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Reflexiones de un «desubicado»

Fuentes: Estrella Digital

Compartí con Alfonso Rojo alguna mesa redonda relacionada con pasados conflictos bélicos, lo que me permitió valorar su capacidad como excelente reportero de guerra. Presté mucha atención a sus imprescindibles crónicas hechas sobre el terreno. Disentí de algunas de sus opiniones, pero siempre le he tenido como un buen informador de lo que ocurría en […]

Compartí con Alfonso Rojo alguna mesa redonda relacionada con pasados conflictos bélicos, lo que me permitió valorar su capacidad como excelente reportero de guerra. Presté mucha atención a sus imprescindibles crónicas hechas sobre el terreno. Disentí de algunas de sus opiniones, pero siempre le he tenido como un buen informador de lo que ocurría en muchas partes del mundo.

Sé también lo peligroso que es criticar a figura tan destacada del periodismo, pero no me queda más remedio que hacerlo ahora, no sólo porque me sienta impersonalmente aludido por un reciente comentario suyo, sino porque creo necesario insistir en una cuestión de importancia en la actual coyuntura internacional. Tanto más cuanto que estos días se reúnen en Madrid especialistas destacados y dirigentes políticos de muchos países para analizar a fondo el fenómeno terrorista.

Escribía Alfonso Rojo el pasado miércoles 2 de marzo en ABC sobre la aplicación del adjetivo «terrorista». No es fácil utilizar la palabra terrorismo y sus derivados, por muchas razones: quizá la principal sea la inexistencia de una definición de validez universal para ese concepto. A pesar de los esfuerzos que en Naciones Unidas se hacen con tal fin, grandes son las dificultades para hallar consenso en cuestión tan crítica, lo que probablemente deslucirá bastante ese empeño. Desde la misma Casa Blanca se ha llamado luchadores por la libertad a los que otros consideraban terroristas cuyos sanguinarios efectos sufrían. No parece que sea fácil encontrar puntos de acuerdo mientras tácitamente se acepte por los gobiernos de las principales potencias, como de hecho ocurre, la existencia de terroristas buenos, que son los que defienden «nuestras ideas», aunque lo hagan con métodos poco presentables, y terroristas malos, que son todos los demás con cuyos fines no se está de acuerdo.

Concluía así el comentario de A. Rojo: «Es hasta comprensible que, en el ardor del rifirrafe político montado durante los últimos meses de la presidencia de Aznar, hubiera desubicados que equiparaban las carnicerías de Iraq con las hazañas y tropelías de los guerrilleros españoles contra las tropas napoleónicas, pero ha llegado el momento de poner los pies en el suelo». Pues bien, a tenor de lo que hace ya tiempo vengo tratando sobre esta cuestión, creo que cumplo plenamente las condiciones para ser tenido por desubicado, sea cual sea el significado que el autor dé a la expresión.

He intentado explorar, con mayor o menor éxito, la imprecisa frontera que separa al simple terrorista del que lucha por la libertad de su pueblo y de su tierra. He buscado algunos ejemplos en la Historia para iluminar esa ambigua gama de violencia que forman la guerra, la guerrilla y el terrorismo. He reflexionado también sobre los casos de terrorismo puro y duro, como el que arroja una bomba en un teatro de ópera -por considerar nefasta a la burguesía que ocupa sus palcos- o los que asaltan un colegio y toman como rehenes a los alumnos, para reivindicar la libertad de una nación oprimida. He comprobado la existencia de antiguos luchadores por la libertad convertidos luego en simples rufianes pistoleros, arrastrados por la inercia del más vulgar bandolerismo. También la de quienes sacrifican sus vidas -y las de otras personas, inocentes o culpables, según ellos, en diversos grados- en virtud de una táctica que no siempre se alcanza a comprender. Todo esto son fenómenos sociológicamente bien estudiados, sobre los que poco nuevo puede añadirse.

De ahí que me resulte difícil «poner los pies en el suelo», según aconseja Rojo a los que así pensamos, y siga encontrando un abrumador parecido entre los guerrilleros españoles de comienzos del XIX -los que dieron origen al vocablo, aunque no fueran los primeros combatientes irregulares de la Historia- y los insurgentes iraquíes de principios del XXI. Aquellos cuyos brutales hechos grabó Goya y los que ahora contribuyen a teñir de sangre los noticieros televisados.

Los de mi generación fuimos enseñados a admirar a aquellos feroces desharrapados, conducidos a veces por impresentables clérigos ultramontanos, que salvaban el honor nacional frente a la ignominia del ateo invasor francés («Oigo, patria, tu aflicción…»). También leíamos unos libros de cuentos bendecidos por la censura religiosa (con el habitual imprimatur firmado por un eclesiástico) que enaltecían a los que a bombazos luchaban por liberar a la católica Irlanda del protestante opresor inglés, tras la Primera Guerra Mundial. Se nos ocultaba, en el primer caso, que fue el Ejército inglés del duque de Wellington el que de verdad expulsó a Napoleón de España y, en el segundo, que los admirables terroristas católicos no se paraban en barras para conseguir por la fuerza la independencia de su país. En ambos casos, la religión tuvo mucho que ver con la violencia desplegada y, en relación con lo aquí comentado, contribuyó a caracterizarla como «terrorismo bueno». Pero otros factores pueden producir también el mismo efecto, sobre todo la promoción de los intereses nacionales de cada país, como viene sucediendo en estos tiempos.

Es cierto que hay que estudiar a fondo el terrorismo, para poder combatirlo mejor. Pero, aun a riesgo de ser tildado de «desubicado», insisto en que no se pueden ignorar los antecedentes históricos y que hemos de seguir rechazando la manipulación que se hace de esa mitificada palabra para confundir a la opinión pública y hacerle apoyar las más aberrantes aventuras antiterroristas que imagine el iluminado de turno. Sería deseable que, a impulsos de ese antiterrorismo hoy tan de moda, no se cometan errores parecidos a los que perpetró aquel anticomunismo visceral y primitivo de los pasados decenios, cuyos efectos sufren todavía muchos pueblos del planeta.