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Maquiavelo y Gramsci. Notas sobre la política, el Partido y el estado moderno.

Fuentes: Rebelión

«Si se pudiera cambiar de naturaleza como cambian los tiempos y las cosas, no se variaría de fortuna»Nicolás Maquiavelo, «El Príncipe».IntroducciónLa reflexión sobre «la construcción del Partido» hoy en día tiene especial importancia. Sobre todo si se toma en cuenta que los movimientos sociales, mediante un proceso intervencionista liderado por los Estados Unidos, fueron desmantelados […]

«Si se pudiera cambiar de naturaleza como cambian los tiempos y las cosas, no se variaría de fortuna»

Nicolás Maquiavelo, «El Príncipe».


Introducción

La reflexión sobre «la construcción del Partido» hoy en día tiene especial importancia. Sobre todo si se toma en cuenta que los movimientos sociales, mediante un proceso intervencionista liderado por los Estados Unidos, fueron desmantelados en largas (y también cortas) dictaduras sangrientas destinadas a desarticular los proyectos sociales con mira a la justicia social antiimperialista. Este trabajo toma prestado, de alguna manera, el título que dio el insigne filósofo-pensador-revolucionario italiano a un largo fragmento de sus «Quaderni dal Carcele» para referirse a un cúmulo de preguntas y conclusiones acerca de el problema fundamental de la hegemonía, la política, la sociedad civil y el Partido.

Sobre Maquiavelo

Maquiavelo es en nuestros días una «trampa del lenguaje», relacionada inmediatamente con «lo maquiavélico», lo antimoral. Así por lo menos lo señalan los aparentemente «imparciales» y «objetivos» libros de historia, y más todavía los libros educativos promovidos por los centros de enseñanza. Un estudio del profesor Eduardo Grüner, asocia esto con el hecho de que Maquiavelo, ubicado entre aquellos escritores sombríos de los albores de la sociedad burguesa, ha querido ser negado por aquellos que precisamente le utilizaron sin cesar, le inspiraron y le asueldaron. Maquiavelo sería, según la visión de Grüner, demasiado «ético» para una burguesía que ve la moral en otro mundo, como un imperativo divino, pero en el marco de un cinismo infinitamente más «inmoral» que la sinceridad con la que el florentino plantea las cosas.

Maquiavelo, en el formidable «Príncipe» veía la política como una forma de dominación; su libro viene a demostrar que la política no es mas (y no puede ser más) que eso, la ciencia de las condiciones de dominación y coerción de una clase o casta social, por sobre sus subalternos (súbditos). En «El Príncipe» aparecen analizados los problemas relacionados con la política con una sencillez y al mismo tiempo genialidad formidables en su época; la política analizada desde el punto de vista del concenso, de su relación con el «poder espiritual», de la destrucción de los estados etc.

En sus reflexiones sobre la «fortuna y la virtú» o sobre los principados adquiridos por suerte o por talento, Maquiavelo desarrolla así una serie de postulados esenciales coercitivos, relacionados con la tarea que tiene cualquier Príncipe de la época; aumentar sus esferas de dominación. Las ideas de Maquiavelo (relacionadas con la necesidad de unificar italia frente al dominio papal) tienen estrecha vinculación con el problema, en general, del poder y de las alianzas de poder (tropas mixtas y auxiliares, p.e.) entendidas como estratégicas. Pero el Príncipe, en tanto figura ideal del individuo inteligente, no debe solamente abocarse a las campañas aventureras o a las innovaciones (siempre peligrosas, según Maquiavelo), sino más que nada a preparar las condiciones, de manera constante y previsoria, en las cuales las iniciativas del reinado no puedan ser obstaculizadas por fuerzas exteriores o revueltas interiores.

Maquiavelo pasa así a desglosar una serie de temas que cobran vigencia en la moderna sociedad capitalista; el problema de la centralización de los estados, o sea, de los peligros que enfrenta un estado descentralizado (Francia) y un estado demasiado centralizado (Turquía); el problema de el pueblo y la nobleza, «siendo los propósitos del pueblo más honrados que los de la nobleza»; el problema de la ocupación extranjera y la solución de esta misma ocupación en relación al Príncipe «temido y amado», pero ante todo, hábil en el arte de convencer a sus súbditos, entre muchos otros.

El florentino tenía también muy en claro que la cuestión de «cómo se llega al poder» no es la fuente de legitimidad del Príncipe, puesto que el poder dominador-coercitivo (típicamente medieval) es de por si ilegítimo. Para Maquiavelo lo fundamental era cómo se mantiene dicho poder, ya sea obtenido mediante crímenes, fortuna, virtud o herencia, y en esto conjugaba una serie de conceptos de la época, que cobran especial capacidad de análisis en los tiempos hegemónicos actuales; concenso, pasividad, religión. De ellos el más importante – y novedoso en cierto sentido – es el de las costumbres, que también han de ser tomadas en cuentas si se quiere gobernar de manera correcta; la lengua, la tradición y las ideas espirituales del pueblo.

Se podrá decir que Maquiavelo es un anticipado a su época; tal como lo señala Grüner, su concepción es una «modernísima, casi diríamos, protomarxista y protofocaultiana noción del poder como una relación social y un dispositivo de interpelación ideológica generador de hegemonía (…) antes que como una institución estática destinada a «representar» los intereses «generales»» (énfasis en el original). Hijo de su época, pero para el nacimiento de una nueva época, Maquiavelo tiene el mérito de habernos planteado el camino del poder como el camino de la dominación hegemónica de un grupo social (y no como la ciencia de «representación del interés general» que pretende la burguesía). Gramsci más tarde retomaría lo maquiavélico como centro de reflexión política, esencialmente relacional y sistémica, es decir, dialéctica.

El «maquiavelismo» engelsiano y su influencia en la teoría marxista de la política.

Partiremos aquí del hecho, ya estudiado por Atilio Boron en «Tras el Búho de Minerva», de que no se puede hablar de una teoría política marxista, sino de una teoría marxista de la política. Al contrario de lo que afirmó en su tiempo Norberto Bobbio, teórico de las «superestructuras» por exelencia, y europeísta-gramsciano pedante, pensamos que si existe antes de Gramsci un relativo desarrollo de nociones políticas por parte de Marx y Engels, y que, el desarrollo de estas nociones (como señaló Althusser) está precedido en cierto modo por los estudios de Maquiavelo.

Mientras que la perspectiva filosófica engelsiana es mucho más estrecha en comparación a Marx, y le difiere en amplios sentidos, sobre todo relacionados con la centralidad dialéctica de la «praxis» humana emancipatoria y constructiva, es en la teoría política donde debemos reconocer que Engels superó a Marx, desarrollando amplios sentidos que el filósofo de Tréveris no pensó, debido quizás a la interrupción de su vida política en medio de un reordenamiento de la relación entre el Capital y el Estado. Engels vivió más para captar la naturaleza auto-reproductiva, o en palabras de los mismos teóricos integrales del stablishment social, la existencia de «una constante mutación del régimen de acumulación» para asumir una nueva relación entre la «democracia y el estado» y el regimen de acumulación, de por si antidemocrático y exclusivista. Es la «maleabilidad» de la naturaleza humana de la cual nos hablaba Maquiavelo, cuando recién empezaban a darse los primeros círculos de acumul ación capitalista.

Mientras que en los escritos previos a la muerte de Marx aparecen un tanto simplificadas las formas políticas que asume la transformación socialista bajo el rótulo de «dictadura del proletariado» (que no es otra cosa que dominación del proletariado democráticamente y absorviendo al Estado en si mismo), en el viejo Engels aparecen ya algunos contornos claros de lo que debía ser el proceder político-social del proletariado alemán y europeo, así como en relación con las colonias (sabemos lo anticipado que fue Engels en muchos problemas, como el medioambiental, la cuestión de género y la lucha contra el reformismo y cretinismo parlamentario).

Distingamos pues, algunos elementos centrales de ambas etapas. Digamos también que el discernimiento de etapas en el desarrollo de la teoría marxista de la política está orientada exclusivamente en un sentido metodológico,y no en hacer separaciones esquizofrénicas sobre un «Marx» totalmente distinto a Engels, del tipo althusseriano-soviético, respecto a Marx, del «Marx maduro y científico» y el «Marx humanista de la primera época».

En Marx se desarrollan dos elementos que queremos resaltar aquí como la primera etapa en la teoría política suya, de Engels y retomada y desarrollada por Lenin (más tarde volveremos sobre esto). El primero de ellos es el antiestatismo «central en la teoría marxiana», parafraseando a Jorge Luis Acanda. No es el antiestatismo metafísico y antidialéctico del anarquismo, sino un antiestatismo político en el sentido crítico y dialéctico de las condiciones de su «extinción» con miras a la sociedad a-estado comunista, o sea, un antiestatismo maquiavélico en Marx. En la «Crítica de la filosofía hegeliana del derecho» (de la cual solo se alcanzó a ver su Introducción), el Estado es visto como un ente coercitivo, y bajo ninguna circunstancia como la ‘entidad’ de reconciliación del hombre público con el hombre privado burgués (sociedad civil), o, en términos hegelianos, como un «poder objetivo» sin el cual el individuo no se concibe, y en el que el mismo se realiza en el trágico proces o de alienación y objetivación de desenvolvimiento del «espírituo absoluto».

Cabe destacar el hecho de que no es el anarquismo bakuniniano, sino el estatismo lasalleano el principal enemigo teórico de Marx. A él reprochó una «fe servil en el estado», heredada de las concepcines estadocéntricas y místicas hegelianas por parte de Lasalle, y que no son más que una «superstición democrática». Esto debe ser tomado en cuenta como más que un contraste con el marxismo estadólatra difundido años más tarde en la Unión Soviética.

El segundo elemento a destacar es la noción social de empoderamiento «Dictadura del proletariado». En la Crítica al Programa de Gotha leemos que «Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transcición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado» (énfasis en el original). La forma política que adquiere el estado en el «período de transición», es decir, la Dictadura del Proletariado, se encuentra relacionada con las reflexiones desprendidas de la experiencias revolucionarias de la lucha de clases en Francia, que apuntaban a que ya no se debía limitar, el proletariado, a marchar en alianza de clases para conquistar la maquinaria estatal, sino también a «destruirla» a través de un período de dominación, o sea, dictadura revolucionaria. El intelectual brasileño Marcos del Roio ha enfatizado al respe cto que esta noción política refiere a una «temporal concentración del poder político» cuyo objetivo era desbaratar la resistencia burguesa al nuevo orden. En su introducción a la «Lucha de Clases en Francia», Federico Engels recalca la necesidad de que el proletariado «tome» el estado e instaure un gobierno verdaderamente democrático; ubicó el reflejo de este modelo de Estado socialista en la Comuna de París; «Últimamente – dice Engels -, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber que faz presenta esta dictadura?. Mirad a la comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!».

Todo esto, en suma, es concebido de tal manera que «La clase obrera, para poder luchar, (tenga) que organizarse como clase en su propio país (…) En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el Manifiesto Comunista por su forma» (Atilio Boron, op. Cit).

Engels, con la «visión integradora y multifacética de lo social» que caracteriza al marxismo en tanto corpus teórico general, o, con términos de Lúkacs «desde el punto de vista de la totalidad», es el primero en avanzar muy preclaramente hacia una teoría marxista de la política integrada, crítica. La separación entre mercado y democracia, acaecida después de la revolución francesa, tiene como consecuencia la autonomía relativa de lo político, y con ello de la clase política, que no se esmera en más que en «facilitar el funcionamiento de el mercado y asegurar la estabilidad del sistema económico capitalista», hecho al que hoy, sibilinamente, los intelectuales orgánicos del neoliberalismo denominan bajo el concepto de «gobernance» o gobernabilidad. Esta formulación racional-instrumentalista del Estado, permiete a la clase dominante establecer su dominio sobre mejores bases.

Como fruto de un lado, de la presión de masas, aparece en el escenario social una apertura relativa de los espacios democráticos; «las instituciones estatales – dice Engels – en las que se organiza la dominación de la burguesía ofrecen neuvas posibilidades a la clase obrera para luchar contra esas mismas instituciones». Ya en 1880 Marx había sugerido en el sufragio universal un instrumento de emancipación, pero será a Engels a quien definitivamente le toque juzgar a este modelo institucional burgués como «espacio vacío» en la estructura de la democracia capitalista moderna.

Pero el balance positivo de las instituciones políticas burguesas, entendidas como herramientas emancipatorias, o más bien, herramientas de dominación y contradominación, no se puede separar del concepto de acumulación de fuerzas, surgido en Engels y que más tarde sería el centro conceptual y metodológico de la teoría política de Antonio Gramsci (como hegemonía). De esa manera, Engels articula una estrategia política maquiavélica. A fines del siglo XIX, cuando las ilusiones políticas basadas en reminiscencias de la revolución francesa, habían desaparecido, y con ello toda esperanza de un tránsito revolucionario rápido y de gope, esta estrategia política de acumulación, respondía a la necesidad de «avanzar lentamente, de posición en posición, en una lucha dura, tenaz», y la imposibilidad de «atacar a la burguesía por sorpresa»; «los socialistas – dice Engels – deberían prepararse para conquistar la conciencia de los sectores populares» y «afianzar la gravitación de las fue rzas socialistas» hasta que se conviertan en una «potencia decisiva».

En este contexto (histórico, como hemos demostrado) el sufragio y la revolución «no son realidades excluyentes, sino procesos convergentes», dice con razón Boron. Sin embargo, debemos reconocer y entender, para no caer en un reformismo parlamentario «cretinista», que Engels nunca cuestionó la revolución en tanto choque violento, que se da en determinado momento del proceso de acumulación de fuerzas. Es más; Engels, ante la amenaza de ser presentado como un «parlamentarista a toda costa», envía una carta a la socialdemocracia reformista diciendo que «sentía verguenza» de las tergiversaciones que se hacían de su pensamiento político. El amigo de Marx nunca predicó un bernsteiniano tránsito «imperceptible» del capitalismo al socialismo. El aporte de Engels, cristalizado años más tarde en el «insigne sardo» Antonio Gramsci, es muy grande, y el desprecio suscitado por los círculos intelectuales ‘de izquierda’, tan vergonzoso como uno de sus más pedantes críticos; Regis Debray.

Maquiavelo y «los maquiavélicos» rusos.

Decíamos entonces que el término maquiavélico fue transformado, con el paso del tiempo, en una «trampa del lenguaje», introyectada en el sentido común como sinónimo de despecho, insensibilidad social y política; el nombre de Maquiavelo arrojado al tarro de la basura de la historia por separar la «política» de la «ética» y la «moral». «Maquiavelo postuló una separación insalvable entre la moral y la política» señalan los estudiosos burgueses al unísono. Pero tal como hemos referido más arriba, Maquiavelo no postula una «insalvable separación» sino una unificación en el sentido, genial, de que la política es de por si «inmoral» si se entiende moral únicamente como el conjunto de valores metafísicos por encima de la historia del hombre, y que por lo tanto la moralidad de la política reside en su propia extinción como actividad humana.

En este contexto, o línea de interpretación, el maquiavelismo es una actividad relacionada no tan sólo con las condiciones y posibilidades de acumulación de poder, sino también con las condiciones necesarias para la disolución del poder (político). A ello llamaremos, si se quiere, el maquiavelismo socialista; negación dialéctica del maquiavelismo, en todo caso, que tiene como objetivo la negación de Maquiavelo con Maquiavelo.

Trotski y Lenin constituyen ejemplares de este tipo particular de interpretación maquiavélica. En cuanto a Lenin, su interpretación del Partido es bastante objetiva y estratégica, además de previsoria. Así como la interpretación de Maquiavelo apuntaba a «estar siempre preparado» para la guerra, estudiando el arte de la misma en los tiempos de paz, Lenin consentía en la idea de un Partido organizado a través de una disciplina democrático-jerárquica en función del poder político como objetivo. En «¿Qué hacer?» esta línea es clara, y seguiría siendo sostenida más tarde como la «concepción leninista de Partido», aunque ello incluya, en un sentido integral, muchas otras concepciones referente a la integración de los militantes, los límites del izquierdismo y del derechismo político.

Lo que ha dado gusto en llamarse (p.e. Michael Löwy) ‘jacobinismo’ leninista, está directamente relacionado con una necesidad histórica del proletariado; el paso de «clase en sí» a «clase para sí» que lo conduce hacia el socialismo. Lenin, al retomar la tesis kautskiana según la cual el proletariado de por si posee una conciencia economicista, insuficiente para el triunfo revolucionario, desarrolla y profundiza su teoría de Partido. Podríamos decir que la línea divisoria que traza en «Qué Hacer» entre «el Partido» y «la clase» constituye el punto de partida para una idea general del Partido-Príncipe, en cuanto este debe dirigir hacia la revolución social a la clase-sujeto y a los aliados estratégicos. Si se toma en relación con el marxismo en su conjunto, se tienen en cuenta las condiciones histórico-sociales bajo las que nació el concepto de Partido revolucionario en Lenin, resulta absolutamente útil en nuestros días. Pero si, en cambio, tomamos la idea leninista de Partido -vanguardia como una panacea, una cosa autónoma tanto de la historia como del pensamiento en general, es decir, como una «sustancia» y solución a priori de los problemas sociales, puede resultar de ello una concepción vulgarizada como la única condición, junto con el proletariado industrial, que pueden conducir hacia la utopía comunista. Así es como se pudo observar en América Latina, sobre todo en las afiebradas concepciones trotskistas argentinas (ERP, MAS etc.).

La dialéctica del «fin y los medios» es muy clara en la concepción leninista, siendo traducida, por lo general (no sin exageraciones simplistas o estructuralistas, como en el caso de la teórica chilena Marta Harnecker) como «Estrategia y Táctica». En Lenin el Partido no es tan sólo un representante del grupo social en la «superestructura» (por ejemplo, en los espacios parlamentarios) sino un conjunto militante estructurado en base a la comunicación «comité central-bases» que busca la toma del poder político y así mismo, la construcción de la nueva sociedad una vez logrado dicho objetivo.

El nacimiento de la concepción leninista de Partido y el concepto de estrategia y táctica que va ligado a él, así como de la estructura leninista de Partido (que, de el todo conceptual podría ser lo más criticable, e incluso superable) marcan la aparición del comunismo político entendido como el comunismo «de Partido» revolucionario.

Trotski sería (y en reconocimiento directo de Maquiavelo) el mayor defensor de la estructuración leninista de Partido después de la muerte de Lenin; la idea del Partido internacional constituyó la «base utópica» de la doctrina trotskista, y ello es constatable en el comportamiento histórico de sus seguidores. No es aquí nuestro objetivo hacer un resumen sobre la concepción leninista de Partido, ni menos aun un resumen histórico de cómo se dio esta concepción leninista y qué forma adquirió el leninismo socio-político posterior a la muerte de Lenin. La idea es poder señalar algunos puntos-clave que conectan o «traducen» a Maquiavelo en Lenin y Trotski, y los posteriores maquiavélicos inspirados en ellos.

Trotski mantiene esta idea de «El Partido» como «núcleo, guía y realizador de la revolución» (Michael Löwy) – Príncipe – ; y su condición es ser un Partido ideológico e internacionalista. Liev Dadidovich confronta a las posiciones espontáneas del movimiento obrero (Rosa Luxemburgo) y a las posiciones ultra-vanguardistas (el izquierdismo infantil) afianzando la idea del Partido que no se detiene en una fase de la revolución, sino que avanza decididamente hacia el socialismo. Sin embargo en algunos aspectos (sobre todo notables en la «Historia de la Revolución Rusa») su desprecio por las capacidades revolucionarias del campesinado es manifiesto. En él, podríamos concluir, hay una tensión entre el revolucionario dialéctico y el revolucionario ortodoxo, tensión que es más notoria aun en el plano filosófico. Sin embargo, tal como ha señalado Néstor Kohan, a los políticos no se les mide con la vara de la filosofía, sino con la dialéctica de la política; por que esta es su verdader a filosofía.

Si bien en la teoría política leninista ya se constata una clara orientación maquiavélica, flexible según la necesidad del momento (hecho al que Maquiavelo se refería como «la condición de los tiempos»), y que prevee, en cierta medida, el advenimiento de la revolución no como una «semilla que cae de los árboles» (es decir, no como un advenimiento escatológico asentado en la ‘naturaleza misma de las cosas’), sino como fruto de la actividad creador-revolucionaria de los hombres, sin embargo es en la política real, en la práctica política leninista (y en la orientación que Lenin impregna al Partido bolchevique) donde más es notorio un maquiavelismo social claro, y además, genial.

Queremos concluir en que la doctrina marxista-leninista (léase sin asociar al pretendido marxismo-leninismo soviético) es maquiavélica por que; (1) reconoce la dialéctica del fin y los medios como sustrato especial en la teoría política (2) pretende articular a un Partido-Príncipe a favor de establecer la dominación y transformación de la sociedad por medios políticos táctico-flexibles.

El Partido en Gramsci

Primero que nada, habremos de referirnos al hecho de que Gramsci, en su imaginario social compuesto, concebía las cosas más o menos como Maquiavelo, es decir, como una lucha entre fracciones o grupos sociales que buscaban dominar el conjunto social. Frente a eso, la dialéctica del «fin y los medios» (racionalidad instrumental y racionalidad material), resulta el elemento central de la reflexión estratégica acerca de cómo un Partido (de la clase obrera) puede conquistar la hegemonía. De esta manera hay una conexión Engels-Gramsci inignorable.

No queremos aquí hacer una separación del Gramsci «político» y del Gramsci «filósofo», por que hay una unidad indisoluble entre ambos momentos del pensamiento del italiano. Pero es debido reconocer que en el Gramsci «pre-cárcel» hay una alta presencia del fenómeno de la ‘bolchevización’ que le es contemporáneo. Así se observa en su lucha contra el maximalismo pequeñoburgués, máxima expresión del economicismo de derecha en Italia, en donde Gramsci contrapone el pensamiento leninista al pensamiento burgués «irreconciliable con el marxismo». Gramsci toma en cuenta que «La historia del Partido Bolchevique Ruso nos enseña cómo hay que luchar contra las desviaciones de derecha e izquierda» para combatir a las posiciones voluntaristas del movimiento socialista italiano.

Pero la fe en la voluntad del Partido organizado, la lucha contra el reformismo italiano, la organización del Partido mismo, su lucha contra el antiparlamentarismo o «izquierdismo autóctono» (basándose en las tesis de Lenin), todos dichos factores, no son los únicos elementos que caractericen al Gramsci pre-cárcel. La acción y práctica política de el pensador italiano, se orienta también hacia la necesidad de estudiar y adquirir conocimiento de «la filosofía de la clase obrera», es decir, el marxismo. En este sentido es que Gramsci promueve varias actividades cuyo fin era elevar el nivel teórico de los militantes del PCI. Gramsci se enfrenta, a través de sus iniciativas (entre las que destacan la Escuela por Correspondencia) a la línea oficial de los comunistas y al así llamado «maximalismo» que veían en la revolución un acto mecánico, directamente emanado de las crisis y la miseria humana.

Es en este período al cual nos estamos refiriendo, que se desarrolla la idea genial del Partido como un «moderno príncipe», o Partido-dirigente maquiavélico. La oposición al espontaneísmo de Rosa Luxemburgo es un elemento necesario de la conformación de esta noción teórica. El Partido, sin embargo, si bien es un ente centralizado, corre el peligro de caer en las garras del «centralismo burocrático».

Pese a todo el avance que significa esta etapa político en Gramsci, es en la Cárcel donde sus reflexiones alcanzarían el mayor grado de productividad teórica y filosófica. Hay que considerar que en éste período, su marxismo se desarrolla en polémica (a través de su oposición al mecanicismo de Bujarin) con una idea metafísica, positivista y pretendidamente científica del marxismo. A este marxismo apriorístico y metafísico Gramsci opone su «humanismo absoluto» historicista.

Los conceptos que guían las reflexiones de Gramsci en la cárcel son los de hegemonía, sociedad civil y Estado. Gramsci hace un análisis histórico, social y filosófico de las ideas centrales que guiaron al pensamiento político italiano, y con un detalle similar al de Maquiavelo, logra articular una teoría marxista de la política. El camino a través del cual la «clase dirigente» deviene «clase dominante» es del que Gramsci se ocupa en muchos de sus pasajes, cada uno de los cuales implica un nuevo cuestionamiento. La conquista de la hegemonía en el seno de la sociedad civil, entendida esta como un conjunto de instituciones a través de las cuales la burguesía ejerce su hegemonía, pero a la vez la clase-sujeto disputa esta hegemonía, es un proceso a través del cual el proletariado debe transformarse en la clase social que, a través de su dictadura de paso a al ‘sociedad regulada’. «El elemento estado-coerción – dice Gramsci – se puede considerar agotado a medida que se afirman el ementos cada vez más conspicuos de sociedad regulada (o estado ético o sociedad civil)» dice Gramsci. La fase de la así llamada dictadura del proletariado deberá pasar a una nueva «libertad orgánica» donde desaparezca el estado, el gobierno y la sociedad civil como tales.

Este proceso está liderado por el Partido, es cierto, pero no puede ser antidemocrático; todo lo contrario. En una de sus reflexiones, Gramsci nos habla de que el Partido debe ser igual que una orquesta; al ensayar quizás no todos sus instrumentos son armoniosos e iguales, pero al concluir su ensayo (discusión, conflicto) debería darse paso a una armonía partidaria interna.

Los elementos que regulan la actividad del Partido, y que lo conforman, para Gramsci son tres; (1) un «elemento indefinido», que es la masa activa y no simplemente «de maniobra» ocupada en la prédica moral «con estímulos sentimentales, con mesiánicos mitos de espera de épocas fabulosas, en las cuales todas las contradicciones y miserias serán automáticamente resueltas y curadas». (2) El «elemento de cohesión principal» es decir, dotado de «una potente fuerza (…) que centraliza, disciplina, y sin duda a causa de esto, está dotado igualmente, de inventiva», Gramsci resume este elemento en la metáfora de los capitanes; «un ejército ya existente será destruido si le llegasen a faltar los capitanes, mientras que la existencia de un grupo de capitanes, acordes entre si, con fines comunes, no tarda en formar un ejército aun donde no existe». (3) Un elemento «intermedio» que articula el primero y el segundo, que los pone en un contacto no sólo físicio «sino moral e intelectual».

El Partido no debe ser un ente pasivo, sino que debe estar «estudiando la guerra en tiempos de paz», tal como Maquiavelo lo exigiera en su modelo-príncipe. Así mismo, debe hacer distinción correcta entre los fenómenos «ocasionales y orgánicos»; los primeros dan lugar a una «crítica histórico social que se dirige a los grandes agrupamientos», y los segundos son «fenómenos de coyuntura»; «ocasionales, inmediatos, casi accidentales». Este tipo de análisis, o distinción, debe ser aplicada no tan sólo en aquellos momentos donde se verifica un asenso en el movimiento popular (donde los movimientos pasan por orgánicos, siendo en realidad ocasionales), sino también en donde «se verifica un desarrollo regresivo o de crisis aguda». El vínculo dialéctico entre estos dos «enunciados metodológicos» «puede encontrarse – afirma Gramsci – en la fórmula política-histórica de revolución permanente». (De tal manera también sería planteado el problema por Trotski, en su «Programa de Transición» .)

Mientras que en la sociología términos como Partido, política devienen «sinónimo de política parlamentaria o pandillas personales» para Gramsci es un fenómeno político aun aquel que no lo sea en un «sentido estricto». «Un Partido – dice Gramsci – es tal cuando es concebido, organizado y dirigido de manera que le permita desarrollarse integralmente y transformarse de un estado en una concepción del mundo». Para Gramsci, entonces, un Partido no es tan sólo una colectividad política que participa de la actividad superestructural y parlamentaria, sino toda organización o fracción que sirva a determinados intereses político y aun económicos. De esta manera, concluye Gramsci, en que la prensa burguesa no es de ninguna manera «imparcial» y que «se llama a si misma apolítica» sino que es de alguna manera, una «fracción de Partido», aunque su función política sea indirecta. Gramsci hace también una crítica al anarquismo, que se presenta como un movimiento «no político» o de «acción directa» (terrorista lisa y llanamente según Gramsci), pero aun aquí el «movimiento libertario no es autónomo» sino que «vive al margen de los otros Partidos».

En esta visión dialéctica del Partido, en la cual además, la tarea «del Partido que propone la abolición de las clases» es también la tarea de abolirse a si mismo en el proceso histórico de lucha, la hegemonía es conquistada en y mediante el proceso acumulativo que lidera el «Partido-Príncipe». Hay que acotar muy resumidamente aquí que la visión política de Gramsci no hace la separación sujeto/objeto constantemente insistida por el positivismo y la ideología capitalista de un lado, y el marxismo soviético del otro, sino que concibe de manera «relacional-sistémica» (Acanda) una unión entre los distintos elementos que componen y comportan la realidad social. Así al concepto de sociedad civil burgués, según el cual este ámbito no es sino un ámbito «privado» ubicado «en el medio» de el Estado y el Mercado, Gramsci, retomando a Marx opone una idea dialéctica de sociedad civil en unión con la «sociedad política» es decir, como momento de la hegemonía o más bien, de su ejercimiento por parte de la clase dominante. La «sociedad civil» entonces es un complejo institucional en el cual los individuos, el pueblo «la masa» se encuentra, y en donde debe disputarle a las otras concepciones del mundo la posesión del «sentido común». La sociedad civil es una instancia de participación y dominación no del todo integrada es decir, que tiene aun espacios vacíos, y sirve, al igual que el Sentido Común, como espacio de disputa entre corrientes ideológicas, y el proletariado debe hacer uso tanto de estos espacios ‘vacíos’ como del buen sentido existente, negación dialéctica del sentido común heterónomo, capitalista.

La revolución en Gramsci no es un proceso mecánico. De hecho así lo afirma su dialéctica de la «guerra de movimientos» y la «guerra de posiciones» (exaltada al máximo en las ideologías burguesas de la política, o en las teorías de Norberto Bobbio). Para Gramsci no habían formulitas «del bolsillo» (Engels) que enseñen como hacer revoluciones; la cuestión nacional era fundamental en cualquier proceso, y así lo demuestran sus gestiones para exigir autonomía a la desgastada Internacional Comunista de Stalin. Debemos considerar, por último, que tal como el mismo Gramsci lo señalara, la filosofía de la praxis está en constante renovación, de tal forma que no es su teoría del Partido (que recoge, sintentiza y renueva la teoría marxista de la política) una teoría anquilosada y acabada, sino que puede sujetarse a cambios y modificaciones, es decir, es una teoría «abierta». La única condición para ser «un gramsciano consecuente» es concebir, tal como Maquiavelo «la homogeneidad e int erferencia» de los elementos que componen la sociedad, que no son sino distinciones metodológicas de una unidad orgánica, es decir, total.

El Partido hoy; ¿Partido o no-Partido?

Maquiavelo y sus sucesores tienen el mérito histórico de haber demostrado la necesidad de un «Príncipe». El Príncipe maquiavélico no es, pese a ser necesario, un Príncipe-individuo, un Príncipe-clase o un Príncipe-Partido. En una teoría en la cual no caben sujetos históricos mesiánicos y predeterminados (el marxismo), y en una sociedad francamente mutante, tanto por su economía como por sus estructuras políticas, como lo es la neoliberal, no se pueden hacer unilaterales sondeos y concluir en la necesidad de tal o cual clase o tal o cual ideología cerrada y antidialéctica como ‘previa’ al proceso revolucionario; en esta perspectiva las sociedades cuya madurez socioeconómica o social no ha dado a luz instituciones propiamente industriales, quedan fuera del proyecto revolucionario. Hoy más que nunca la necesidad recalcada por Gramsci de que cada hombre sea crítico y los principios elementales que conforman aquello que llamamos «autonomía» integradora, se hacen presentes en la r eflexión sobre ‘el partido’.

El hecho de que Maquiavelo viera la «forma» a través de la que se obtiene el poder (mediante crímenes, fortuna, civilidad o virtud) como un hecho secundario, y el mantenimiento y profundización de dicho poder como una cuestión primordial, como hemos dicho, no es fundamento para achacarle una supuesta inmoralidad política. Para cada principado hay una particularidad, es cierto, y el principado nace condicionado por la forma en que se adquiere, pero ello no significa que estén determinados en el amplio sentido, por esa forma particular que le engendra, sino que puede mantener su dominio articulando tácticamente una serie de acciones orientadas a extenderlo y asentarlo. Es la verdadera esencia de «lo político» en general, y la historia, por más cliché que resulte afirmarlo, así lo demuestra.

Pero la toma del poder político entendida en el sentido clásico, ha sufrido (o está sufriendo) modificaciones, que tienen que ver necesariamente con las modificaciones, expansiones y retraimientos que la sociedad civil ha padecido en los últimos años, como fruto de las necesidades de autorregulación y mutación del sistema capitalista. De hecho, los enfoques neo-institucionalistas predominan entre los análisis hechos por los intelectuales orgánicos del sistema capitalista globalizado, y la creación de instituciones por doquier como producto de la necesidad constante del sistema de articular «mercado» y «estado», o más bien, de minimizar el segundo en función del primero (concepto al que han recubierto de manera simbólica bajo el rótulo de ‘gobernabilidad’), así como la cosificación de la democracia, es decir, su transformación en una «institución» y ya no en un «principio» por el cual se debe regir lo humano-social, son elementos que ayudan a comprender el proceder actual del neoliberalismo en los países latinoamericanos.

Las diversas instituciones hegemónicas que el sistema capitalista ha implantado, no tienen otro fin que el de atenuar constantemente el automatismo fatal que rige a los mercados capitalistas, generando un ambiente de asistencia y cooperación que fracasa en cuanto el mercado ve en las instituciones un obstáculo (tal como ayer lo vio en el Estado, hasta que lo deshizo en un instrumento de coerción, o más bien, lo hizo retroceder a la condición de «comité de administración de los negocios conjuntos de la burguesía» enunciada por Marx en El Manifiesto) para su dominio general, o bien se manifiestan colapsos económicos diversos. La desregulación económica, el dominio brutal del mercado por sobre todas las esferas que conforman la sociedad, los criterios mercantiles que no miden el costo social del crecimiento, así como la aparición molecular de «burócratas honestos» que pilotean el capitalismo, han dado como fruto una «poliarquía» en donde «un pequeño grupo es el que realmente go bierna y la participación de las masas en la toma de decisiones se reduce a la escogencia del liderazgo en elecciones manejadas por elites que compiten» (Saldomando, el énfasis es mío, C.A.). La manifestación de la alineación política hegeliana, en donde los hombres no se sienten hombres en sus actividades políticas, sino que le son ajenas, e incluso hostiles, ha llegado a su punto cúlmine bajo la democracia neoliberal.

¿Qué democracia debemos oponer los marxistas, o las fuerzas de izquierda en general?. Una democracia, sin duda, participativa. Isabel Rauber, socióloga cubano-argentina, recientemente ha sintetizado un conjunto de planteamientos cuya pretensión es la de reconstruir la representación política en América Latina, pasando de la lógica clásica y excluyente de la clase como «instrumento» a la (dia)lógica integradora de el Partido o la organización como «instrumento» de la clase. En la sociedad civil actual (y en confrontación a ella), la democracia no puede ser otra cosa que un proceso subjetivo-colectivo de articulación de los múltiples sujetos, manteniendo su necesaria identidad, idoneidad y reflexividad crítica que los realice políticamente. El Partido «jerárquico-subordinante» (Rauber) ha pasado a la historia no por que siempre fuera malo, sino por el hecho de que hoy, dada la fuerza hegemónica, no se pueden articular movimientos sociales cuyo presupuesto sea la exclusión. La Rusia de Lenin no contaba ni con televisión, ni con manejos de ‘gobernabilidad’ sofisticados que reúnen a más de 21 intelectuales al día para discutir las condiciones bajo las cuales se garantiza el funcionamiento de la actual democracia y «no se cae en manos del populismo».

Lo que no es el ser humano es lo que debe ser en el nuevo modelo de organización sociopolítica-Príncipe, maquiavélica. Es decir, que no puede relegarse hasta después de la toma del poder la transformación de los individuos. Retomando la idea guevariana del «hombre nuevo» podríamos afirmar en este sentido que la construcción del hombre nuevo no ignora los hechos de conciencia, tal como el mismo Che lo señalara en «El hombre y el socialismo en Cuba». De ahí que la construcción del actual Partido sea un proceso «pedagógico-colectivo». En gran medida, la superación de la dicotomía clásica entre el Partido y la clase se le debe a Lúcacks, en el sentido de la abolición de la diferencia entre «jefes activos y masa pasiva». La disputa de la hegemonía en el seno de la sociedad civil debe, al mismo tiempo y con el mismo énfasis, retomar todas las reflexiones de los pensadores marxistas y aplicarlas en un contexto histórico social; contexto que no se le opone, sino que le absorve y «ni ega» dialécticamente.

Maquiavelo en cierto modo realiza un estudio acabado de las «relaciones de fuerza» al interior de un Estado y de qué manera estratégica se puede el ideal-príncipe (dominador) fiar de estas condiciones para perpetuar, fortalecer y extender su dominio. La «guerra de posiciones» apunta también a ello. En el contexto histórico actual, explicado muy escueta e incompletamente en este artículo, ya no es más necesario el ámbito del Partido en cuanto este sea un «engendrador» o se transforme en la madre del nuevo ideal-Príncipe que articula, tiende puentes en una representación política que no implica el despojo de la identidad de los actores sociales (por ejemplo de las minorías indígenas) sino su representación autonómica. ¿Qué queremos decir con el concepto ‘autonómico’ que viene muy bien a todas las reflexiones contenidas aquí?; a que el proyecto no puede prescindir de el elemento contrahegemónico, y a que esa contrahegemonía ejercida desde la base y los actores sociales, no pued e ser sin una autonomía integradora, reflexiva, conflictiva y crítica.

Si la construcción del socialismo es un proceso no tan sólo político, o económico, sino ante todo «social» (Marx, Miseria de la Filosofía) debe ser una construcción desde ahora. La autonomía integradora apunta precisamente, al hecho de que las entidades políticas contrahegemónicas, que no pueden reducirse a los Partidos políticos de izquierda, deben integrar a los demás sujetos sociales disputándole la hegemonía y el sentido común hipnótico al capitalismo neoliberal con sus instituciones y sus ‘imparciales’ medios de prensa; y en este proceso de «guerra de posiciones», construir «micro proyecciones» del socialismo.

En resumen, el Partido-Príncipe de hoy no debe reducirse a ser simple vanguardia jerárquica, separada de la totalidad social a la cual pertenece y opuesta ella, en el sentido de que le despoja de su reivindicación esencial; la democracia participativa y articuladora. El Partido-Príncipe hoy debe orientar la construcción de esta gran utopía político-social que es la construcción del poder contra-hegemónico. Y en este sentido debemos insistir que, en el contexto histórico actual, y en los esquemas sociales, subsociales, excluyentes y marginales que caracterizan la participación en la democracia restringida (neoliberal), el poder no es algo que ‘se tome’ de manera sorpresiva (ya Engels insistía en la imposibilidad, en su época, de volver a efectuar revoluciones del tipo de 1789, que tomen por ‘sorpresa’ a la clase dominante), sino que es algo que, ante todo, se construye.

En palabras de Marcos del Roio, (a mi entender) el Partido de hoy debe aspirar el levantamiento de «espacios públicos libertarios socialistas entrecruzados y sobrepuestos, en los cuales se robustezca una subjetividad antagónica al orden»; o sea, una subjetividad que reconozca la identidad, el género, los condicionantes, en fin «transversales» a lo político, como identidades legítimas en el sentido de que conforman también espacios del imaginario social en los cuales el sujeto social se reconoce y se reivindica. De otra manera no son entendibles procesos como el liderado por el MAS boliviano, o el EZLN, en México. Tal como ayer el marxismo de Lenin, Gramsci y el Che llamó a ampliar los espacios «liberados», o en otras palabras, a construir el contrapoder, hoy la cuestión del poder-paralelo es el momento más importante para la teoría política marxista.


Bibliografía Empleada:

Revista Marx Ahora Nº 12, 2001. Editorial Ciencias Sociales, La Habana.

Eduardo Grüner: «La astucia del zorro y la fuerza del León. Maquiavelo, entre la verdad de la política y la política de la verdad» en «La filosofía política Clásica, compilación de Atilio A. Boron».

Antonio Gramsci: – Notas sobre Maquiavelo, la política y el Estado Moderno (Lecturas de Filosofía, Universidad de la Habana)- Escritos Políticos, Fondo de Cultura económica.-

El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Crocce, Editorial Lautaro, Buenos Aires, 1968

Lenin: – Qué hacer.- El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo. – Discurso en el VII congreso del POSDR- Carta al CC del PB En «Obras Escogidas, Editorial Progreso. Moscú».

Trotski: Nuestras diferencias. Sobre los izquierdistas en general y los incurables en particular. Escritos sobre la Revolución Permanente. CEIP. Buenos Aires.

Jorge Luis Acanda: Sociedad Civil y Hegemon ía. Centro de Investigación Juan Marinello, La Habana, Cuba

Atilio Boron. «Tras el Búho de Minerva», Editorial de Ciencias Sociales; La Habana.

Rauber, Isabel. «Movimientos sociales y representación política», Edi

Ángel Saldomando: Gobernabilidad. Entre la democriacia y el Mercado. Programa de Gobernabilidad de COSUDE.

Nicolás Maquiavelo, «El Príncipe», Editorial Ercilla. Santiago de Chile.