(Del libro colectivo ‘Um país na janela. Três anos de independência informativa’, editado por ‘A fenda editora’, asociada a Novas de Galiza).
Como bien recuerda Noam Chomsky es muy difícil convencer a los hombres de que la violencia es «inútil» cuando la historia de los EEUU demuestra cotidianamente todo lo contrario. La violencia, si tiene misiles y bombas de racimo, es extraordinariamente eficaz y puede apropiarse de países enteros; si sólo tiene pistolas, es menos eficaz, pero puede apropiarse de un barrio o de un negocio; si sólo tiene un cuchillo, es un poco menos eficaz y apenas si puede arrebatar una cartera; y si sólo tiene los puños su eficacia se reduce quizás a someter a una mujer asustada o a un niño débil. Lo mismo pasa con el lenguaje: los que a menudo lamentamos su «impotencia» para cambiar el mundo nos olvidamos de que la existencia de la televisión y de los periódicos demuestra cotidianamente todo lo contrario. La palabra, si tiene un satélite y cien canales, es extraordinariamente eficaz y puede transformar países enteros; si sólo tiene un altavoz, es menos eficaz, pero puede fundar un partido o una secta; y si sólo tiene la garganta, puede aún engañar a un turista o enamorar a una amiga. Si es más bien dudoso que «el fin justifique los medios», es en cambio incontestable, irresistible, que los medios justifican todos los fines, de manera que en cierto sentido basta la acumulación y exhibición de los medios más poderosos (de destrucción o de comunicación) como garantía de legitimidad y credibilidad. Un puñal es mucho menos legítimo que un B-52 y una verdad en voz baja es mucho menos creíble que una mentira en televisión, y esto -digamos- no por el mal uso de los medios más potentes sino por su pura potencia superior, que los hombres no pueden concebir a merced de una mezquina voluntad particular. El B-52 justifica el bombardeo de la ciudad bombardeándola, pues su necesidad moral está inscrita en el empleo de un medio tan impersonal y tan terrible; el periódico de gran tirada verifica su mentira sencillamente publicándola, pues la fuerza de su credibilidad está inscrita en la extensión misma de su publicidad. El puñal se acusa a sí mismo; el misil acusa a la víctima. La verdad privada se desmiente a sí misma; la mentira pública -y tanto más cuanto más pública sea- autentifica sus fuentes. Por eso es tan fácil usar mal los medios más grandes, no porque sean superiores, sino porque su propia grandeza les confiere legitimidad y credibilidad; no porque asusten o intimiden sino porque convencen. Y por eso su mal uso es particularmente grave, particularmente criminal, porque a fuerza de usarlos mal no sólo matamos o engañamos a millones de personas sino -mucho peor- acabamos por destruir las condiciones mismas de toda legitimidad y toda credibilidad.
Eso es lo que ha venido ocurriendo muy deprisa en los últimos años, a partir de la colusión -precisamente- de los medios de destrucción más terribles y de los medios de comunicación más influyentes (uno de los rasgos, entre otros, del totalitarismo). Como ya ocurrió en otras épocas de la historia y demostraron muy bien Kempleren o Steiner en el caso del nazismo, esta colusión es insoportable para el lenguaje humano. Olvidamos en general que las palabras son también cosas, los ladrillos de la ciudad compartida en la que nacemos y cuyas calles se nos anticipan ya trazadas. Olvidamos además que las palabras son las cosas primeras, las más inmediatas, las que tenemos más cerca de los ojos; que antes de habitar nuestra ciudad o despertar en nuestra cama habitamos y despertamos en nuestra lengua. En este mundo nuestro hay casas, niños y palabras, digamos, y lo que diferencia a estos tres tipos de criaturas es que las palabras son más duras, duran más, siguen en pie cuando los cuerpos y las columnas han sido derribados. Esta es al mismo tiempo su ventaja y su vulnerabilidad. Construcciones históricas y sociales, las palabras retienen una autonomía relativa, son capaces de seguir significando al margen o en ausencia de su referente objetual: sin eso no sería posible, por ejemplo, llamar «justicia infinita» al asesinato desde el aire de cincuenta hombres y mujeres ataviados para una boda o «libertad duradera» a la invasión sangrienta e ilegal de una nación. La propaganda declara precisamente la autonomía del lenguaje, su superior resistencia, como la de los insectos, frente a las catástrofes, el poder material del que les inviste su objetividad colectiva y su precedencia subjetiva. Lo que permite la propaganda es lo mismo que permite la poesía y no por casualidad ambas -propaganda y poesía- movilizan los mismos recursos: el eufemismo («efectos colaterales», «contratistas»), la sinécdoque («comunidad internacional»), la sinestesia («fuego amigo»), la metáfora («uvas de la ira») o el hipérbaton («diez palestinos mueren a causa de un bombardeo»). Pero la autonomía del lenguaje es limitada y su capacidad de resistencia acaba por sucumbir a los medios de destrucción que se sirven de ella para legitimarse en público. El equivalente de los bombardeos masivos sobre Faluya es lo que yo llamo, respecto de la ciudad lingüística, «episemia» o «pansemia», el vértice en el que la propaganda triunfa y se vuelve innecesaria: esa sobresaturación semántica en virtud de la cual, a fuerza de significar demasiado, las palabras ya no significan nada y su sólo uso contagia y difunde, como una peste, la incomunicación. Baste pensar en los términos «democracia», «fascismo», «genocidio» o «libertad», de tal modo generalizados, en indiscriminada proliferación, que se han vuelto inútiles como instrumentos de definición y como herramientas de combate. Cuando los medios de destrucción presionan excesivamente sobre la autonomía del lenguaje (lo que implica la responsabilidad individual de todos aquellos, políticos, periodistas e intelectuales, que lo gestionan en el espacio público), las palabras se vuelven, como decía Steiner, «inservibles para la verdad y para la poesía». El lenguaje mismo, como transporte ingenuo de consensos básicos e instrumento de conocimiento, colapsa, desapareciendo junto a él la posibilidad misma de un espacio público compartido. Mucho más que la muerte de civiles o la destrucción de un país, esta destrucción del lenguaje es el crimen mayor contra la Humanidad que cabe reprochar a los EEUU. Mientras el lenguaje resiste, ninguna catástrofe obliga a empezar de cero; sin él, la verdadera catástrofe es la de tener que comenzar -¿y cómo hacerlo sin lenguaje?- desde la Edad de Piedra.
Dotado sólo de una fuerza militar incontestable, Bush no invadió Iraq contra el Derecho internacional sino para acabar con él; no mintió ante la ONU para hacer creer una mentira sino para que, después de eso, nadie pudiese creer una verdad. Invadió y mintió, o mintió e invadió, dos operaciones orgánicamente indisociables, para destruir al mismo tiempo las condiciones de toda legitimidad y las condiciones de toda credibilidad. La mayor parte de los grandes medios de comunicación, al aceptar convertirse en las cureñas ideológicas de los cañones imperiales, han erosionado definitivamente su poder sagrado y se han hecho cómplices de este crimen total contra las bases mismas de la convivencia humana. Que los pueblos hayan dejado de creer en la ONU, que los votantes hayan dejado de creer en los partidos, que los lectores hayan dejado de creer en los periódicos constituye el principio -ético y cronológico- del totalitarismo, pero no es responsabilidad de los hombres, siempre dispuestos a confiar en la independencia de todo medio público -palabras o instituciones- sino de los que las han hecho estallar desde dentro. En este contexto, el fenómeno del «terrorismo» es sólo la manifestación natural -como un tsunami- de un mundo al mismo tiempo muy nuevo y muy viejo cuya humanidad y moralidad ha sido destruida, por pasiva o por activa, por los gobiernos y los medios de comunicación de Europa y de EEUU.