La última en la lista se llama Lolita Flores. Fue a La Habana, recibió un Premio Especial por la carrera de su familia de músicos, dio un concierto en el Carlos Marx, se halaga por compartir escena con Omara Portuondo, se emociona, enorgullece, se siente con un sueño cumplido y lo dice a los cuatro […]
La última en la lista se llama Lolita Flores. Fue a La Habana, recibió un Premio Especial por la carrera de su familia de músicos, dio un concierto en el Carlos Marx, se halaga por compartir escena con Omara Portuondo, se emociona, enorgullece, se siente con un sueño cumplido y lo dice a los cuatro vientos.
Ella, junto a Rocío Jurado, había sido la gran protagonista, en los 80, de un relativo destape femenino donde poco importaba que el hombre con quien querías acostarte fuera el novio de tu mejor amiga o que rodaras en brazos de cualquiera mientras se continuaba amando al de toda la vida. Con menos fuerza que la madre, más desgano, una parte la miró con reticencia por no parecerle digna sucesora de aquella; pero, igual, se hizo cotidiana, diaria, acariciada, con dos o tres cosas digeribles- «Lo voy a dividir», «Busca» – que, todavía, nadie coloca, como se merece, dentro de lo más decoroso que eso que llaman canción ligera pueda ofrecer. Luego el mundo siguió, y llegó éste y aquél, y las noticias, y el derrumbe; y el viejo y el nuevo siglo. Y Lolita reapareció. Más agrietada, con menos «aires»; pero, irremediablemente ya, con la «Lola» que por dentro le brincaba, revolcándole el gesto. Y su mirada se hizo más recia, y,su «no sé qué», auténtico. Lejos los afeites y la simulación; a tono con lo que la sangre iba pidiéndole y los años habían labrado. Y se dispuso con presteza en algún film, y exploró en la comedia de familia, y, digna, reunía cada semana a lo mejor del cante y el traqueteo para, desde la pantalla del televisor, echar en cara el feeling de la descarga al que no siempre se le prestó atención en una España que es, en todo caso, más de lo que aparece en los periódicos.
La última en la lista se llama Lolita Flores. El penúltimo, Santana. Y, entre éste y aquélla, Thalia. Son la más actual comidilla del desafuero miamense. Los apestados de turno contra quienes descargar la furibunda rabia del que no admite un paso en falso en ese camino que ellos mismos han trazado sin contar con nadie. Santana es menos que un enemigo público y Thalia se observa con recelo, aún cuando, tan modosita ella, presurosa se aclara y las culpas deposita en cierto fan que le regala algo que ella ni siquiera sabía qué es. Y los rodean; y sabotean el concierto de aquél; y condenan; y salen con pancartas; y, en las revistas, las ofensas son pocas para todo lo que quisiera decirse acerca de esos que «no respetan el dolor de un pueblo que sufre». No interesa que Santana soporte la mala versión que, del tema de Drexler, hace el más adecuado Banderas; sino que, en su camiseta, aparezca el Che. Menos que la «linda» mexicanita grite, como para no buscarse problemas, en medio de eso que ya conocemos, que ella es apolítica y que, cualquier enredillo con relación a, es sólo suerte de la casualidad. El «exilio» no juega. Con ellos las cuentas han de andarse claras. Y, «con todo el derecho» que no sé quién les ha dado, expía y acusa y borra y agrega, y admite y aprecia para, desde sus páginas, pedir explicaciones a quienes hacen lo que mejor les ha parecido. » Espero que en la gira americana que inició en la isla del Hitler caribeño, no se le ocurra visitar Miami» amenazan a la Gonzáles Flores. «Es tan asesino el que lo apoya como el que lo admira» dicen a Santana. » ¿Por qué si no conocía de la imagen que estaba en la gorra que se puso le combinaba tan bien con la ropa verdeolivo que traía?» piden aclaración a Thalia. Los mismos que luchan por la «tolerancia», los que sueñan con «una Cuba democrática y libre» en la cual «todos respeten el derecho de cada cual a pensar como mejor deseen», que hablan de «una cultura maltrecha» y «unas tradicio nes truncadas»; los mismos a quienes nada interesa, al parecer, la banalidad y el vulgarismo que corroe la cultura que, en la misma ciudad donde habitan, se hace pan cotidiano; esos, los mismos que a la Portuondo llaman «cadavérica» y a la García Caturla «una de las mujeres más feas del planeta», bien sabemos por qué, y que a la hija de La Faraona preguntan si no regresará a su país con un jinetero, como la mayoría de sus compañeras de profesión y que, cualquier movimiento, más allá de sus reglas es «otro triunfo para Fidel»; esos, los que ya tú sabes, los «macarras» de una moral que locos «por salvarnos la vida a costa de cortarnos el cuello» no son «nada si le quitas las sábanas», los que a mal hallan que, ahora, estadounidenses y cubanos se unan para rescatar el patrimonio que, en La Vigía, de Heminway queda y que se disgustan y se oponen a que, fondos del país, se usen «para restaurar propiedades en países terroristas como Cuba»; esos, los mismos, son la diana que arman y desarman cada día el futuro de una nación a la que «desean mejores cosas» a la vez que «sacarla del atraso y subdesarrollo» en que se encuentra. Son «nuestro mañana», «la posibilidad», «la esperanza», el trazado de un mundo al que consideran «más civilizado y orgánico». A ojos vista, lo que nos espera si no anduviéramos claro de por dónde anda la tozudez humana y por dónde lo auténticamente válido, lo que, en verdad, somos.
Porque hoy fue Lolita. Y ayer Santana. Y, entre este y aquel, Talhía. Y ayer otros muchos y mañana unos cuantos. Y no son más porque, en la ruta de la ignorancia, no se enteran de Rosario, o de Martirio, del Cigala, de los que protagonizan la novela brasileña de turno. Como que a Rosario la descubrieron hace un mes, y de Martirio no les suena ni el nombre; como que El Cigala es moda y Brasil no existe. Ayer fue aquel. Y hoy es esta. Y, entre los dos, aquella. Sin gota de pudor; sin las más elementales reglas de ética y educación. Borrando de cuajo lo que suponen » no políticamente correcto» como si, a la diestra y siniestra de Dios, un poder que sólo unos medios apropiados y un embarillo en que cuécense unos y otros, permítanle, les diera el derecho a erigirse en jueces supremos de lo que debe y lo que no debe ser. Y Miami está llena de quienes alguna vez, «allá», lucharon contra prejuicios e incomprensiones, del que dejó la piel tratando de socavar anquilosadas estructuras institucionales que frenaban el desarrollo de la cultura propia, del que tuvo un criterio, quien cuestionó, a quien parecía absurda una línea de trabajo que situaba a los funcionarios en un nivel jerárquico superior a los creadores. Lleno está el sitio de quienes, en peligro, suponían el patrimonio artístico y literario ante la tergiversación de la realidad, la manipulación, la publicidad y el interés monetario. Quienes apostaban por salvar los más encumbrados ideales que han dignificado a la humanidad denunciando todo lo que fuera en contra del ennoblecimiento y lo más raigal de nosotros mismos. Desde el suplemento, o el libro, o el espacio en la página que le había sido concedida. Por medio del programa que, en la radio, tuvo; la puesta en escena, el pincel, los movimientos que, a través de su cuerpo, llenó de códigos para acercar al hombre a sí mismo; y la canción, y el mensaje. Se abarrota Miami; pero a nadie le importa. Ni este ni aquel ni el de más allá suelta prenda cuando de sobrevivir se trata. Porque el juego hay que hacerlo y, en el camino, como al descuido, es mucho más prudente dejar lo que en, la vida misma, nos iba antes de complicarse en asuntos que nos semejan «demasiados sospechosos» y propiciar nuestro caché pudrirse entre las cuatro paredes de una fábrica a la que no estamos dispuesto a sucumbir. La última en la lista se llama Lolita Flores. En Miami reina el silencio de quienes cualquier idiotez, digo, por aquello de no desentonar, les parece bien. Total, si la vida, al final, nos enseña, que el transcurrir por esta existencia se reduce, como al balsero Rafael de Lucrecia, a un carro, una casa y una buena mujer. Lolita Flores es la más actual de las comidillas miamenses. El turno, mañana, tocará a otro. Mientras, la vida sigue su curso afuera, los que hacen, lo que mejor les ha parecido, seguirán haciéndolo y yo, con el rabillo del ojo y de arriba abajo, si te he visto no me acuerdo.
Aramís Castañeda Pérez de Alejo es crítico santaclareño radicado en Miami ([email protected])