Cuando uno mira el escaparate de una tienda de ropa, observa cuerpos delgados y jóvenes cubiertos por prendas de moda que les sientan maravillosamente, por absurda y peregrina que sea la postura del cuerpo de plástico que las luce.Si mirásemos los maniquíes por detrás veríamos cómo la ropa se recoge en pliegues feos sujetos con […]
Cuando uno mira el escaparate de una tienda de ropa, observa cuerpos delgados y jóvenes cubiertos por prendas de moda que les sientan maravillosamente, por absurda y peregrina que sea la postura del cuerpo de plástico que las luce.
Si mirásemos los maniquíes por detrás veríamos cómo la ropa se recoge en pliegues feos sujetos con alfileres e hilvanes burdos que obligan a que, vista desde el otro lado, la imagen sea perfecta.
Algo así sucede cuando miramos a nuestro alrededor asomados, por ejemplo, a la ventana de nuestro televisor. La televisión muestra las personas felices del mundo occidental, con su casa de teleserie de paredes pintadas de colores, el lavavajillas, varios televisores, DVD, ordenador y dos coches. Vemos en la pantalla los colores, cada vez más brillantes, del bienestar propio de los países prósperos y ricos. Pero la televisión es sólo un escaparete más y, cuando acaba el programa y se apagan los focos, uno, si quiere, puede mirar qué es lo que hay detrás del decorado.
Eso es lo que hice yo un día. Mirar detrás del escaparate del bienestar del mercado. Descubrí, como en la tienda de ropa, la fealdad y la falsedad de un sistema que se sostiene con alfileres e hilvanes burdos, ocultos a la vista de muchos, pero reales. Reales y necesarios para que todos sigan engañados, para que unos pocos se sigan beneficiando. Detrás del escaparate encontré la miseria y la tristeza de los que no subieron al carro del color, de los que viven en oscuras habitaciones, con las paredes desconchadas y el picaporte roñoso.
Conocí a Jaime. Es un hombre de 34 años, nacido en el barrio de Usera, en Madrid. Ahora participa en un taller de empleo. No sabe leer ni escribir. Está aprendiendo ahora, en este curso que dura un año. Ha trabajado desde los 13 años pero acaba de descubrir que sólamente tiene un año cotizado a la Seguridad Social. «Claro, como no sabía leer…» dice triste. Lo encuentra normal. Como no sabía leer es normal que unos cuantos sinvergüenzas se hayan aprovechado de él todo este tiempo, pagándole poco y «robándole» sus contribuciones a los organismos públicos que garantizan que se pueda percibir la prestación por desempleo y una pensión después de la jubilación.
La coordinadora del curso me dice que Jaime no es el único que no sabe leer. Hay otros dos. En un curso de 18 personas, 3 no saben leer y el resto, delante de mí, tardan casi 20 minutos en rellenar una ficha con cuatro datos. Son analfabetos funcionales. Parece que es la tónica de todos los cursos que se organizan.
También he conocido a Nieves, una psicóloga que trabaja tratando de eliminar el absentismo escolar en Madrid, en el distrito de Retiro, una de las zonas más céntricas de la ciudad. Lleva tres meses en tratamiento con ansiolíticos. «No puedes imaginarte las casas que hay en estos barrios», me dice. Lleva trabajando varios meses con las mismas familias. La mayoría tiene una economía absolutamente precaria. Ven la televisión durante horas. «Es casi imposible conseguir que los chavales vuelvan al colegio y además ahora han recortado los presupuestos y tocamos a muchísimas familias cada uno. No se puede estar encima de los casos como se debiera». Sabe que su trabajo no vale prácticamente para nada porque las administraciones lo hacen simplemente para lavar la imagen.
En mi paseo por detrás del escaparate he visto también a Rosa, una mujer de mediana edad que trabaja en la contrata de limpiezas de un edificio de Telefónica. Vive en Parla, un barrio dormitorio de Madrid y limpia en la zona de oficinas de Pinar de Chamartín. Acude al trabajo con una tartera en la que lleva la comida que se prepara cada día en casa. Su marido cobra la prestación por desempleo. Le echaron en el expediente de regulación de empleo de la fábrica en la que trabajaba.
Rosa tarda casi dos horas en llegar al trabajo. Trabaja a turnos. Cuando lleva seis meses trabajando, le rescinden el contrato y le tramitan uno nuevo en otra empresa, del mismo dueño, pero con diferente titularidad, así nunca tienen que hacerle fija, ni reconocerle antigüedad. «No se puede protestar mucho, porque te echan y contratan a una chica extranjera, que como están aún peor que nosotras, aceptan el trabajo en las condiciones que sea».
La gente más joven tampoco lo tiene fácil. Eso me decía Clara, una chica de 21 años que trabaja en el «centro de soporte telefónico al usuario» de una empresa eléctrica. Está preocupada porque parece que quieren trasladar el centro a Marruecos. «Telefónica ya lo hizo y parece que le ha sido muy rentable».
No es que le guste el trabajo. «Antes era algo mejor porque nosotras controlábamos el paso de las llamadas, pero ahora, según despides al cliente que has estado atendiendo, entra la siguiente llamada. Además hacen controles de escucha y si les parece que no has sido lo suficiente amable o eficaz, te echan». Tiene un contrato de tres meses, que le van renovando. Antes trabajó como cajera en el Champion, una cadena de supermercados. «Casi prefiero esto, por lo menos estás sentada. Antes llegaba con los riñones reventados».
Debajo del maquillaje de «privilegiados del sistema», en muchas ocasiones también se puede ver otro tipo de esclavitud más peligrosa todavía, porque se presenta bajo la imagen seductora del éxito y el triunfo personal, sin mostrar el precio que hay que pagar para alcanzarlo. Por ejemplo, Juan es programador. Tiene un buen salario al mes, «porque pillé la época de las vacas gordas en el sector de la informática», dice. Padece gastroenteritis crónica y el año pasado tuvo que acudir tres veces al servicio médico de la empresa porque no podía respirar y le dolía el cuello. Le diagnosticaron ataques de ansiedad. Entra a trabajar a las 9:00 y no sale nunca antes de las 20:30. También trabaja algunos fines de semana. Las horas extras no están remuneradas. «Si no las haces quedas marcado y en el primer expediente de regulación de empleo que hagan te vas a la calle». Dice que la mitad de las horas adicionales que tienen que hacer se deben a la competencia feroz que hay entre las empresas. Los proyectos se consiguen ofertando a la baja y como luego el empresario quiere seguir ganando lo mismo, obtiene el margen de beneficio mediante la reducción de los costes de salario de los programadores. Casi nadie levanta la voz y, en este sector, la mayoría de las compañías no tienen comité de empresa. Juan sueña con cambiar de vida y dedicarse a otra cosa. «Aunque gane menos dinero».
Dani tiene 8 años y sueña con estar con sus papás. Su padre trabaja en un banco y su madre es directora de marketing de una empresa. Cuando se levanta por la mañana sus padres ya se han ido. Claudia, su cuidadora ecuatoriana le prepara el desayuno y le acompaña a la calle donde le recoge el autocar del colegio. Va a un colegio bilingüe a las afueras de Madrid. Por la tarde tiene una clase extraescolar de violín. Cuando vuelve a casa, Claudia está con él. Hace los deberes y ve la tele. Muchos días está en la cama cuando vuelven sus padres. Los fines de semana le encantan porque ve a sus padres, sólo alguno que tienen que trabajar le dejan con sus abuelos. Ayer lloró porque le dolía la tripa y quería estar con su madre. Le llamó por teléfono y ella le prometió que en Semana Santa irían a Eurodisney, pero le siguió doliendo la barriga y no dejó de llorar.
La población inmigrante, creciente en número, ocupa los trabajos y los lugares que nadie quiere ocupar o que nadie aceptaría en esas condiciones. Hassan suda cada día en un invernadero de Almería. Trabaja desde las 5:30 hasta las 12:00. «A partir de esa hora te deshidratas en el invernadero» Recoge hortalizas grandes que no saben a nada. En el invernadero se explota la vida. Se riega con agua que procede de pozos subterráneos de agua dulce, que poco a poco se van salinizando. Se fuerzan los ciclos naturales de las plantas para obtener varias cosechas, en un tiempo en el que, de forma natural solamente nacería una. Y se fuerzan a las personas. Los trabajadores del invernadero respiran los pesticidas y productos químicos de abono con los que se consigue la multiplicación milagrosa de las hortalizas. Sufren afecciones respiratorias permanentes. Viven en chamizos sin agua corriente cerca de los mismos invernaderos. Soportan el desprecio de los mismos empresarios que les contratan para hacer lo que la gente de la zona ya no quiere hacer. Hassan envía lo que gana a su familia en Marruecos.
Las mujeres inmigrantes, poco a poco, van asumiendo todo el trabajo de atención y cuidados a ancianos y a niños. La liberación de las mujeres no se ha traducido en el mundo desarrollado en una co-responsabilidad de los hombres en las tareas domésticas o en los trabajos derivados de la reproducción, sino que se ha materializado en la dedicación del tiempo de las mujeres al mercado, en los mismos términos en que ya lo hacían los hombres, mientras que otras mujeres, más empobrecidas, continúan asumiendo las tareas necesarias para el mantenimiento de la vida.
Nicole es una muchacha ecuatoriana. Estudió una diplomatura en enfermería en Quito. Vive en Barcelona y trabaja como interna en una casa cuidando a una anciana de 83 años. Tiene un salario de 400 euros al mes. Tiene libres las tardes del jueves y del domingo, desde las 16:00 hasta las 21:30. El resto del tiempo tiene disponibilidad completa para atender a la anciana. No puede invitar a ninguna amiga a casa.
Todos dicen que tiene suerte por tener resuelto el tema del alojamiento. Se encuentra sola. Dejó a su hijo en Quito, con sus padres. La anciana no habla casi y sus familiares la visitan sólo los días que ella tiene libre. Hace las tareas de la casa. Se arrepiente de haber venido a España y espera ahorrar el dinero del pasaje para volver a Ecuador.
Jaime, Nieves, Rosa, Clara, Juan, Dani, Hassan o Nicole son una muestra de lo que se oculta detrás del escaparate del primer mundo. En este paraíso de bienestar, espejo en el que se miran los países más pobres, cada vez un número más creciente de personas infelices, explotadas y tristes, permanecen invisibles.
Permanecen invisibles a los ojos de gobiernos, instituciones y medios de comunicación que hacen la vista gorda ante la explotación que sufren. Invisibles para el conjunto de la población satisfecha y acomodada que, presos del más feroz determinismo calman su conciencia pensando que aquí, el que quiere trabajar, trabaja y vive bien. Son también invisibles para muchos sectores de la izquierda, que viven analizando y pensando lo que sucede a miles de kilómetros de distancia, que ignoran cómo día a día crece la precariedad y la miseria a su alrededor y que justifican su pasividad relativizando la situación de estas personas en comparación con lo que pasa en el tercer mundo.
Sin embargo no son invisibles para el mercado. Porque sin los jaimes, nieves, rosas, claras, juanes, danis, hassanes o nicoles, el mercado neoliberal no funciona. Sin la cada vez más creciente precariedad, sin la explotación y la salud de estas personas, no es posible que los beneficios crezcan ilimitadamente. Sin su sometimiento a la condición de esclavos no es posible que las empresas del norte sean cada vez más competitivas.
Sin ellos, sin Jaime, Nieves, Rosa, Clara, Juan, Dani, Hassan o Nicole no es posible dorar las cifras de la macroeconomía. Pero su explotación debe hacerse a escondidas. Sus vidas no valen para el aparato de propaganda del capital, por ello se les esconde detrás del escaparate, como a los hilvanes burdos y los alfileres del maniquí.
Correr la cortina del telón que les oculta es imprescindible para poder soltar los alfileres de este sistema injusto que se apuntala también con la condición esclava e inhumana de miles de personas disfrazadas de ciudadanos del primer mundo.
Se les esconde para que parezca que el traje de la globalización y el neoliberalismo nos sienta bien a todos. No es verdad. En medio de este colorido paraíso artificial, Jaime, Nieves, Rosa, Clara, Juan, Dani, Hassan, Nicole y muchas más personas, anónimas e invisibles, viven su infierno gris y particular.