(Publicado en ABC Cultural, 22 de enero de 2000)
Como este es sin duda un acto ritual y, sin embargo, por las precarias condiciones académicas del que en él honráis, transgrede generosamente exigencias usuales de tal ritualidad, tomaré por tema justamente la ambigüedad del rito en lo que toca a la cultura, donde, como en otros campos es una moneda que tiene cara y cruz.
Las condiciones personales que hacen, en algún grado, irregular el laurel que me otorgáis consisten en que, en mis muchos intentos académicos, yo he sido un estudiante muchas veces más cateado que aprobado, no tengo licenciaturas universitarias y me he quedado en simple bachiller. La antigua residencia de esta universidad, donde mi abuelo materno, Romolo Ferlosio, se hizo laureato in legge, tenía por patrono a Sant’Ivo, cuya iglesia coronó Borromini con la maravillosa Chioccioletta, que yo veía muy cerca desde la terraza de la casa romana en que nací. El pedestal de una imagen de Sant’Ivo, en una pequeña iglesia de Galicia, tiene este lema «Aduocatus et non latro, res miranda gentium«; pienso ahora que en el pedestal en que tan inmerecida y antirritualmente me pone vuestra liberalidad debería inscribirse esta paráfrasis: «Bocciato ma laureato, res miranda gentium«. Pero aunque este acto de modestia por mi parte sea también algo que hace usualmente parte indefectible del ritual, querría que también fuese tomado en serio, para que nadie anticipe demasiadas esperanzas sobre la inteligencia, la profundidad o los conocimientos de lo que, sin más preámbulos, pasaré a exponer.
Uno de los achaques más frecuentes de quién, por temperamento o por circunstancias de la vida, acaba viéndose preso de mis aleatorias formas y limitaciones culturales es, como decimos en España, «descubrir Mediterráneos». Entre esos mis «descubrimientos del Mediterráneo», está el que, hace unos dieciocho años, reflexionando sobre la ritualización de la cultura me llevo a definir de pronto la función del rito como «protección del límite» y, derivadamente, como «defensa contra lo que está más allá de límite». Sólo mucho más tarde me enteré de que esta relación del rito con el límite, aunque de forma más compleja y más circunstanciada, era ya un viejo tópico universalmente reconocido y estudiado por la antropología.
En el hecho de que el límite sea algo siempre necesario en toda sociedad humana están la conveniencia y la virtud del rito, pero también las posibilidades de una aplicación malignamente desviada por los intereses del poder. Por eso suelo decir que tan buenas razones podía tener Lao-tze en contra del rito como Confucio a su favor.
Ya que estamos en China, todos recordaréis cómo en 1368, con la caída de Pekín y de Toghan Temür, el último emperador mongol, fue instaurada la dinastía china de los Ming. El protodinasta Chu Yüan-Chang, o T’ai-tsu por su nombre imperial, reconstituyó el poder sobre el modelo de los Sung, pero con formas mucho más autocráticas. Receloso del alto testamento de los literatos-funcionarios, lo honró, no obstante, por así decirlo, formando el lujoso cuerpo de la llamada «guardia con ropas de brocado» al, destinada a su control y a su eventual persecución y detención, al tiempo que restauraba para él el kuo-tzu-chien, la antigua institución estatal de estudios fundada por los Tang en el siglo VIII, pero ahora sobre la base del neoconfucianismo de los Sung, salvo que proscribiendo y excluyendo del corpus canónico oficial de la obra del segundo grande del confucianismo, Meng-tzu, pues, a su juicio, reivindicaba de forma inadmisible los derechos del pueblo frente al emperador.
Viniendo a mi cuestión, en esta atmósfera de despotismo y paranoica desconfianza del poder imperial lo que, a mi juicio, dio lugar al nunca visto extremo de ritualización que impuso a los estudios del kuo-tzu-chien la reforma de 1382 dictada por T’ai-tsu. La memorización siguió siendo el fundamento inexcusable para los exámenes, entre cuyos textos se incluía el ming-ta-kao (o gran edicto Ming), compendio del pensamiento del emperador, cuya posesión y lectura eran, por lo demás, obligatorias para todos los súbditos del Celeste Imperio (¿ya, pues, un remoto pero claro antecedente del libro rojo de Mao Tse-tung?). Pero -citando ahora textualmente de los historiógrafos Herbert Franke y Rolf Trenzettel- «la innovación más significativa fue de tipo formal: la pieza principal de los exámenes era la disertación de ocho secciones (pa-ku-wen), cuya estructura y estilo estaban prefijados con rigor. La formalización estricta que esto comporta abajo degeneró muy pronto en un esquema rígido cuya aplicación correcta requería un entrenamiento adquirido por medio de disciplinados ejercicios académicos que terminaban por cerrar el paso a toda posible originalidad intelectual». Hasta aquí la cita. Así, la disertación de ocho secciones venía a ser como una especie de lecho de Procusto que confirmaba el dicho de Lao-tze (filósofo de la «no-acción», no lo olvidemos): «El rito superior actúa, y si no halla respuesta, la fuerza». El fin, esta tan extremada ritualización de la enseñanza por parte de T’ai-tsu, en cuanto clara operación neutralizadora de todas las virtualidades del saber que pudiesen aparejar una amenaza contra el poder constituido, podría ilustrar mi descripción de la función del rito como «protección del límite» y aquí particularmente en tanto que «defensa contra lo que está más allá de él y límite», que en nuestro caso se concretaría como «más-allá-del-límite del principio de dominación». Otra disposición de T’ai-tsu, la de hacer obligatoriamente hereditarios todos los oficios del Celeste Imperio, nos remite a quien mil años antes había llevado al Imperio romano a su máximo grado de tiranía institucional: Constantino. Éste, no sólo se anticipó a T’ai-tsu con idéntica ley sobre los oficios y las ocupaciones, sino que incluso la había reforzado prohibiendo a los súbditos cualquier emigración o cambio del lugar de residencia. Pues bien, he aquí que este mismo Constantino, ya declarado protector del cristianismo, pero -nótese bien- sin haber sido todavía bautizado, tuvo su asiento de honor en medio de todos los padres sinodales en el Concilio de Nicea, y allí, enfrentadas ya las partes sobre el vidrioso punto de la «consubstancialidad», arbitró, por su propia autoridad e iniciativa, la acerba logomaquia con la des-semantizadora solución de que todas las comunidades se obligasen a acatar la literalidad de la palabra -que, siendo el griego la lengua sinodal, no era otra que «omousía»-, quedando libres para interpretarla a cada uno según su inspiración.
Un rasgo necesario de toda institución, y más aún de una ecclesia, que a tenor de su nombre es un conjunto de pertenecientes, es el horror al continuo, al más o menos, a la diversidad de grados y modos; de ahí la exigencia de fijar un limite taxativamente discontinuo entre la pertenencia y la no pertenencia. Pero, como el espíritu de la palabra es apuntar siempre más allá de sí, el horror al continuo de la institucionalidad recae sobre ella como una letal imposición de límite a ese virtual plus ultra en que alienta la esencia del significar. Esto se logra bloqueando a la palabra en su más estricta materialidad fonética. Por eso la decisión de Constantino de sacralizar, haciéndola obligatoria, la mera literalidad del «consubstantialempatri» era del todo congruente con la institucionalización definitiva de la religión cristiana: el Credo de Nicea no fue formado con ninguna finalidad cognoscitiva o didáctica, sino, en tanto que «símbolo de la Fe», con la simple función de marca o contraseña de la pertenencia.
Pero esta ritualización y hasta fetichización de la palabra, que aparejaba directamente su reducción al silencio -anticipando en el «Psalle et sile» de la célebre consigna cartujana-, junto con la excluyente fijación de un canon escriturario ortodoxo, significaba, en el fondo, para el cristianismo -al igual que para cualquier otra religión institucionalizada-, ni más ni menos que la determinada defensa de sus límites esta obstruidos contra el siempre latente más-allá-del-límite de su propia utopía originaria. Y si, por una especie de insólita fortuna, Inocencio III, a despecho del escándalo de toda la Iglesia bien pensante, reconoció la olvidada y hasta odiada utopía en los pies descalzos de triunfo fue designado como «Alter Christus», tampoco hay que olvidar que apenas unos decenios tras su muerte, un fraile de su propia orden expurgó drásticamente la infinita leyenda franciscana, dejándola reducida al exiguo canon ortodoxo de las Florecillas.
El trágico destino de toda religión institucionalizada es asimismo que en el caso del confucianismo, que también tuvo su utopía en el pasaje del Gran Camino, como ideal opuesto al de la Pequeña Tranquilidad, melancólico nombre que tal pasaje reserva para el conformismo posibilista con el mundo dado; Max Weber, al recogerlo en su Sociología de la religión, supone o por lo menos no excluye que tal texto puede ser obra del mismísimo Confucio, lo que, sea como fuere, no lo salvó de ser proscrito como heterodoxo no bien el confuncianismo, ya muchos siglos antes de los Ming, se hizo religión de Estado, con la consiguiente eclesiastización e institucionalización doctrinaria como escuela imperial de mandarines.
Lo que la institucionalización de las religiones perpetra contra espíritu de la palabra -o, si queréis, contra la palabra del espíritu- bien que nos puede servir de ilustración sobre el peligro que para el conocimiento y el saber comporta en general la ritualización de la cultura.
En su ya clásica Teoría de la clase ociosa, Thornstein Veblen señaló agudamente, desde el panorama de las universidades norteamericanas de hace un siglo, estos tres rasgos: 1º) ritualización, tanto en liturgia externa como en la formalidad de la enseñanza misma; 2º) inutilidad de los saberes cultivados; y 3º) prestigio social ostentatorio de los títulos y los conocimientos académicos. Sin embargo, a pesar de la corrosiva penetración de sus observaciones, la obcecada obstinación con que impuso a su experiencia el concepto central y hasta obsesivo de «temperamento predatorio» lo llevo a valorar unilateralmente esas tres cosas como aspectos concomitantes de un mismo fenómeno, sin dejar sitio para la sospecha de que pudiese tal vez haber entre ellos una relación distinta y más compleja que la de sumandos de una misma suma. Veblen vio e interpretó esos factores de ritualización, inutilidad y prestigio social ostentatorio tal como sincrónicamente se le aparecían, sin pensar que detrás de aquella actual concordia pudiese haber toda una serie de luchas, de coacciones, de transacciones y de contubernios. Pero, si, tal como creo haber demostrado a partir del ejemplo de T’ai-tsu, la ritualización es una especie de tratamiento ortopédico al que el saber es sometido por los intereses del poder constituido, o, más internamente, una acción química metabolizadora que permite fagocitar lo diferente por novedoso, o, en fin, a una liturgia que el exorciza por anticipado la eventual amenaza de demonios exteriores, entonces la relación entre la ritualidad y la inutilidad no sería una connivencia originaria, sino que la inutilidad resultaría ser efecto o resultado de la ritualización.
Y es el tercer factor, entre el prestigio social ostentatorio con que se honra la inutilidad de los saberes llamados humanísticos, lo que acrecienta fuertemente la sospecha del viejo contubernio. Esas máximas reverencias con que, en la jerarquización del protocolo cortesano, se privilegia al mandarín no serían sino la condigna recompensa del poder estatuido, el premio concedido por el emperador a quienes han aceptado someterse al rito, o sea, a la castración del pensamiento y del saber, reduciéndose al impotente «no-más-allá-del-límite» que conviene a la seguridad y a la permanencia del sistema [1] .
Pero ahora me sobreviene una última pregunta: ¿por qué, a despecho del aplastante triunfo hodierno de la tecnocracia, y frente a los saberes positivos, útiles, por otra parte mucho mejor remunerados, incluida la propia sociología en tanto que instrumento de control social, siguen siendo, no obstante, los saberes llamados «humanísticos« (palabra que, dicho sea de paso, personalmente aborrezco) los que, incluso reducidos a esa ociosa función puramente ornamental, reciben en palacio o en los salones de la buena sociedad –y aunque sea con consciente o inconsciente hipocresía– los más altos tributos de admiración y prestigio?
Pues bien, mi conjetura es que –si bien quizá ya, desgraciadamente, con cierto atraso de percepción histórica– sobrevive la convicción de que son justamente esos saberes –aunque hoy felizmente mantenidos en la impotencia y en la ociosidad– los únicos de los que el sistema podría tener, o por lo menos cree todavía poder tener, en todo caso, alguna cosa que temer, los únicos que contienen, o por lo menos antaño contenían, la amenaza del «más–allá–del–límite«, o en fin los únicos que, en una palabra, a semejanza del niño de la antigua fábula, serían capaces de gritar: «El emperador está desnudo«.
[1] En una espléndida y, como es de justicia, sumamente encomiástica introducción a una reedición moderna de La teoría de la clase ociosa, John Kenneth Galbraith, evocando el ambiente y los condicionamientos culturales que en la época de Veblen imperaban en las relaciones entre la Universidad de Chicago y la plutocracia local, recuerda un caso de 1895: el del profesor de economía, Edward W. Bemis. Éste se había atrevido a atacar a la empresa de transportes urbanos, que, «mediante sobornos a gran escala», había logrado alzarse con el monopolio, y el contrato de Bemis no fue renovado. Las autoridades universitarias y otros hombres de bien disimularon y mintieron lo mejor que pudieron, ignoro con qué grado de crédito ante el público. Pero lo más llamativo fue la actitud de la prensa, que, lejos de ocultar la relación de causa-efecto entre el ataque de Bemis a la empresa de transportes y su expulsión de la universidad, no sólo la reconoció paladinamente, sino que, además, la aprobó: y de un artículo al respecto, aparecido en el Journal de Chicago, el propio Galbraith entresaca el siguiente pasaje literal: «El deber de un profesor que acepta el dinero de una universidad por su trabajo es enseñar la verdad establecida, no meterse en la búsqueda de la verdad«. Este es, sin embargo, un ejemplo anómalo y excepcional, porque los condicionamientos que sufre el saber que le llegan por vías mucho más mediatas y genéricas y, por lo tanto, difícilmente localizables; rarísimas veces de un modo tan directo y tan descaradamente transparente. (Esta nota no estaba en el texto original; el autor la tenía preparada para añadirla en el libro, pero se le traspapeló y olvidó, de modo que nos la ha mandado ahora).