullsteinhaus de Tempelhof la vida cultural alemana. Breslauer hace fotografías publicitarias, destinadas a las ventas navideñas, pero esa actividad no le interesa, de forma que, dos años después, abandona la colaboración para trabajar de manera independiente, publicando algunas fotografías en la revista Der Querschnitt, un medio del imperio Ullstein que publicaba también textos de Hemingway, Proust, Pound y Joyce, entre otros, y que prestaba atención a artistas como Picasso, Chagall y Léger, además de publicar artículos sobre moda, deportes, boxeo y cine. Las revistas Die Dame y Uhu también publican instantáneas suyas. En Berlín, se interesa por el mundo de los feriantes, por el circo, y también se fotografía a sí misma, con su cámara, aunque no lo haga de forma habitual. Ann W. Brigman, una fotógrafa y actriz norteamericana que se especializó en fotografiar desnudos femeninos, ya se había retratado desnuda a principios de siglo, y la berlinesa Marta Astfalck-Vietz lo haría veinte años después, una fotógrafa con quien Breslauer comparte el silencio tras la Segunda Guerra Mundial y el redescubrimiento posterior, en su vejez, como si los años de la república de Weimar y la fotografía las hubieran hermanado y condenado a ambas. No serían las únicas mujeres en fotografiarse con sus cámaras: también lo harían Gertrud Käsebier, Germaine Krull, Imogen Cunningham, Ergy Landau, la seductora Lotte Jacobi (que tuvo que huir del nazismo), Ilse Bing o Eva Besnyö.
De esos años son su Autorretrato, donde aparece extrañamente oriental; el Hipódromo de Auteuil, con dos hombres de espaldas, uno con bombín británico y el otro con chistera; así como sus pescadores en el Sena, o la imagen de Ragusa llena de carteles. En junio de 1931, Breslauer se embarca en Trieste con destino a Jaffa, en la Palestina bajo mandato británico, para asistir a la boda de su amiga Djemila Nord. El padre de Djemila había sido cónsul en Jerusalén, de manera que tienen referencias del territorio: viaja con ella y sus amigos; recorren Palestina, Belén, Hebrón, periplo que Breslauer aprovecha para hacer muchas fotografías de Djemila, una hermosa mujer que, como el resto de las amigas de la fotógrafa, formaba parte de las «nuevas mujeres», jóvenes casi siempre con el pelo corto, maquilladas, emancipadas, que llevaban pantalones y fumaban, y que enseñaban las piernas con despreocupación; algunas, eran de una ambigüedad sexual calculada, tenían rasgos andróginos o eran abiertamente lesbianas, característica que se había convertido en una cierta «moda» en los ambientes burgueses más libres y cosmopolitas. Hacían deporte, incluso disponían de automóviles, aunque no siempre fuese así. Djemila era una de esas mujeres, como Ruth von Morgen y Lisa von Cramm, a quienes Breslauer fotografió tomando el sol, estiradas en sus toallas, y como a la baronesa Maud Thyssen, ataviada con gorrito cloche, sonriente (la misma que, años después, tendría un grave accidente en la Costa Brava, donde moriría su amante, y a quien la fantasía popular catalana bautizó como «la princesa sense calces«, supuestamente porque no las llevaba cuando ocurrió la desgracia). Eran mujeres burguesas que disponían de sus vidas. Durante el viaje, Breslauer toma imágenes de Trieste, de Corinto, Alejandría, Jerusalén. Palestina le produjo una gran impresión, hasta el punto de que no quiso volver nunca más para no romper aquella primera emoción del «viaje a Oriente».
En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, las casas de moda encargan fotografías, pero también los fotógrafos elaboran y ofrecen reportajes a los principales modistos: en 1932, Breslauer realiza uno para la casa de moda de Joe Strassner, en la Kurfürstendamm . Son fotos de modelos sofisticadas y elegantes que llevan lujosos vestidos de noche y que, de pronto, se convierten en muchachas de la calle, «chicas muy jóvenes que llevan batas grises de Cenicienta», en palabras de la fotógrafa, que se explican historias y están enamoradas de actores como Hans Albers (que sería miembro del partido nazi y se convirtió en el actor alemán más famoso durante los años de Hitler) o el austriaco Rudolf Forster. En las fotografías de Breslauer se ve la complicidad de las jóvenes en la casa de modas; éstas, hablan, sonríen, permanecen sentadas juntas. Breslauer realiza también en esos años un reportaje sobre «El tiempo libre de una joven trabajadora», utilizando como modelo a una amiga suya, Beate Frese, aunque no consiguió venderlo a ninguna revista. Fotografía a Kokoschka, con gorra de visera; a Picasso, con gabardina y sombrero, de espaldas; a Remarque, en un patio tomando el sol. Le atrae la vida de los feriantes, de los vagabundos, de los gitanos de España, la gente libre que vaga por el mundo. Sin embargo, no le gustaba fotografiar la miseria.
Entonces, aparece en su vida la triste y fascinante Annmarie Schwarzenbach. Se conocieron en 1932, y un año después deciden viajar juntas a España, con la intención de hacer fotografías y escribir: después de todo, apenas tenían veinticinco años, eran las «nuevas mujeres», con su pelo corto, estaban seguras de sí mismas, eran atrevidas, cosmopolitas, emancipadas, y ejercían como tales. Las fotografías que hizo Breslauer durante el viaje con Schwarzenbach no se habían visto nunca en España hasta la muestra del MNAC.
Annmarie Schwarzenbach, era hija de una rica familia de empresarios textiles suizos, de Zúrich, que se doctoró en filosofía y era adicta a la morfina: una mujer libre que se dedicaba a escribir y a viajar, y que se casaría con un diplomático francés en 1935, en Irán. Era una joven de una belleza singular, atormentada. Conocía a Thomas Mann (quien la definió como un «ángel devastado», sin duda por su melancolía e inclinación a las drogas) y a Roger Martin du Gard, y tenía amistad con Erika y Klaus Mann, los hijos del escritor; y con Erika tuvo, al parecer, un amor no correspondido. Annemarie había empezado a drogarse en 1932, hecho que le hizo ingresar en distintos sanatorios y hospitales psiquiátricos para abandonar la dentellada mortífera de la droga, y que la llevó incluso a intentar suicidarse. Murió en 1942, con treinta y cuatro años, a causa de un desgraciado accidente de bicicleta, dejando unos cuantos libros escritos que siguen suscitando interés. Fue a ella a quien más fotografías hizo Marianne Breslauer: según sus palabras, Annmarie Schwarzenbach era «el ser más hermoso que había visto nunca», aunque su belleza «le hacía estar sola», y era, además, una mujer «muy solitaria e infeliz».
El objetivo del viaje era Pamplona, a diferencia de lo que hacía la mayoría de viajeros de la época, que preferían Andalucía, sin duda, por el mito de las mujeres ardientes, por los relatos de toreros y hombres enamorados y violentos que Mérimée y Bizet habían puesto en circulación en la segunda mitad del siglo XIX. A ellas, sin embargo, les movía su interés por Hemingway, cuya novela The sun also rises había sido traducida al alemán en 1928, con gran éxito de público, y querían emular a Jake Barnes en los sanfermines. También viajan influidas por Kurt Tucholsky (un escritor que firmaba, además de con su nombre, como Peter Panter, Kaspar Hauser y otros seudónimos, y de quien, hoy, apenas se cita su artículo «Una imagen dice más que mil palabras»), cuya obra Ein Pyrenäenbuch se había publicado en Berlín en 1927: era un diario de viaje que le llevó por Loyola y Roncesvalles y por localidades del Pirineo francés, donde documentó el atraso del campo español y sus peculiares costumbres, y se fijó en el juego de la pelota vasca, y en las corridas donde los toros destripan a los caballos rejoneadores. En busca de todo eso, y de la Pamplona de Hemingway, viajaban Marianne y Annemarie.
Lilly Abegg, directora de la agencia Akademia, apoyó el proyecto de ambas. Viajaron en un Mercedes Mannheim propiedad de Annemarie, y el catorce de mayo de 1933 están en Girona. Sin duda, debían ser una verdadera atracción en todos los lugares adonde llegaban: dos mujeres solas, hermosas y sofisticadas, viajando en un automóvil descapotable blanco, que muy pocos podían poseer. Después, llegan a Barcelona, pasan por Sant Cugat, Montserrat, Puigcerdà, Andorra, Huesca, Pamplona, San Sebastián, Loyola y, de nuevo, San Sebastián. Están, sobre todo, en Pamplona, donde celebran el aniversario de Annemarie, el veintitrés de mayo. El veintiocho de mayo, catorce días después, vuelven a Francia: Annemarie se va a París para ver a Klaus Mann, mientras Breslauer se va en coche a Zúrich, donde la espera Walter Feilchenfeldt. No sería la última escapada de Schwarzenbach: en 1939, partió de Ginebra en dirección a Kabul, a bordo de un Ford, acompañando a la escritora Ella Maillard, quien la retrataría como Cristina en su libro La ruta cruel. Aunque casada con Claude Clarac, Schwarzenbach alimentó siempre una equívoca apariencia, mantuvo aventuras amorosas con otras mujeres, y una relación con Carson McCullers mientras estuvo en Nueva York, quien acabó dedicándole su novela Reflections in a Golden Eye, que después llevaría al cine John Huston.
Se conservan noventa y seis fotografías del viaje; tres, de Barcelona: las ocas de la catedral, y unos bañistas en la playa de Sant Sebastià. Son notables las escenas de meriendas en Montserrat, la del guardia civil sonriente de La Seu d’Urgell, la de Schwarzenbach en su coche descapotable, o escribiendo en el claustro gótico de Sant Cugat, o mirando un rebaño de ovejas mientras sujeta la puerta de su Mercedes; y la vista de Girona, en el río, una ciudad triste, abigarrada y gris. Breslauer tenía un gran aprecio por las fotos que hizo de niños gitanos del Pirineo, y por la imagen de una colegiala de Girona.
Finalmente, el reportaje español no se publica. La llegada de Hitler al poder en 1933 inicia una nueva época, y Breslauer es judía, aunque no se sintiese como tal, pero las leyes nazis contra los judíos estaban cambiando el rostro de Alemania. La agencia Akademia le propone a Breslauer sacarlo a la calle firmando con el seudónimo Annelise Brauer, pero ella no acepta. Algunas de las fotografías serán utilizadas después por Breslauer para ilustrar otros reportajes, que publica en la Zürcher Illustrierte Zeitung, un semanario suizo que dirigía Arnold Kübler. Y otra revista, Schweizer Illustrierte Radiozeitung, publica también un reportaje con fotografías suyas y textos de Schwarzenbach.
Marianne Breslauer se marcha de Alemania en la primavera de 1936. Todo ha cambiado, y las alarmas son imposibles de ignorar. En su vejez, recordando el huracán siniestro que se desató en 1933, escribió: «Ahora puede parecer difícil de creer, pero entonces no nos tomábamos del todo en serio a Hitler, con su peculiar complexión y su horrorosa manera de hablar». Después, abandona la fotografía: las últimas imágenes que publica son de 1937. Va a Amsterdam, donde, en 1939, nacerá su primer hijo, y pasa la guerra de Hitler en Suiza. Su vida ha cambiado por completo, pero ha conseguido escapar del destino lúgubre de la guerra. Su marido, Walter Feilchenfeldt, no puede ejercer su profesión de marchante, pero, tras la guerra, en 1948, consiguen autorización para vivir en Zúrich, donde él podrá trabajar en su negocio artístico. Según la confesión de Breslauer, esos serían los años más felices de su vida, hasta que, en 1953, muere su marido, y Breslauer continúa entonces con su comercio: tiene en ese momento cuarenta y cuatro años, y dos hijos pequeños, de nueve y catorce años. Así, convertida en Marianne Feilchenfeldt, fue, durante décadas, una marchante de arte en Suiza.
Siempre le interesó el arte; con cuatro años, según sus propias palabras, «iba entusiasmada al museo». Si el arte era un recurso para la reflexión, para la búsqueda, para la intervención política y para los negocios, incluso para la gloria, con burgueses, desocupados ricos y mercaderes siempre dando vueltas sobre sí mismos, mientras los jóvenes artistas sin recursos luchaban por salir de las tinieblas de la pobreza; la fotografía, en los años veinte y treinta del siglo XX, era vista como un pasatiempo para jóvenes ricas, una moda que les permitía estar en el mundo, relacionarse. No hay duda de que para Marianne Breslauer era algo más, y siempre quiso dedicarse a ella, aunque la vida apenas le dejó diez años de pasión con la fotografía. Muchas de sus imágenes parecen la captura de un momento anterior al instante decisivo de Cartier-Bresson. Mientras Brassaï volvía a componer la escena que había sorprendido, para lo que necesitaba la complicidad y el acuerdo de quienes aparecían en el suceso callejero, Breslauer necesitaba imaginar lo que vendría después, y prepararse para apresarlo con su cámara.
Entre sus papeles y recuerdos, conservaba retratos de Picasso (a quien, en 1932, había fotografiado de espalda, tal vez por timidez, como si robase la escena), de Braque, Pissarro, Béla Czóbel, Émile Bernard, del marchante Vollard, de los hijos de Renoir y Cézanne. Su Fotógrafa (autorretrato), imagen que plasmó en Berlín en ese año de 1933, nos la muestra apenas vestida con un albornoz, con el rostro oculto y su cuerpo desnudo, en los días en que ella podía fotografiar la dureza de la vida, como en la serie Chico de un circo, donde aparece un niño que trabaja en las pistas, que casi nunca sonríe; y captar la pobreza y el exotismo de España, y los rostros deslumbrantes de sus amigas, como Annemarie Schwarzenbach o Djemila Nord , y las imágenes y recuerdos de entreguerras, porque Marianne Breslauer tenía entonces el mundo a sus pies, aunque no supiese que apenas podría dedicar diez años de su vida a la fotografía, y su círculo despreocupado y burgués fuese ajeno a la tormenta sangrienta que iba a llenar Europa de tumbas.
Fuente: El Viejo Topo, noviembre de 2018