Es habitual, por esta época de finales de año, que se evoque la cuestion de los regalos a los niños. En nuestros países, el acoso comercial y la tiranía publicitaria han transformado el placer de obsequiar en una obligación autoritaria de la que casi nadie se puede librar. Muchas familias sacrifican lo esencial y aceptan […]
Es habitual, por esta época de finales de año, que se evoque la cuestion de los regalos a los niños. En nuestros países, el acoso comercial y la tiranía publicitaria han transformado el placer de obsequiar en una obligación autoritaria de la que casi nadie se puede librar. Muchas familias sacrifican lo esencial y aceptan posponer gastos indispensables para respetar el rito colectivo de inundar de juguetes a los menores. Un estudio reciente revela que cada hogar europeo gastará estas navidades una suma media de 320 euros en obsequios. Esto significa que la Unión Europea de los Quince, por ejemplo, consagrará la astronómica cantidad de 30.000 millones de euros en compras de regalos.
Con ese dinero se podrÍan construir, por ejemplo, unos 125 grandes hospitales ultramodernos en Europa, o más de 30.000 dispensarios médicos en los países pobres. También se podrían cavar unos 15 millones de pozos en África que darían agua potable a centenares de millones de personas. Y en un mundo en el que la mitad de la humanidad vive con menos de dos euros diarios y en el que -según un nuevo informe de la FAO- 815 millones de personas sufren de hambre, se les podría dar comida a unas 3.000 millones de personas durante, por lo menos, cinco días. Una manera de verdad solidaria de celebrar las fiestas.
En el océano de miseria que caracteriza nuestro mundo, los menores son los que mas sufren. Segun la Unicef, la mitad de los pequeños del planeta, o sea mil millones de niñas y niños, padecen privaciones extremas a causa de tres males principales: la pobreza, las guerras y el sida. Cabe recordar que nueve de cada diez niños que nacen hoy en el mundo lo hacen en países pobres. Y mientras nos disponemos a mimar con exceso a nuestros escasos pequeños, a empacharlos con dulces y a asfixiarlos con regalos caros, los demás menores padecen -según Carol Bellamy, la directora general de la Unicef- de siete privaciones básicas: alojamiento, acceso a servicios higiénicos, agua potable, información, cuidado médico, escuela y alimentación.
Unos 700 millones de niños conocen por lo menos dos de estas siete privaciones. Uno de cada seis tiene hambre. Uno de cada siete no ha conocido el mínimo cuidado médico. Uno de cada cinco no bebe agua potable. Además, hay unos 180 millones que trabajan como adultos en las peores condiciones. Centenares de miles han sido alistados a la fuerza en los numerosos conflictos del planeta, viéndose obligados a hacer uso de las armas y a cometer crímenes de sangre. Las niñas, en estos conflictos, son a menudo objeto de violaciones, lo cual, además, extiende la propagación del sida. Esta enfermedad es responsable de unos 15 millones de huérfanos en el mundo, el 80% de ellos en África subsahariana. Los niños son también las víctimas principales de las guerras; representan el 45% de los 3,6 millones de personas muertas en todos los conflictos durante los años 1990.
Esta infernal situación de la mayoría de los menores del mundo no es una fatalidad. Nadie puede considerar eso normal. Nuestra solidaridad, en estos días en que nuestro cariño hacia los niños es más manifiesto, debería expresarse apoyando las campañas a favor de consagrar el 0,7% de la riqueza de los países ricos a la ayuda a los desfavorecidos. O sosteniendo nuestra proposición de crear una tasa internacional, un IVA planetario y solidario, para empezar a poner fin al escándalo de la pobreza. Eso sí que sería, para la mayoría de los niños de la Tierra, un fabuloso regalo de navidad.