La ayuda pública internacional al desarrollo ha disminuido desde el fin de la Guerra Fría. Sin embargo, se convirtió en una enorme industria: su volumen de negocios supera los 60.000 millones de euros anuales y más de 500.000 personas trabajan directa o indirectamente en ella. Pero más que sobre su monto (1), el debate debe […]
La ayuda pública internacional al desarrollo ha disminuido desde el fin de la Guerra Fría. Sin embargo, se convirtió en una enorme industria: su volumen de negocios supera los 60.000 millones de euros anuales y más de 500.000 personas trabajan directa o indirectamente en ella. Pero más que sobre su monto (1), el debate debe centrarse en la democratización del sistema de ayuda, que vehiculiza ideas sobre el desarrollo en forma permanente y constituye la matriz de la relación entre países ricos y países pobres.
Aunque tanto donantes como beneficiarios subrayan -al menos en público- las virtudes de la ayuda internacional, ésta no carece de zonas oscuras.
Extraña paradoja: en los países en los que la ayuda desempeña un papel predominante, el orgullo y la ambición cedieron su lugar a la dependencia y el respeto; la pobreza y las desigualdades aumentaron y prevalece la inseguridad. La República Democrática del Congo, Sierra Leona, Haití, Guinea Bissau, por ejemplo, que gozaron de una ayuda a gran escala, son Estados en quiebra.
Sin embargo, la ayuda internacional se construyó históricamente sobre otras bases. Después de la Segunda Guerra Mundial, el éxito del plan Marshall fue emblemático. Lanzado por Estados Unidos, su gestión fue confiada a los europeos y Washington no pidió a los países beneficiarios renunciar a proteger sus industrias, ni desregular sus mercados financieros, ni pagar de inmediato sus deudas (2). De inspiración keynesiana, si el plan Marshall tuvo éxito fue precisamente porque estaba destinado a revitalizar el capitalismo europeo a través de la regulación pública y de las inversiones sociales.
A partir de la década de 1950, algunas elecciones ideológicas discutibles acompañaron la distribución de la ayuda en África, América del Sur o Europa del Este.
Ciertos economistas consideraban las desigualdades sociales como inevitables e incluso necesarias para el crecimiento (3). La idea de redistribuir la tierra o las rentas podía pues ser descartada como irrealizable o directamente estúpida. Pero este viejo paradigma fue mostrando en lo sucesivo sus debilidades y, actualmente, muchos investigadores sostienen que en realidad las desigualdades constituyen un obstáculo para el crecimiento (4). Es que la ayuda naufraga regularmente contra los acantilados del ultraliberalismo y termina de hundirse con esas terapias de choque que imponen austeridad a los simples ciudadanos mientras aseguran una generosa promoción a empresarios improvisados. En ausencia de controles públicos y mecanismos de responsabilidad, las sociedades occidentales y una casta de oligarcas mafiosos locales obtienen beneficios de los programas de ayuda, como ocurre en la ex Unión Soviética. Hay quienes consideran que los diseñadores de la ayuda no deben ser criticados. A la inversa, para el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz, ese enfoque equivale a «utilizar un lanzallamas para quitar la pintura en mal estado de una puerta y lamentarse luego de no poder volver a pintarla con el pretexto de que quedó reducida a cenizas» (5).
Recién a fines de la década del 90 la reducción de la pobreza se convirtió en la razón de ser oficial de la ayuda internacional. Sin embargo, como había sido concebida para alcanzar paralelamente otros objetivos (la lucha contra el comunismo y la apertura de los mercados a los productos y a los inversionistas occidentales), es lícito desconfiar de la realidad de este cambio de estrategia. Es verdad que la ayuda como catalizador de una dinámica de desarrollo puede tener efectos emancipadores: campañas de vacunación y fortalecimiento de los sistemas públicos de salud en Asia del Sur y en ciertos países de África; apoyo al movimiento anti-apartheid; lucha contra los grandes terratenientes en Taiwán; etc. En cambio, cuando es guiada por una suerte de talibanismo de mercado (imposición de un modelo de política económica unívoco y desigual, gracias a una propaganda orwelliana), la ayuda se convierte tanto en un problema como en una solución. Así, en la década del 70 la desertización en África sahariana y subsahariana fue imputada a las poblaciones de las regiones arboladas y de pastos, acusadas de imprevisión y mala gestión. Pero tales acusaciones tenían poco que ver con la realidad y eran sólo pretextos para desposeer a las poblaciones de su medio ambiente y valorizar proyectos tecnocráticos de ayuda.
La ayuda al desarrollo está llena de ambigüedades. Más allá de las proclamaciones, el deber de «dar» oculta un sosías inseparable y aun más importante: el deseo de «tomar». La transferencia de fondos de los ricos a los pobres es mucho menor de lo que las cifras oficiales dan a entender. La inmensa mayoría de las sumas dadas o prestadas son gastadas en los países donantes o regresan allí: reembolso de la deuda (6), fuga de capitales, transferencias ilícitas de ganancias, fuga de cerebros, compra de bienes y materiales… Por ejemplo, en 2001 se concedieron 29.000 millones de dólares de subvención a los países en vías de desarrollo, al tiempo que 138.000 millones de dólares retornaban a los países acreedores en calidad de reembolso de la deuda. Desde el economista Stiglitz hasta el financista George Soros, muchos acuerdan en que son los pobres quienes ayudan a los ricos.
Si bien en los discursos siempre afloraron las preocupaciones mercantiles y los intereses geopolíticos, no siempre es fácil poner de manifiesto la verdadera jerarquía de las motivaciones, dado que las elites aprendieron a cambiar de vocabulario sin cambiar de prácticas: «Crecimiento equilibrado»; «apertura de los mercados»; «satisfacción de las necesidades básicas»; «lucha contra la pobreza», entre otros, constituyen el nuevo ropaje de una misma visión. La ayuda aparece como un teatro de sombras que desvía la atención de las verdaderas cuestiones. Las guerras dirigidas a distancia contra regímenes nacionalistas de izquierda o contra plantadores de opio o de coca desorganizaron regiones a las que se consideraba estar ayudando. El dumping practicado por Occidente en beneficio de sus cereales, de su carne y de sus productos textiles erosionó, si no es que aniquiló, el apoyo aportado a las producciones locales en el marco de la ayuda. También se supone que los países pobres aumentan su capital humano gracias a las becas que subvencionan las ayudas. Pero al mismo tiempo los países donantes sobornan activamente a profesionales de la salud, ingenieros y especialistas en informática de países del Sur. Uno de cada tres africanos poseedor de un diploma universitario trabaja fuera de África.
Poderes públicos debilitados
Pero la participación de la ayuda en la imposición del fundamentalismo liberal es la madre de todas las incoherencias; es de su complicidad con una escuela del pensamiento económico mágico de donde nacen las contradicciones. En América del Sur, África y la ex Unión Soviética los efectos de esta visión política son escaso crecimiento, exclusión social, empobrecimiento de los servicios públicos e inestabilidad política. Y son precisamente esos fenómenos los que privan de eficacia a la ayuda. Así, en la década del 70 la orientación política socializante de Tanzania seducía a los socialdemócratas suecos, que favorecieron el apoyo al sector público y a la independencia nacional. Pero a mediados de los 80 la ola neoliberal y la exigencia de coordinar la ayuda condujeron a los suecos a dejar de apoyar el rechazo al ajuste estructural en Tanzania. Después, la política llevada a cabo por Estocolmo se ajustó al Consenso de Washington.
El discurso acerca de la ayuda utiliza términos como «participación ciudadana» y «dominio local de las políticas». Sin embargo, la concepción de la ayuda, su organización y su puesta en ejecución continúan siendo prerrogativa de extranjeros. Incluso cuando las agencias occidentales no son de primera línea, sus relevos se forman en los países del Norte -los Chicago boys en América Latina, la Berkeley mafia en Indonesia o los africagoboys- y constituyen los celosos promotores de los mismos principios, gracias a la posición estratégica que ocupan en el seno de los ministerios de finanzas locales y de los bancos centrales.
Durante los últimos veinticinco años los mecanismos de ayuda contribuyeron no sólo a debilitar las soberanías, sino también a deslegitimar al Estado y a los poderes públicos. La gestión de la ayuda lo muestra claramente: los donantes prefieren dirigirse a sociedades particulares, organizaciones no gubernamentales o estructuras parapúblicas ad hoc, tales como las sociedades de regulación y desarrollo de África Occidental.
Esta actitud deja fuera de carrera a los Estados (aunque los mejores funcionarios son a menudo corrompidos para administrar una ayuda exenta de impuestos) e impide cualquier control democrático. Las autoridades nacionales rinden cuenta más a los donantes que a sus ciudadanos. Por último, tanto el Estado como la propia noción de política pública están desprovistos de sentido. Así se deterioraron los servicios básicos (escuela, salud…) de muchos de los países que reciben ayuda. Esta realidad es reconocida, por ejemplo, por un informe de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) que concierne a Malí, publicado en 2000. Según este estudio, «la ayuda debilita a las instituciones nacionales» ya que esquiva a los sectores públicos.
Además, está exenta de impuestos y tasas, y «no tiene en cuenta las contribuciones de Malí al desarrollo».
La OCDE destaca la contradicción entre la importancia nominal de la ayuda (50 dólares por habitante durante veinte años) y el estancamiento, incluso la regresión del nivel de vida de la clase media y baja en este país, sometido desde 1981 a planes de ajuste estructural (7). Además las privatizaciones, a menudo en condiciones poco claras, crearon una clase de nuevos ricos vinculados a intereses occidentales y alimentaron una forma de cinismo general. Todo el orden público se encuentra debilitado.
Repensar el sistema de asistencia
A mediados de la década de 1990 el riesgo de derrumbe de algunos países, el incumplimiento de las condiciones de la ayuda y las amenazas de no reembolso de la deuda provocaron un cambio de orientación. La «buena gobernabilidad» se convirtió en uno de los criterios para obtener ayuda con la finalidad oficial de luchar contra la corrupción, hacer a la gestión pública más «transparente», aumentar la tributación y permitir a las voces opositoras hacerse oír tanto en la prensa como en el seno de la sociedad civil. Pero aunque estas reformas sean a menudo necesarias, muchos ven en ellas sólo una maniobra para prolongar las impopulares políticas de austeridad y de denigración del poder público y subrayan la continuidad ideológica de este «viraje» (8). En efecto, ¿cuáles serán las motivaciones de las personas encargadas de promover la «gobernabilidad»? Una de las herencias de la ayuda es un enorme déficit democrático, basado en el poder de los tecnócratas y las clases políticas, para quienes el afán de lucro es buena cosa y la política, el arte de impedir a los ciudadanos intervenir en los asuntos que les conciernen.
Sin embargo, en todo el planeta se observa una voluntad de cambio. Militantes asociativos, catedráticos universitarios y unidades de investigación apadrinadas por Naciones Unidas se negaron a ceder a la intimidación intelectual ejercida por instituciones tales como el Banco Mundial.
Pusieron en duda la credibilidad de los discursos acerca de la «buena política» que debe instaurarse. En India o Brasil, la crítica a los proyectos de ayuda al desarrollo que destruyen el ecosistema o los préstamos que acaban por agotar los presupuestos públicos condujeron a algunas reformas en la década del 90: valoración interna de los proyectos y estudio de sus consecuencias sobre la pobreza. La presión así ejercida sobre los organismos internacionales no tiene nada de extremista: se trata simplemente de comportarse como cualquier autoridad pública debería hacerlo en democracia.
Algunos consideran que la ayuda internacional no es reformable y que debería suprimirse, salvo en caso de urgencia (9). Sin embargo habría que explorar otras vías, apuntando a una renovación de los principios que rigen la acción pública. La ayuda podría ser repensada en el marco de un equipo legislativo mucho más amplio, para redistribuir verdaderamente las riquezas a escala mundial y reforzar la cohesión social. Tales mecanismos de reajuste o de solidaridad son corrientes en los países occidentales para beneficiar a regiones desfavorecidas, y son controlados por los funcionarios electos. En principio, estas transferencias «en bloque» de riquezas responden más a preocupaciones de los beneficiarios que de las entidades financieras.
Tales sistemas funcionan mejor cuando el espacio político es lo bastante abierto como para que los ciudadanos y los medios de comunicación puedan seguir y controlar los resultados. Una ayuda pública podría así contribuir a consolidar el espacio público. Si se desea reemplazar el costoso, contraproducente y antidemocrático régimen actual de ayuda, es posible inspirarse en los modelos de redistribución pública ya existentes.
Notas
1 En 2002, después de nueve años de baja, los montos brutos de ayuda oficial aumentaron hasta casi alcanzar, en términos reales, el mismo nivel de 2001. Pero esta alza es en parte artificial, dado que los donantes incluyeron, entre otros, sus gastos de funcionamiento.
2 Con excepciones, sin embargo. Por ejemplo, en Francia fue exigida la apertura de los mercados a los productos estadounidenses, incluidas las películas.
3 Simón Kuznets, «Economic growth and income inequality», American Economic Review, Princeton, 28-1-1955.
4 Hulya Dagdeviren et al., «Redistribution matters», Employement paper 10/2001, Organización Internacional del Trabajo, www.ilo.org
5 Joseph Stiglitz, «Wither reform? Ten years of the transition», discurso ante el consejo de administración del Banco Mundial, abril de 1999. www.wordbank.org/research/abcde/pdfs/stiglitz.pdf
6 Eric Toussaint, «Quebrar el círculo infernal de la deuda», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, septiembre de 1999.
7 Jacqueline Damon et al., Réformer le système daide. Le cas du Mali, Club du Sahel/OCDE, París, 2000.
8 Bernard Cassen, «Le piège de la gouvernance», Manière de voir, N° 61 «LEuro sans lEurope», febrero de 2002.
9 Réformer le système daide. Le cas du Mali, op. cit.
7 Jacqueline Damon et al., Réformer le système daide. Le cas du Mali, Club du Sahel/OCDE, París, 2000.
8 Bernard Cassen, «Le piège de la gouvernance», Manière de voir, N° 61 «LEuro sans lEurope», febrero de 2002.
9 Réformer le système daide. Le cas du Mali, op. cit.